Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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Y aun así, Isabel no podía evitar imaginarse que su madre estaba de camino en ese preciso instante, que de alguna manera había sacado fuerzas para recomponerse y que de un momento a otro entraría por aquella puerta. Que la estrecharía entre sus brazos como si fuera una niña y le diría lo mucho que lo sentía, que había pedido ayuda y que en adelante las cosas serían diferentes y que todo iba a salir bien. E Isabel la creería, porque ¿qué otra alternativa tenía? ¿Pensar que estaba sola tendida en la cama de un hospital sin un solo familiar o amigo que se sentara a su lado?

Por la tarde, Beulah asomó la cabeza por la puerta con una sonrisa radiante.

– Tienes visita -le dijo.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Había venido.

– Es tu hermana -continuó Beulah.

Isabel abrió unos ojos como platos.

Cat Douglas entró por la puerta.

– Doctora Duncan, encantada de verla de nuevo. ¿Cómo…? -Se detuvo en seco y abrió los ojos de par en par-. Caray. -Sacó una cámara digital del bolsillo, le hizo una foto y se la volvió a guardar.

Isabel dejó escapar un grito y se lanzó hacia delante, buscando con las manos el cuaderno y el bolígrafo que había estado usando para comunicarse con las enfermeras. Se le cayó sin querer el bolígrafo sobre el suelo embaldosado y luego le lanzó la libreta a Cat por encima de la cabeza. Sus páginas se agitaron y se separaron y cayó al suelo como un polluelo arrugado.

La cara de Beulah reflejó primero comprensión y luego horror. Se volvió hacia Cat.

– Dijo que era su hermana -bufó-. ¿Cómo se atreve? ¡Fuera de aquí!

Cat se dobló hacia delante por la cintura para analizar la cara de Isabel.

– Vaya ferretería. ¿Puede por lo menos hablar con todo eso?

La voz de Peter resonó tras ellas:

– ¿Quién diablos es usted?

ÉCHALA DE AQUÍ, ÉCHALA, ÉCHALA, le dijo Isabel desesperada en la lengua de signos. Las lágrimas le rodaron por la cara.

Peter agarró a Cat por la parte superior del brazo y la giró hacia él.

– ¡Quíteme las manos de encima! -gritó Cat-. ¡Esto es una agresión!

Peter la acercó a él y le puso la boca junto a la oreja.

– Pues denúncieme -dijo-. Le brillaban los ojos y esbozó una dura sonrisa. Ella levantó la barbilla y le devolvió la mirada. Él le dio un empujón lo suficientemente fuerte como para que diera un traspié, pero como la tenía agarrada del brazo se mantuvo erguida-. Llame a la policía -le dijo a Beulah.

– Vale, vale, ya me voy -dijo Cat. Se tomó un momento para recomponerse y bajó la vista para mirar los dedos que le rodeaban el brazo. Parpadeó al ver que le faltaban las falanges del dedo índice.

– Puede apostar la cabeza -dijo Peter-. Vamos -dijo arrastrándola hacia la puerta.

8

Fuera de las oficinas de administración, media docena de equipos de noticias y un puñado de reporteros permanecían a la espera. John conocía a varios de ellos. Uno era un compañero de clase de Columbia que se había casado con una chica poco agraciada de una familia adinerada con una casa de veraneo en los Hamptons. Evidentemente, había conseguido un empleo en The New York Times. Philip Underwood. Había estado presente la noche del incidente de Ginette Pinegar y era el que le levantaba las piernas a John hacia el techo mientras otra persona le sujetaba el embudo en la boca. Todo estaba muy confuso y nunca se aclararía. Tras todos aquellos años, John seguía sintiéndose tan avergonzado que no quería encontrarse con nadie que hubiera estado presente. Otra cara familiar era la de un veterano con el que había trabajado en el New York Gazette, un hombre conocido por escribir mensajes de advertencia en cinta de carrocero y pegarlos en sus almuerzos en la nevera común por si a alguien se le ocurría robarlos, y también famoso por aliñar su discurso con términos obsoletos como «esconder la entradilla» y «recapitulación». Estaba demacrado, pero tenía una panza prominente y un aspecto gris, tanto por el cabello y la ropa como por la actitud. Hacía unos años había pasado por un divorcio que le había consumido la vida, el color y posiblemente una década. Llevaba una gabardina gastada y tenía los hombros encorvados para protegerse del viento. John se acercó a él.

– Hola, Cecil.

Cecil levantó la vista hacia John, le dio una última calada al cigarrillo y lo tiró al suelo. Este se alejó rodando de él con la punta aún encendida. Se frotó las manos enrojecidas y sopló para calentárselas.

– Hola, John.

– Espero que lleves un jersey debajo de eso.

– La verdad es que no. -Cecil se encogió de hombros y lo miró a los ojos-. ¿Sigues en el Inky?

Sí. ¿Y tú en el Gazette?

– Sí.

Las bromas que vinieron después eran tan rituales como una danza de apareamiento: los dos intentaban imaginarse qué sabía el otro sin soltar prenda.

Finalmente, Cecil se metió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones.

– No tienes nada, ¿verdad?

– No -dijo John sacudiendo la cabeza-. ¿Y tú?

– Nada de nada.

Asintieron lentamente, compadeciéndose el uno al otro. John no vio la necesidad de contarle a Cecil que había estado con Isabel y con los primates el día de la explosión y se preguntó qué le estaría ocultando Cecil a él.

Se produjo un murmullo de emoción y dos hombres enormes abrieron las puertas dobles de cristal del edificio. Una mujer menuda vestida de traje y con unos tacones kilométricos se abrió paso escaleras abajo hasta el micrófono de pie. Los hombres se acercaron a ella y se pusieron uno a cada lado.

Se subió las gafas sobre la nariz y se atusó el cabello. Sus cuidadas manos temblaban de frío.

– Gracias por venir -dijo, mirando a su alrededor. Los equipos de noticias empezaron a empujarse para situar los micrófonos de pértiga en el sitio adecuado y los periodistas empezaron a gritar preguntas:

– ¿Estaba la familia Bradshaw en casa en el momento del ataque?

– ¿Cómo está Isabel Duncan?

– ¿Están heridos los primates?

– ¿Han detenido a alguien?

La mujer escrutó las caras que tenía delante. Los flashes esporádicos de las cámaras se le reflejaban en los cristales de las gafas. Las peludas fundas negras de los micrófonos le rodeaban la cara como orugas monstruosas suspendidas del cielo. Cerró un momento los ojos y tomó aliento.

– La policía ha interrogado a varias personas de interés, aunque hasta ahora no las han declarado sospechosas. También nos han dicho que esta mañana la situación de Isabel Duncan se ha estabilizado y los médicos esperan que se recupere totalmente. El asalto a la casa del rector de la universidad también está relacionado con este incidente y, aunque él y su familia están bien, el FBI ha declarado a la Liga de Liberación de la Tierra como uno de los principales grupos terroristas del país y, por lo tanto, todas y cada una de las amenazas se están tomando sumamente en serio. Los primates no están heridos, pero por su propia seguridad han sido trasladados a otro emplazamiento.

La interrumpió una nueva ráfaga.

– ¿Quiénes son las personas de interés?

– ¿En qué tipo de instalaciones se encuentran los primates?

– ¿Siguen en el campus?

Levantó una mano para hacerles callar.

– Lo siento, pero no puedo responder de forma explícita a esas preguntas. Tenemos plena confianza en que encontrarán a los culpables y en que todo el peso de la ley caerá sobre ellos, y alentamos a cualquier persona que pueda tener algún dato sobre este incidente a que se ponga en contacto con las autoridades. Mientras tanto, estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para garantizar la seguridad de nuestros estudiantes y de nuestra facultad y seguiremos haciéndolo. Gracias.

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