Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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– De muy mal humor. Y tiene la mandíbula llena de hierros, así que no le he sacado mucho. Excepto, claro, la presentación de Peter.

– ¿Cómo entraste?

Cat agitó una mano para restarle importancia.

– Bah, fue fácil.

Mientras la miraba, John cayó en la cuenta.

– ¡No habrá sido capaz!

– Por supuesto que sí. ¿Cómo iba a entrar si no? Una niña pequeña de tripa redondeada pasó como un rayo a su lado, chillando de alegría, mientras su padre la seguía de cerca.

– ¿Es eso un bañador pañal? -dijo Cat arrugando la cara-. Esas cosas no son resistentes al agua. ¿Para qué sirven?

– A mí me parece una monada -dijo Amanda-. ¿Has visto las margaritas del bañador? John la miró, alarmado.

– ¿Y qué tenía que decir Benton? -preguntó después de dejar de mirar a Amanda, que había vuelto la cabeza para seguir la trayectoria del bebé.

– Creo que los científicos necesitan que les dé más el sol. Son una panda de desabridos.

– En resumen, que no conseguiste nada. Cat se encogió de hombros.

– Le pregunté por el dedo que le faltaba y se puso como una fiera conmigo. Y eso que no intenta ocultarlo ni nada. Está claro que ahí hay una historia.

John suspiró y se frotó la frente.

– Vale, escucha. Tenemos que redactar juntos un informe, sea como sea. ¿Prefieres hacerlo ahora o después de cenar?

– Ya lo he hecho.

– ¿Qué?

– Que ya está hecho. Lo he enviado hace una hora. Relájate.

John se echó hacia delante, enfadado.

– ¿Has dado por hecho que no conseguiría nada?

– ¿Tienes algo?

– La universidad vendió a los primates. ¿Lo sabías? Cat alzó una ceja.

– Y uno de los becarios del laboratorio está bajo custodia. ¿Qué te parece?

Cat lo miró irritada, y luego se dio la vuelta.

– Enviaré una corrección.

– No -dijo John-. Yo lo haré. Supongo que me habrás enviado una copia.

Cat empezó a remover de nuevo el agua mientras se miraba los dedos.

– Te lo reenviaré.

John se quedó mirándola sin poder dar crédito. Aquello era tan inaceptable que ni siquiera fue capaz de responder. ¿Habría incluido al menos su nombre en él?

Un anciano apareció en el borde del jacuzzi.

¿Hay sitio para otro? -preguntó. Amanda se echó a un lado.

Bajó los dos primeros escalones, los miró a los tres y le guiñó un ojo a John.

– Parece que tiene las manos llenas. ¿Quiere que le deje una libre?

– Usted mismo -dijo John, señalando a Cat con la barbilla.

Cat giró lentamente la cabeza y le dirigió al hombre una mirada tan fulminante y devastadora que este cambió de opinión: volvió a subir los escalones y fue a sentarse en un sillón.

– ¡Pervertido! -dijo Cat.

– Creo que solo intentaba parecer simpático -dijo Amanda.

– Y a ti te cae bien todo el mundo, ¿verdad? -preguntó Cat.

– Casi todo el mundo -respondió Amanda con malicia. Se secó la cara y se puso en pie. El agua le resbalaba por las caderas y goteaba en el humeante jacuzzi - . Me vuelvo a la habitación. -Mientras subía los escalones, John miró alarmado a la colección de padres, que, una vez más, se quedaron observándola descaradamente.

John se puso de pie de un salto, cortando chorros y encrespándolos a su paso. Subió los escalones de dos en dos, cogió la toalla que tenía más cerca y cubrió con ella a Amanda.

– Gracias, cielo -dijo ella. Se puso la toalla, cogió la parte de arriba y se dirigió hacia la puerta.

John la siguió. Tiró de la puerta para abrirla y volvió a mirar a los hombres, que seguían con lo ojos fijos en Amanda. Primero la señaló a ella y luego su alianza, y articuló sin emitir ningún sonido la palabra «mía».

* * *

Aquella noche hicieron el amor de tal forma que John acabó jadeando y tembloroso. Se había sentido como un animal, desesperado por la necesidad, desesperado por reclamarla, y ella le había respondido de la misma forma.

Hasta aquella noche, John se había sentido orgulloso cada vez que los hombres encontraban atractiva a su mujer. Pero esta vez había tenido ganas de matarlos. Nunca había sido tan claramente consciente de su verdadera intención. Se trataba de hombres casados, de hombres con hijos, de hombres cuyas esposas e hijos estaban delante. ¿Cómo iba a dejar que se marchara a Los Ángeles sin él?

Pero había algo que le daba más miedo aún, algo que le aterraba tanto que ni siquiera quería pensar en ello. John se consideraba fiel y entregado como él solo. No había nada que no fuera capaz de hacer por Amanda. Si necesitaba su hígado, ahí lo tenía. ¿Un ojo? Era suyo.

Y, aun así, en aquel momento, con su hermosa, perfecta y codiciada esposa tumbada a su lado desnuda, no era capaz de evitar que sus pensamientos vagaran por la ciudad para llegar hasta Isabel Duncan.

9

Bonzi se agachó en una esquina oscura con Lola colgada del pecho. Fue la primera en oír el tintineo de las llaves y chilló para advertir al resto de la familia: los hombres habían vuelto.

Las luces fluorescentes parpadearon espasmódicamente hasta quedarse encendidas, zumbando.

Desde la jaula que estaba enfrente de la de Bonzi y Lola, Sam gritó: ¡JUA! y se puso a correr alrededor de la diminuta celda en la que estaba recluido. Se detuvo para decir por señas: ¡VISITANTE MALO! ¡VISITANTE MALO! A continuación saltó hacia la parte delantera de la jaula de metal extruido y la sacudió violentamente con pies y manos. Cuando saltó hacia atrás, tenía el pulgar derecho sangrando. Ajeno a la herida, se sentó cerca de la parte delantera de la jaula con el pelo erizado y la cabeza ladeada, en alerta total. El resto de los bonobos permanecían sentados, esperando y observando.

A continuación se oyeron pasos humanos, pisadas de zapatos de suela gruesa que resonaban en el pasillo de hormigón. A medida que se acercaban, el pánico inundó el cuerpo de Bonzi. No los podía ver hasta que no llegaban justo delante de ella.

Jelani, Sam y Makena estaban en jaulas situadas en el lado opuesto del pasillo, así que Bonzi los veía a todos y estos a ella, pero no podían verse entre sí, porque las paredes que los separaban eran de cemento. Nadie podía ver a Mbongo, pero sabían que estaba allí. Era el único miembro de la familia que el resto no alcanzaba con la mirada y la presión de aquella situación se hacía patente en sus vocalizaciones.

Las toscas pisadas se hicieron cada vez más fuertes, hasta que los hombres aparecieron. Esta vez eran dos. Bonzi solo reconoció a uno: era el que les daba la comida y se paseaba por los pasillos dos veces al día para deslizar bandejas de insípidas y homogéneas bolitas a través de los barrotes de las jaulas y rellenar los recipientes de agua con una manguera. Nunca establecía contacto visual. Nunca hablaba con ellos, pero mantenía una conversación constante e irritada con alguien invisible.

El segundo hombre era nuevo. Tenía el pelo claro, ojos grises y una sonrisa torcida y sombría.

– Parecen chimpancés -dijo.

– Tú eras el que los quería -le respondió el hombre de la comida con una carcajada.

El extraño se volvió hacia él.

– Yo solo digo -afirmó el hombre de la comida, bajando la vista- que podríamos haber conseguido chimpancés mucho más baratos.

El macho alfa, imponiéndose, se puso de pie con las manos en las caderas e hizo lo que Bonzi no podía: mirar a todos los miembros de la familia y examinarlos uno por uno.

– ¿Están comiendo y todo eso? -preguntó.

– Eso parece.

PERAS -gesticuló Bonzi-. PERAS BUENAS. TRAER PERAS.

– Porque quiero que tengan buen aspecto. No pueden parecer maltratados. -El macho alfa se agachó delante de la jaula de Bonzi y la miró a los ojos-. ¿Cuál es esta? ¿La matriarca?

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