Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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Para colmo de males, la Navidad estaba a la vuelta de la esquina.

– Solo faltan diez días -dijo Ana una mañana-. Pronto empezará toda esa música de chinche y ramplón…

– ¿Toda esa qué?

– Música de chinche y ramplón, ya sabes, los altavoces escupiendo por todas partes música de villancicos -explicó Ana, como si esto fuera lo único que pudiera empañar el horizonte del invierno.

El suelo de alrededor de la casa estaba tan empapado que el nivel freático subió y la cocina se inundó con casi ocho centímetros de agua, al igual que el dormitorio por el lado de Ana. Teníamos frío, estábamos mojados y aburridos, y moqueábamos con unos resfriados galopantes.

La arquitectura alpujarreña no fue concebida pensando en la lluvia y no la soporta bien. Un tema frecuente de conversación e incluso un indicador de cierto tipo de respetabilidad es la cantidad de cubos que tienes en tu casa recogiendo agua de las goteras. Un día conté veintitrés receptáculos repartidos por toda la casa -cubos y barreños y latas y tinas. Lo peor era por la noche; justo cuando estaban casi llenos, uno de nosotros o de los perros se tropezaba con ellos, derramando litros de agua turbia por el suelo. Esto sucedía con frecuencia, puesto que el sistema de energía solar había dejado de funcionar y nos movíamos como fantasmas en la grisácea penumbra o a la luz mortecina de unos pocos cabos de vela. El fuego de la chimenea, alimentado por una leña mojada y negra, llenaba la habitación de humo y no proporcionaba más que un resplandor débil y malévolo.

«Bueno, no fue tan malo -me dijo más tarde Joop-. También nosotros tuvimos muchas goteras. Había una que caía justo en mitad de la cama, por lo que tenía que dormir con un cubo, sujetándomelo así sobre el pecho -y representó con gestos cómo lo había mantenido en equilibrio sobre la caja torácica-, y cada hora tenía que levantarme a vaciarlo en la bañera.» Me pareció que todos mis esfuerzos en el asunto de la recogida del agua de las goteras no eran nada comparados con la resistencia heroica de Joop.

Los días se convirtieron en semanas, y continuaron las goteras en la casa y la niebla y la lluvia en el exterior. Conseguíamos mantener en seco a Chloë durmiendo y sentándonos nosotros en los sitios mojados, y le leíamos cuentos a la luz de una vela y le hacíamos crepes, pero poco a poco nos íbamos sintiendo cada vez más deprimidos. «Parece que al fin está aclarando un poco», anunciaba yo cada mañana mientras miraba por las ventanas chorreantes de agua un implacable mar de nubarrones, pero hasta yo estaba empezando a desanimarme.

Solía pensar durante aquel tiempo que, si hubiéramos sido ricos, podría haber habido alguna solución. Tal vez podríamos habernos ido a un hotel sin goteras. Pero en realidad no podíamos atravesar el puente -de hecho, ya no teníamos puente- e incluso si hubiéramos conseguido cruzar el río era difícil imaginar un hotel que nos recibiera con nuestro séquito de perros, gatos, caballos, ovejas y gallinas. No, el dinero no habría servido para sacarnos de ésta. Y, aparte de eso, no éramos ricos -en aquel preciso momento no teníamos más que algunos cientos de pesetas.

No es que estuviéramos en la ruina absoluta. Había algo de dinero en perspectiva -subvenciones por las ovejas, venta de los corderos, alquiler de nuestra casita rural- pero nada que nos pudiera sacar de apuros en aquel mismo momento. Recuerdo haber hecho un recuento de nuestros recursos. Teníamos un depósito de gasolina en el coche, un saco de cebollas, otro de patatas cuyos brotes estaban convirtiendo la despensa en una espesura impenetrable, cincuenta litros de aceite de oliva en bidones de plástico, pienso de gallinas para un mes y unas cuantas hortalizas abriéndose camino a duras penas en el huerto. Ah, y teníamos un montón de aceitunas y unos árboles repletos de naranjas. No íbamos a pasar hambre, simplemente no teníamos dinero para celebrar las Navidades.

El principal problema era la falta de electricidad. Sin suficiente cantidad de sol para cargar nuestras baterías solares, no había nada que pudiéramos hacer para que la húmeda penumbra resultara más soportable -ni siquiera podíamos oír música ni cintas de cuentos a oscuras. Es cierto que tenía mi guitarra, pero no estaba realmente de humor para tocarla, y Ana y Chloë decididamente no estaban de humor para escucharla. Un día de Navidad sentados alrededor de una llameante chimenea habría sido algo que esperar con ilusión, pero la perspectiva de quedarnos sentados en las sillas de madera (el sofá de goma-espuma se había convertido en una esponja) con las botas de agua puestas y ahogándonos con el humo de la leña empapada, dejaba bastante que desear.

– No os preocupéis -dije-. Ya surgirá algo.

Ana me lanzó una de las miradas más fulminantes que recuerdo, y ni siquiera Chloë pareció del todo convencida.

Al menos teníamos la ventaja de que no estábamos completamente aislados. Habíamos improvisado lo que llamábamos el «Flying Fox» -una cuerda con una polea- para atravesar el río, por lo que de vez en cuando organizábamos una expedición al pueblo. Unos días antes de Navidad crucé el río colgado de la cuerda y me fui andando hasta el pueblo para reunir unas cuantas provisiones sencillas y económicas y con el objeto de mirar en Correos nuestro apartado postal.

Había algunas cartas y tarjetas de Navidad de familiares y amigos, así como un delgado sobre de avión procedente de Florida que llevaba por detrás el nombre de una amiga norteamericana de mi madre a quien yo siempre había llamado «tía», aunque creo que no nos unía ningún lazo de parentesco y la última vez que la había visto había sido cuando yo estaba en el colegio. Cuando lo abrí, un objeto verde cayó revoloteando al suelo de la calle. Era un billete de cien dólares. La tía Dawn había oído que teníamos apuros económicos y esperaba que esta cantidad nos vendría bien.

En cuanto me recuperé, le escribí a toda prisa a la tía Dawn uno de los Christmas más selectos de Órgiva y, saboreando uno de los grandes momentos de la vida, me puse a pensar en qué gastar este dinero caído del cielo. La respuesta obvia era en la compra de un cargador de baterías que fuera grande y potente para poderlo conectar a nuestro generador. Disfrutaríamos la Navidad con música de chinche y ramplón y luz eléctrica -¡qué inimaginable alegría! Había visto en Granada un cargador de baterías que parecía ser justo el que necesitábamos, y me imaginaba que los cien dólares podrían ser más o menos suficientes.

Al día siguiente era Nochebuena y, justo antes del amanecer, salí bajo una lluvia torrencial de expedición a Granada. Había dejado nuestro vetusto Landrover, Black Bess, en la ruta de atrás y en lo que parecía ser un lugar seguro, a aproximadamente una hora y media de camino por encima de la casa. Subí fatigosamente por el cerro con un paraguas y una mochila, superando curva tras curva bajo una incesante cortina de lluvia.

Al llegar al coche, yo estaba tan empapado que con cada paso que daba salía agua a chorros de las botas. No había nada que estuviera suficientemente seco ni siquiera para limpiarme las gafas. Pero Black Bess se puso en marcha con una sacudida y, a medida que nos fuimos adentrando en los pinos, dejó de llover y la masa impenetrable de nubes se levantó, para después abrirse y empezar a disiparse. Una hora después, al detenerme en Mecina Fondales para ver si un amigo me prestaba ropa seca, el sol se había abierto paso por el cielo y su amarillo calor hacía bullir al mundo entre nubes de vapor.

En Granada, las nubes se reagruparon y pidieron refuerzos para bañar la ciudad en torrentes de agua. Pero yo estaba de buen humor y, armado con el dinero que me había caído del cielo, entré con paso decidido y me compré el cargador de baterías. ¡Solo 12.000 pesetas! No daba crédito a mi buena suerte. Quedaría lo suficiente para comprar algo especial para comer, y tal vez una bola plateada para colgar de nuestra rama navideña de pino carrasco que goteaba en el rincón del cuarto de estar.

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