Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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John cogió una caja cuadrada de plástico de un enorme montón que había al lado de la nevera y la analizó. Amanda lo miró.

– Los he comprado porque tienen el tamaño de una ración y pensé que así podrías ir cogiéndolos de la nevera para calentarlos en el microondas. -A John le dio un vuelco el corazón porque se dio cuenta inmediatamente de que estaba hablando en singular-. También he hecho ternera bourguignon para que varíes un poco. Hay noodles al huevo en la alacena, o podrías hervir unas patatas para acompañar. Además he comprado algunas verduras de esas que se hacen al vapor dentro de la bolsa. Ni siquiera hay que pincharla, solo meterla en el microondas. -Amontonó los champiñones en una esquina de la tabla de cortar, los movió todos a la vez hasta el centro y los cortó con destreza. Cuando terminó, los echó en la olla, le colocó la tapa y puso el fogón al mínimo.

– Listo -dijo, secándose las manos en los muslos. Tenía la cara colorada y mechones de cabello rizado pegados a la frente y a la sien-. ¿Una copa de vino? He abierto un tinto decente para la ternera.

– Eres preciosa -dijo John.

Ella sonrió, se quitó el pelo de la cara y cogió la botella.

– ¿Eso es un sí?

Caminaron tres metros hasta la supuesta sala de estar y se sentaron en el sofá. Amanda se sentó encima de los pies y se acurrucó sobre la axila de John.

– ¿De verdad te parece bien que vaya a Los Angeles?

– Sí.

– Porque he reservado un vuelo para mañana por la mañana.

– Vaya, qué rápido.

– Sí. -Lo miró nerviosa-. Es que si lo voy a hacer tiene que ser ya; no tenía sentido volver a Filadelfia, porque está en dirección contraria, y aunque perdamos la vuelta de este último vuelo sigue saliendo más barato…

John la atrajo hacia sí y hundió la nariz en su coronilla. Olía a burdeos y a otras delicias. Le dio un beso.

– Me parece bien, en serio.

Ella sonrió, respiró hondo y lo miró.

– ¿Qué tal el día?

– ¿Sabes qué? Hay un jacuzzi abajo. Hablemos de ello allí. Después tendré que ir a buscar a Cat o hacer el reportaje yo solo.

Amanda le echó un vistazo a la cacerola, que hervía a fuego lento, dudó visiblemente durante una décima de segundo y luego desapareció en la habitación para cambiarse.

* * *

John estaba sujetando la puerta de cristal del recinto de la piscina para que Amanda entrara, cuando vislumbró el cogote de Cat. Estaba sola en el jacuzzi, con los brazos estirados sobre el borde. Amanda volvió la cabeza hacia John y susurró:

– Hablando del rey de Roma…

– Y que lo digas -respondió John, apretando los dientes sin dejar de mirar hacia delante.

Mientras Amanda iba a por toallas, John se quedó de pie al lado del jacuzzi bajando la vista hacia Cat. Esta tenía la cabeza apoyada en el borde, con los ojos cerrados; los extremos de la media melena de color castaño oscuro pulcramente cortada se apoyaban ligeramente sobre las baldosas. No estaba claro si estaba muerta o dormida. John ladeó la cabeza para contemplarla. Si no la conociera, la encontraría atractiva: la prominente clavícula, la torneada parte superior de los brazos, los dedos cincelados y aquella pequeña y bonita nariz. Pero sí la conocía, así que todo se quedaba en eso.

John se giró para echar un vistazo a la sala. En la piscina que había al lado del jacuzzi los niños de tres familias chapoteaban y chillaban en un agua artificialmente azul. Sus progenitores descansaban al lado, aunque todos los padres estaban encorvados hacia delante mirando con el ceño fruncido sus BlackBerrys, con el bañador seco y dando de vez en cuando un trago a sus latas de cerveza. Las madres estaban tumbadas sobre toallas con trajes de baño igualmente secos, las rodillas ligeramente dobladas y los brazos caídos sobre la cabeza, como si estuvieran tomando el sol. Una de ellas estaba leyendo un periódico sensacionalista, The Weekly Times, y tenía una pajita doblada dentro de la copa de vino de plástico para no tener que levantar la cabeza para beber. Las paredes de cemento estaban adornadas con imágenes de palmeras y de playas arenosas un poco despegadas al lado de los conductos de ventilación. Sobre ellas parpadeaba la luz artificial de varios plafones en forma de bandejas para cubitos de hielo.

Amanda regresó con un montón de toallas blancas, las puso sobre una mesa cercana y atrajo la atención de John para asegurarse de que estaba mirando. Levantó la vista con dramatismo hacia la sombrilla que salía del centro de la mesa y se rio. A continuación se quitó lo que llevaba puesto encima del bañador.

Dos de los tres padres de los móviles levantaron la cabeza arrugando la nariz como perros de caza. En una fracción de segundo, Amanda fue abducida por un rayo colectivo. Mientras se acercaba al jacuzzi, uno de los hombres le dio un rodillazo al que estaba distraído para ponerlo al tanto de la situación.

«Qué más quisierais», pensó John. Aquel repentino e irracional ataque de ira lo pilló desprevenido. Los hombres siempre miraban a Amanda en todas partes y, hasta aquel momento, a John incluso le gustaba.

Amanda bajó las escaleras del jacuzzi. Cuando tuvo los muslos bajo el agua, articuló silenciosamente las palabras «¡Quema, quema!», antes de lanzarse y sumergirse hasta los hombros. Se sentó pegada al borde, dejó escapar un largo suspiro y miró a John expectante.

– ¿No vienes?

John lanzó una última y feroz mirada a los padres de mediana edad. Ahora que el cuerpo de Amanda había desaparecido en las profundidades del jacuzzi, continuaron enviando correos electrónicos e ignorando a sus esposas e hijos.

John se metió con Amanda en el agua humeante llena de remolinos y se sentó al lado de Cat.

– ¿Y bien? -dijo -. ¿Dónde has estado hoy?

Cat levantó la cabeza y abrió un ojo con enorme recelo.

– Ah, eres tú -dijo, volviendo a dejar caer la cabeza.

– No has respondido a mis llamadas. -Me quedé sin batería. Lo siento.

– Se supone que tenemos que trabajar juntos.

– Ya te he dicho que lo siento.

– ¡Pues haz el favor de cargarlo, por el amor de Dios!

– Lo haré -respondió irritada. Removió el agua con las yemas de los dedos de una mano-. Por supuesto.

Un nuevo juego comenzó en la piscina que tenían detrás, y las voces de los niños resonaron en el cemento.

– ¡Marco! -¡Polo!

– ¡Marco! -¡Polo!

Se oyó un «chof, chof, chof» de pies mojados sobre el cemento, seguido de un lastimero grito:

– ¡No vale! ¡Pez fuera del agua!

– Por Dios -dijo Cat, incorporándose enfadada. Puso las manos en forma de bocina alrededor de la boca y gritó a los padres-: ¿Podrían hacer un poco más de ruido? -Se volvió a dejar caer hacia atrás y una vez más reposó la cabeza sobre el borde-. Su prole se colará aquí antes de que te des cuenta, chapoteando y haciéndose pis, y los padres seguirán sin mover un dedo. Genial -dijo, girando los ojos mientras otra familia con niños pequeños entraba en la sala-. Eh -les dijo a John y a Amanda, sacudiendo el dorso de las manos-, dispersaos para ocupar todo el sitio.

– Solo se están divirtiendo -dijo Amanda, aunque se fue moviendo lentamente en la dirección que Cat indicaba.

John se quedó en su sitio y se acomodó contra un chorro.

– Dime, ¿qué has hecho hoy? -le preguntó, levantando el brazo para apoyarlo en el borde.

Cat se encogió de hombros.

– He entrevistado a Peter Benton y he visto a Isabel Duncan. ¿Y tú?

John se enderezó y le echó un vistazo rápido a Amanda.

– ¿Has visto a Isabel?

– Sí.

– ¿Cómo está?

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