Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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Todos tienen en común su perfecta calma, la claridad casi sobrenatural del agua y lo mullido de su espesa capa de hierba. Para agosto, sin embargo, incluso allí arriba la vegetación empieza a marchitarse a medida que tas aguas de alta montaña se van secando. Comienza a resecarse y a agostarse por el perímetro, y este proceso va avanzando hacia el centro, hasta que finalmente solamente queda una estrecha mancha verde alrededor de la laguna -y después, nada, pues el sol del estío hace que incluso el agua de la laguna sea absorbida por la atmósfera hasta dejar sólo un lecho seco de piedras. Más tarde, con las lluvias de otoño, los borreguiles reverdecen de nuevo, justo a tiempo para ser enterrados bajo un par de metros de nieve hasta el verano siguiente.

El mejor momento para ver los borreguiles es entre finales de mayo y finales de julio -primavera en lo alto de la sierra-, y de algún modo es precisamente el carácter tan fugaz de esta belleza lo que la hace aún más atractiva. A principios de julio, casi un año después de nuestra fiesta de la presa, subí andando a los prados desde Capileira. Al encaramarme por encima del borde, la vista que se abría ante mí me dejó mudo. La hierba había dejado de ser verde y era una alfombra de azul amoratado -un azul tan deslumbrador que parecía venir de fuera del espectro visual normal. Eran las gencianas de Sierra Nevada. Había oído hablar de ellas pero era la primera vez que las veía. En aquel momento eran dos las variedades que estaban en flor, la Gentiana verna color azul de ultramar y la delicada, casi luminiscente Gentiana alpina.

Hay cosas que son tan fuertes que tienes que compartirlas con alguien -y aquellas gencianas eran fuertes. Mientras iba bajando con cuidado, me puse a pensar en la manera de engatusar a Ana y a Chloë para que vinieran a la sierra. Al igual que los lugareños, ambas tienden a pensar que andar es exclusivamente un medio de locomoción y no un placer en sí mismo. El plantear la idea de una caminata de seis inexorables horas cuesta arriba iba a poner a prueba hasta el límite mis poderes de persuasión. Pero una subida hasta aquí para ver la mágica bruma azul de las gencianas parecía ser exactamente lo que necesitábamos todos para sacudirnos de encima nuestras preocupaciones.

Casualmente, Chloë tenía algo que hacer: iba a quedarse a dormir en Órgiva en casa de una amiga del colegio. Pero a Ana pareció gustarle mucho la idea y, sin Chloë en casa, estuvo incluso dispuesta a considerar la posibilidad de acampar una noche. Así pues, no había nada que nos impidiera ponernos en marcha al día siguiente.

A pesar de todas las maravillas de las flores y del paisaje de montaña que nos aguardaban, me quedaba la duda persistente de que tal vez les había restado importancia a los rigores de la jornada que teníamos por delante. «Realmente no está tan lejos -le había asegurado a Ana-. Y la subida tampoco es tan empinada y, de todas formas, cuando llegas es tan maravilloso que te olvidas al instante de lo lejos y lo empinado que era, aunque, por supuesto no lo es.»Ana recibe este tipo de declaraciones con un comprensible recelo, desarrollado a lo largo de unos veinticinco años de ir conmigo de un lado para otro. Pero me preguntaba si ella le había aplicado un grado suficiente de escepticismo. Aun así, yo pensaba que iba a merecer la pena de verdad una vez que nos encontráramos allí arriba en los prados: por el placer que a Ana le produciría pasar un tiempo allí, y por el placer que a mí me produciría su placer. También había algo de simbólico en nuestra excursión, pues los borreguiles son la fuente del Poqueira, el río que riega nuestro cortijo y que abastece los manantiales de los que bebemos, nos lavamos y regamos las flores del patio.

Nos pusimos en camino en cuanto hubimos dado de comer a los perros, gatos, gallinas, palomas, caballos y ovejas. Porca el loro salió con nosotros, subido en el hombro de Ana, hasta que llegamos al río y ésta lo echó a volar para que se alejara. Nos subimos al coche y nos dirigimos a Pampaneira, uno de los pueblos de la Alpujarra alta, donde íbamos a comenzar nuestra excursión a los borreguiles. En el plazo de una hora nos encontrábamos tomando fuerzas con café y roscos en la plaza mientras mirábamos, más allá del campanario de la iglesia, hacia el lejano pico del Veleta, que no era el lugar adonde íbamos pero que se encontraba a una distancia parecida.

Fuimos subiendo por las callejuelas empedradas del pueblo y continuamos por un empinado camino que atravesaba el bosque hasta llegar al pueblecito de Bubión. Desde allí solo había algo más de un kilómetro, aunque todavía de fuerte subida por unas praderas, hasta llegar a Capileira, el pueblo más alto con sus casi 1.300 metros sobre el nivel del mar. Cuando llegué a la plaza del pueblo, resollando como un fuelle oxidado, Ana ya estaba allí, sentada tranquilamente en un banco. Esto me fastidió un poco, como bien se imaginará el lector.

– Tienes que aprender a medir tus fuerzas -dije jadeando.

– Éste es un sitio agradable. ¿Por qué no pasamos aquí el resto del día?; podríamos hacer algunas compras -bromeó Ana.

Yo ignoré el comentario y, echándome la mochila al hombro, salí con determinación del pueblo en dirección hacia arriba. Seguimos subiendo durante muchas horas, a través de pinares y siguiendo el curso de acequias. El sol ardía implacable, y la sombra de los árboles e incluso el sonido del agua eran una bendición del cielo.

Más tarde, nos sentamos bajo un pino para beber agua de las botellas de mi mochila -que estaba justo por debajo del punto de ebullición- y comer lo que se suele comer normalmente en las excursiones al campo: jamón, chorizo, aceitunas, tomates y pan, seguidos de halva y dátiles y, para terminar, aproximadamente tres kilos de cerezas. Después nos echamos a dormir.

El pino donde habíamos almorzado era el último; después de comer rebasamos el límite superior del bosque. El sol había bajado ya bastante desde su cénit y nos quemaba la pierna izquierda, el brazo izquierdo y la parte izquierda de la cara. A lo lejos distinguíamos el refugio del Poqueira y, justo más allá de éste, el empinado valle del río por el que teníamos que subir para llegar a los borreguiles.

– No vamos a subir hasta allí arriba, ¿verdad? -preguntó Ana.

– No has hecho más que protestar desde que salimos esta mañana -la fustigué sin un ápice de justificación. De hecho, Ana había ido de buen humor a la cabeza durante casi todo el día.

Nos aguardaba algo especial mientras subíamos por la larga y empinada pendiente hacia el refugio: los tomillos y los cojines de monja de lo que los botánicos llaman los «erízales» estaban en flor. El término es apropiado, ya que estas matas espinosas de baja altura se asemejan de hecho a una enorme multitud de erizos. El sendero y sus bordes eran un mar de cúpulas de color rosado y blanco compuestas por una apretada masa de las más exquisitas florecillas. Ana nunca había visto nada parecido, pues jamás había subido hasta esta altitud. Yo ya había visto estas plantas y las había descartado como algo bastante feo, pero ahora, en todo el esplendor de su floración, eran deslumbrantes. El aire estaba lleno de mariposas, algunas de ellas del tamaño de una mano, y de verdaderas nubes de pequeñas mariposas azules cada vez que llegábamos a la más diminuta zona de humedad, tapizando el suelo cuando nos acercábamos y elevándose por el aire a millares cuando pasábamos, creando su propia minúscula brisa de montaña.

Le sonreí a Ana y ella me respondió con otra sonrisa de puro deleite y felicidad. Ya solo el llegar hasta aquí había merecido la pena, aunque yo sabía que aún quedaba un larguísimo trecho hasta los borreguiles, donde planeábamos pasar la noche. Existe un refrán en España que dice que «si rey con tus amigos te quieres sentir, a un lugar hermoso los has de conducir», y creo que tiene mucha razón.

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