Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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Aunque John había reservado el primer asiento libre para volver a Kansas City, Cat Douglas se las arregló para llegar antes que él. Informó inmediatamente a Elizabeth de su golpe maestro y envió a John copia del correo electrónico: «Ya estoy aquí. Iré haciendo contactos mientras espero a John». Debía de haber conseguido un billete en lista de espera. John se imaginó a algún pobre representante, atado y amordazado en un armario de la limpieza del aeropuerto, que habría sido despojado de su tarjeta de embarque. Cat estaba apoyada en la pared de ladrillo al lado de la acogedora chimenea de la recepción del Residence Inn cuando John y Amanda llegaron. Era la «hora social» del hotel y Cat se estaba aprovechando del vino gratis mientras rezumaba riadas de inaccesibilidad. Era como si estuviera cubierta por algún tipo de dispositivo invisible: cuando el resto de los clientes se acercaban demasiado, salían huyendo con cara de sorpresa.

– Cat.

– John.

– ¿Te acuerdas de Amanda?

– Claro -dijo Cat, mirándola de arriba abajo mientras le tendía una mano lánguida-. Me alegro mucho de verte. ¿Tienes familia aquí? -Inclinó ligeramente la cabeza y sonrió.

– No -repuso Amanda.

Cat parpadeó unas cuantas veces, invitando a Amanda a dar más explicaciones. Amanda le devolvió el parpadeo. Cat acabó apartando la vista.

– Bueno, será mejor que os deje registraros -dijo, alejándose para rellenar la copa.

John suspiró. Sin duda Elizabeth se enteraría de la presencia de Amanda antes de la noche y su informe de gastos sería analizado en consecuencia.

Tras un rápido debate sobre si invitar a Cat o no, se fueron en busca de algún sitio de precio razonable para comer. Elizabeth había dejado claro que, como las habitaciones del hotel tenían cocina, el periódico no cubriría las comidas en restaurantes.

– ¿Sabes qué me dijo mi madre anoche? -le preguntó Amanda entre margaritas y alitas de pollo.

– ¿Que soy un patán inútil y que deberías dejarme? -respondió John, cortando su filete demasiado hecho.

– Todo lo contrario. Me dijo que debía seguir contigo porque se me estaba pasando el arroz. ¿Te parece normal?

– Sí.

– ¿Qué? -Amanda abrió unos ojos como platos. John se dio cuenta al momento del error.

– No -dijo con vehemencia-. No, claro que no. Me refería a que tu madre dijera eso. Es típico de ella, ¿no?

Amanda suspiró indicando que estaba de acuerdo y estiró el brazo hacia el cesto de alitas. Cogió una entre dos dedos como si de una diminuta mazorca de maíz se tratase. La analizó cuidadosamente y le dio un mordisco.

– Entonces ¿no crees que se me esté pasando?

– ¿El arroz? En absoluto.

Ella masticó durante un segundo, miró hacia el infinito y acercó el vaso. Era absurdamente enorme, del tamaño de una pecera. Movió la pajita roja alrededor de los cubitos de hielo.

– Cuando tengamos hijos, ¿crees que me volveré como mi madre?

– Nunca te volverás como tu madre -le aseguró él con la boca llena de filete-. Tu madre es un horror. Tu madre es Godzilla. Y tú, querida, eres la perfección personificada -dijo, apuntándola con el tenedor. Era el tipo de local en el que podías hacer ese tipo de cosas.

– Pero eso es lo que dicen, ¿no? Que las mujeres se convierten en sus madres. -Sorbió lo que le quedaba del margarita y, después de mirar furtivamente hacia ambos lados, pasó la lengua por el borde cubierto de sal-. Dios, espero que no sea así -dijo, removiendo de nuevo con la pajita.

– No lo será.

– Creo que quiero uno -dijo-. Un bebé.

John la miró con cautela. Tenía manchas de salsa barbacoa a ambos lados de la boca. ¿Se trataba de un efecto temporal de la combinación de Fran y el tequila o lo decía en serio? A lo largo de los años, el tema había salido a colación de vez en cuando, normalmente después de que Amanda hubiera asistido a alguna fiesta de bienvenida de un bebé o a alguna reunión familiar. Hasta ese momento, para alivio de John, el tema se había evaporado siempre bastante rápido. Los bebés daban mucho trabajo y le preocupaba que el hecho de tener uno hiciera que las cosas entre él y Amanda cambiaran. Además, casi con toda seguridad la llegada de un niño supondría una presencia mucho mayor de Fran en su vida, por no hablar de su propia madre.

– ¿Te parece una buena idea cuando estás a punto de mudarte al otro extremo del país? -dijo con cautela.

– Cuando suceda, yo ya estaré de vuelta en Filadelfia o tú en Los Angeles. Además, ¿y si mi madre tiene razón? ¿Y si tras tantos años evitándolo resulta que hemos esperado demasiado?

– Hoy en día las mujeres tienen hijos a los sesenta.

– Sí, las mujeres raras. -Hizo una pausa, y añadió-: Yo no quiero ser así. No quiero ser una madre vieja.

John extendió el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano.

Era cierto que los dos tenían treinta y seis años, aunque estaba claro que él no se sentía como si los tuviera. ¿Cómo y cuándo había sucedido?

* * *

«Soy Cat. Deja tu mensaje».

«Soy yo otra vez -dijo John-. Llámame».

Era el tercer mensaje que le dejaba y, aunque intentaba darle el beneficio de la duda -puede que estuviera en la ducha, o que se hubiera dejado el móvil en la habitación mientras iba a desayunar-, le invadía una sensación de inquietud.

Amanda se había levantado temprano, le había informado de que el café del hotel era intragable y de que las galletas parecían de cemento y se había ido andando a un supermercado cercano. Estaba distraída y nerviosa, y John se sentía responsable porque él se había pasado dando vueltas casi toda la noche.

John llamó a recepción y les pidió que le pasaran con el teléfono de la habitación de Cat.

«Hola, Cat. Se me ha ocurrido que tal vez tu móvil se haya quedado sin batería. Llámame. Tenemos que quedar y diseñar un plan de ataque».

John llamó a la universidad, donde le informaron de que no se había concedido ninguna entrevista a ningún medio de forma individual. Iban a dar una rueda de prensa esa misma mañana, más tarde, y hasta entonces no harían ninguna declaración.

A continuación, John llamó al hospital, donde primero le preguntaron si era alguien de la familia y luego se negaron a confirmar o desmentir la presencia de Isabel Duncan. Él no discutió, aunque sabía que estaba allí: era el único Centro de Urgencias de nivel 1 que había en la zona. Además, si no estuviera allí, ¿por qué le iban a preguntar si era de la familia? Luego le dejó un mensaje en el teléfono de su casa.

«Hola, Isabel, soy John Thigpen. Nos conocimos… Bueno, seguro que te acuerdas».

Fue más locuaz de lo que debía, pero quería que supiera que de verdad estaba preocupado por su estado y que no solo buscaba una entrevista. Y era cierto. Su sueño interrumpido había estado plagado de imágenes de ella. Mientras la esperaba en el pasillo del laboratorio. Cuando ella se le acercó por detrás en silencio y le rozó la mano con la suya. Cuando susurró: «Venga conmigo» y él sintió un cosquilleo por todo el cuerpo. Casi le rozó la oreja con los labios. Su aliento era como un sorbete de limón. Luego él la había seguido mientras admiraba sus caderas y observaba cómo iba poniendo un pie exactamente delante de otro, como un indio siguiendo huellas. Entonces había visto unas sombras que se movían y se había parado en seco. Y, en ese instante, se había dado cuenta de lo que iba a suceder y le había gritado para que tuviera cuidado mientras corría hacia ella con los brazos extendidos. Ella se había girado con gesto inquisitivo, pero antes de que pudiera decir nada había salido despedida hacia atrás por el aire desplazado por una mole de calor tan blanca que parecía que se hubiera caído en el sol. Había ido desapareciendo por etapas: primero su espalda curvada y a continuación la cara, los muslos y los brazos. El largo cabello, que había salido disparado hacia delante alrededor de su cabeza, fue lo siguiente y luego las manos y los pies. John se despertó temblando y empapado en sudor, con el corazón a mil. Se encontraba desorientado y le llevó unos segundos darse cuenta de que no estaba en su cama. Amanda, inclinada sobre él, le puso las manos en el pecho y luego la oreja.

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