Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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La muchedumbre había seguido creciendo, y la demanda de carne hacía tiempo que había superado la oferta -hasta mis pinchitos de estilo oriental estaban siendo engullidos- mientras que el vino, la cerveza y los cuba libres fluían por las barras de los puestos en cantidades cada vez más pantagruélicas. Le dirigí una sonrisa ligeramente beatífica a Ana a través del humo de la barbacoa. Me encontraba sólo ligerísimamente aturdido por el vino, pero las cosas tenían buen aspecto y todos estábamos divirtiéndonos de lo lindo. Estaba tocando una banda de reggae local, y sus luces intermitentes iluminaban las nubes de polvo que levantaban los pies de los danzantes. Avancé serpenteando entre la multitud con paso vacilante y saqué a Ana a bailar a trompicones en un torbellino de saltos y movimientos de brazos.

Una vez que se hubieron pagado las facturas, la fiesta sacó de hecho unos modestos beneficios, que el Colectivo se apresuró a gastar publicando panfletos y pósteres con el eslogan «¡Acequias SÍ! ¡Dique NO!», asegurándose los activistas de que todos y cada uno de los árboles, letreros y edificios de las Alpujarras proclamaran su mensaje.

También se celebraron mítines para aumentar el nivel de concienciación de los que no habían podido beneficiarse de la fiesta. En pueblos remotos de toda la Alpujarra, pequeños grupos de lugareños se congregaban bajo los chopos y los castaños para escuchar a José Luis describiendo las amenazas medioambientales a que se enfrentaba la región. Me gustaría poder decir que los incitaba a una rebeldía delirante y que inmediatamente le prometían su apoyo, pero la mayoría de las veces parecían ser indiferentes a asuntos que estuvieran lejos de sus cortijos y sus pastos.

Quizás inevitablemente, nuestro optimismo empezó a decaer y, a medida que el otoño fue dando paso al invierno, la campaña contra la presa comenzó poco a poco a perder impulso. Durante unas semanas nuestra esperanza se reavivó cuando un abogado especialista en estos temas accedió a estudiar el caso, pero no le fue posible encontrar ningún recurso que interponer con posibilidades de éxito. Su opinión era que tal vez podríamos detener el proceso durante breves períodos de tiempo, con unos costes altos y posiblemente algún riesgo personal, pero dudaba que jamás pudiéramos parar la presa de manera definitiva.

Ana, que se había convertido en una voraz lectora de El Ecologista, la revista del movimiento ecológico español, había seguido la evolución de una presa parecida que se estaba construyendo en Itoiz, en Navarra. Presentaba una imagen no muy salutífera. Al parecer, la oposición a este enorme e impopular proyecto contaba con un fuerte apoyo europeo y había ganado todas las batallas legales necesarias para conseguir que se diera carpetazo a la presa. Pero el Estado decidió hacer caso omiso de los recursos y seguir adelante con ella a pesar de todo -castigando al mismo tiempo con fuertes sentencias de cárcel a muchos de los eco-activistas. Resultaba deprimente descubrir que Domingo tenía razón mostrándose pesimista. El Estado parecía en efecto hacer lo que le venía en gana.

José Luis no ocultó su decepción cuando le dije que pensaba que debíamos dejar de seguir batallando con un proyecto que no tenía posibilidades de éxito. Esta manera de hablar no entraba en su repertorio. Sin embargo, incluso el Colectivo empezó a parecer resignado a perder esta batalla en particular, y pronto sus fondos y sus energías fueron canalizados de nuevo hacia campañas contra los invernaderos de plástico.

Así pues, a medida que se acercaba el invierno, Ana y yo nos resignamos a la idea de la supuesta presa. No era buena para nuestro futuro, tampoco era buena para el valle, pero comprendíamos que para evitar que el pantano de Rules se taponara de lodo y rocas y árboles arrancados de cuajo, tendría que haber otras presas menores como la nuestra que sirvieran de sifón para los sedimentos fluviales. Las discusiones más profundas acerca de si el propio pantano de Rules era beneficioso -permitiendo que los secos pueblos de la costa se entregaran a construir todavía más mansiones y palacetes para turistas, campos de golf e invernaderos- parecían carecer de relevancia en vista del hecho de que casi estaba terminado.

Aparte de eso, había cosas que hacer. Este año al parecer íbamos a tener una cosecha excepcional de aceitunas y, bajo los árboles, el suelo se había convertido en una jungla de zarzas y espinosos brotes de granado que había que limpiar. También se estaba aproximando la Navidad, y esperábamos a una multitud de amigos y familiares que iban a venir a quedarse unos días; íbamos a necesitar arreglar algunas habitaciones en la otra casa, que se encontraba en estado ruinoso.

De vez en cuando descubría a Ana contemplando algo pensativa o preocupada la familiar vista de los ríos y el desfiladero, pero a medida que nos fuimos entreteniendo con estas tareas, la amenaza fue alejándose cada vez más de nuestros pensamientos.

Feliz Navidad

Por primera vez desde que estábamos en España, Ana y yo teníamos dinero para celebrar como es debido unas Navidades. Había llegado un cheque de pago de mis derechos de autor que nos había dejado un tanto deslumbrados. Otros años lo habíamos pasado bien, pero ello se había debido en gran parte a la generosidad de nuestras familias, amigos y vecinos que, atravesando el oscilante puente, venían durante las fiestas a traernos bolsas llenas de dulces, jamones y vinos, así como pequeñas sorpresas para Chloë. Por supuesto nosotros correspondíamos todo lo que podíamos, pero hay un límite en el número de bolas perfumadas con clavos y naranja que pueden caber en un cajón de calcetines de tamaño medio, mientras que los cubos de esparto para refrescar botellas y los tarros de confitura de limón no son el tipo de obsequios que se puedan repetir todos los años. Pero esta vez íbamos a poder pagar la cuenta nosotros, comprar regalos para Chloë y dar la bienvenida a nuestros amigos con toda la hospitalidad que deseábamos. Nos parecía todo un privilegio.

Tal vez de modo inevitable, mientras nos regodeábamos en un lujo recién descubierto, Ana y yo nos sorprendimos a nosotros mismos pensando en otras Navidades menos saludables que habíamos soportado en el pasado. Quizás teníamos que recordarnos que la vida no había sido siempre un sueño de sol y limones. Cualquiera que fuese la razón de ello, había una Navidad a la que ambos volvíamos una y otra vez: fue justo después de que Chloë cumpliera los tres años y la fiesta se nos había aguado por completo.

Aquel año había sido excepcionalmente seco. El ardor del verano se había apagado mucho más tarde de lo habitual, dejando el campo extenuado y sediento. Cada día dirigíamos la mirada a la bóveda azul del cielo, depositando nuestras esperanzas en cualquier brizna de neblina o diminuta nubecilla que se aventurase a salir, solo para verlas desaparecer más tarde sin dejar huella. Pero entonces el tiempo cambió por fin. Suspiramos de alivio cuando comenzó a llover, y hasta salimos a ponernos de pie bajo la lluvia con Chloë en brazos, para que se maravillara de las diminutas gotas que caían a su alrededor y que se nos quedaban prendidas en el pelo.

Todo el valle parecía exhalar un nuevo aroma a tierra mojada y a pino, mientras que los árboles que se habían vuelto pálidos y secos se tornaron verdes, y luego, a medida que la lluvia limpiaba el polvo de sus hojas, más verdes aún. El goteo de agua de los ríos pronto se transformó en un respetable torrente, e incluso los pájaros parecían contentos, revoloteando por todas partes piando y trinando felices como si hubieran ganado una audición para cantar.

Pero siguió lloviendo, y poco a poco toda la Alpujarra se quedó hecha una especie de papilla. Nubes y nieblas envolvieron el valle, y desaparecieron todos los puntos de referencia que conocíamos, entre ellos el puente, que fue arrastrado por el río dejándonos aislados y sin ninguna posibilidad de recibir visitas. Durante muchos días ni siquiera podíamos ver las montañas a nuestro alrededor: parecía como si estuviésemos solos en una isla cenagosa rodeada por la niebla.

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