Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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Cuando por fin llegó el intérprete, Isabel se quitó el oxímetro de pulso que llevaba sujeto a uno de los dedos y soltó una retahíla de signos a dos manos.

El intérprete las observó y luego verbalizó lo que decían.

– ¿Siguen los primates en el árbol? ¿Han comido o bebido algo? Hace demasiado frío para ellos. Son delicados. Son propensos a la neumonía. A la gripe. Una está embarazada. ¿Quién está con ellos?

Los detectives se miraron el uno al otro.

– ¿Puede decirle por favor que necesitamos que responda a unas preguntas? -preguntó el mayor de los dos al intérprete.

– Díganselo ustedes -respondió, haciendo un gesto con la cabeza hacia Isabel.

– Está bien -dijo el detective. Miró a regañadientes hacia Isabel, que parpadeó expectante. Él se aclaró la garganta y prácticamente se puso a gritar, espaciando las palabras y las frases.

– ¿Cuántas… personas… entraron… en el laboratorio… después… de la explosión?

NO SOY SORDA -respondió ella. Y como si se lo pensara dos veces, añadió-: CUATRO, TAL VEZ CINCO.

– ¿Reconoció a alguno? -El policía tenía la frente brillante y observaba sucesivamente a Isabel y al intérprete, sin saber si mirar hacia las manos que creaban las palabras o a la boca que las pronunciaba.

NO. LLEVABAN PASAMONTAÑAS.

– ¿Es cierto que Celia Honeycutt abandonó el laboratorio justo antes de la explosión -preguntó el otro policía.

Sí.

– ¿Actuó de forma extraña?

No.

– ¿Estaba nerviosa? ¿Intranquila?

No. NADA.

– ¿Alguna de las personas que entraron tras la explosión dijo algo?

NO PODÍA OÍR. EXPLOSIÓN.

– ¿No oyó ni vio nada…?

NO PODÍA RESPIRAR. NO PODÍA OÍR.

– El doctor Benton dijo que había un grupo que defendía los derechos de los animales que solía estar delante del laboratorio. ¿Entró alguno de ellos allí aquella noche?

NO LO SÉ. PASAMONTAÑAS. YA SE LO HE DICHO.

– ¿Qué sabe sobre ellos?

CASI NADA. HAY UN TIPO LLAMADO HARRY, LARRY O GARY. MEDIANA EDAD. ALTO. BIEN VESTIDO. Y UN CHICO DE PELO VERDE. HAY UN CHICO TATUADO Y UNOS CUANTOS CON RASTAS Y PONCHOS APESTOSOS. UN PAR DE NIÑOS PIJOS. LA MAYORÍA PARECEN SIMPLEMENTE ESTUDIANTES.

– ¿Alguna vez la amenazaron?

NO. AGITABAN LAS PANCARTAS CUANDO PASÁBAMOS EN COCHE.

– ¿Se identificaban como parte de alguna organización?

NO LO SÉ. NUNCA HABLÉ CON ELLOS.

– ¿Nunca les oyó decir nada sobre la Liga de Liberación de la Tierra?

No.

– ¿Notó algo raro la noche del 1 de enero?

¿APARTE DE QUE ME HICIERAN VOLAR POR LOS AIRES?

El detective se rascó la frente con unos dedos regordetes.

– Antes de eso. ¿Vio o escuchó algo fuera de lo normal?

NO. PERO LOS BONOBOS SÍ. SABÍAN QUE HABÍA ALGUIEN FUERA. OLIERON EL HUMO. PREGÚNTENLES CUANDO BAJEN.

– ¿Cómo? -El detective se detuvo en seco con el bolígrafo presionando el bloc-. No importa -dijo-. Suspiró, se guardó el bloc y el bolígrafo en el bolsillo y se masajeó la sien-. Bueno, gracias por su tiempo -dijo, dirigiéndose a un trozo de pared situado entre Isabel y el intérprete calvo-. Espero que se mejore pronto.

BAJEN A LOS PRIMATES -dijo Isabel-, y HABLEN CON ELLOS.

Miró a los policías enfadada mientras estos le daban las gracias al intérprete y se iban. Sabía que no tenían intención de hablar con ellos, aunque estaba claro que sabían más que nadie. Era consciente de que pensaban que estaba loca. Se había topado con aquella reacción más veces de las que recordaba, pero nunca le había hecho sentirse tan desesperada.

* * *

Una enfermera le trajo la cena a Isabel, que consistía en una dieta líquida. Zumo de algo y un termo marrón de plástico lleno de caldo limpio con unos copos verdes y duros en la superficie. Beulah, la enfermera, se volvió hacia Isabel.

– Tienes mucho mejor aspecto. ¿Lista para cenar? Sé que no parece mucho, pero tus médicos quieren que nos lo tomemos con calma. ¿Te apetece ver un poco la tele?

Beulah levantó la vista de la cama de Isabel y encendió la televisión. Se sentó a su lado, bajó la barandilla y le acercó el zumo.

– No intentes incorporarte, yo te lo acerco -le dijo, llevando la pajita hacia los labios de Isabel.

Isabel bebió por ella un poco de zumo de manzana. Era casi dolorosamente dulce. Sentía la lengua hinchada y torpe y de repente notó los puntos que tenía en uno de los laterales, que asomaban como si fueran las rígidas púas de una oruga. Tuvo que intentarlo un par de veces antes de persuadir al líquido para que bajara por la garganta.

– ¿Estás bien? -preguntó Beulah, mirando de nuevo un momento a Isabel. Esta asintió débilmente.

– No soporto más las noticias -dijo Beulah, y estiró el brazo para coger el mando a distancia-. Todo es deprimente. La economía, lo de esa gripe, la guerra…

Isabel le tocó la mano a Beulah para que lo dejara. La imagen acababa de cambiar y ahora se veía el aparcamiento del Laboratorio de Lenguaje, donde había una reportera bajo el granizo.

Llevaba un chubasquero amarillo con capucha y tenía los hombros encorvados para protegerse del frío. La gente se amontonaba alrededor de los lados del aparcamiento tras barricadas pintadas de colores brillantes.

«… Continuamos con el drama ocurrido en el Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates de la Universidad de Kansas. Se le recuerda al público que aunque estos monos tienen fama de ser pacíficos, siguen siendo animales salvajes mucho más fuertes que los humanos adultos y son capaces de causar heridas de gravedad e incluso de desmembrar…».

Isabel abrió los ojos de par en par.

La cámara recorrió la copa del árbol, donde los bonobos permanecían sentados, abatidos y empapados, apiñados alrededor del tronco, buscando protección contra el viento.

«Muchos grupos se han reunido con el fin de salvar a los animales en peligro, que llevan subidos a la copa de un árbol desde que una explosión destruyó el edificio que los albergaba e hirió de gravedad a una de las científicas. Menos de veinticuatro horas después, alguien entró en la casa del decano de la universidad y la destrozó. El grupo extremista defensor de los derechos de los animales Liga de Liberación de la Tierra se ha atribuido la autoría de los ataques por medio de un vídeo que han colgado en Internet, aunque las autoridades aún tienen que… ¡Dios mío!».

Se oyó un estallido y la cámara se giró hacia un hombre que llevaba un arma al hombro y luego hacia la copa del árbol. Al principio no sucedió nada. Luego uno de los bonobos comenzó a balancearse. Entre chillidos y lamentos, los otros le quitaron el dardo tranquilizante del muslo y lo lanzaron al suelo, pero ya era demasiado tarde. El bonobo al que habían alcanzado -¿era Sam o Mbongo?, estaba demasiado oscuro y se encontraban demasiado lejos para que Isabel lo supiera- se desplomó y se cayó del anillo de peludos brazos negros que intentaban mantenerlo erguido. Otro estallido, otro bonobo. Ese pareció romperse en dos a media caída y ambas partes se precipitaron girando y dando tumbos a través de las ramas del árbol. Una de ellas aterrizó en el centro de una lona redonda que los bomberos sujetaban por los extremos. La otra parte -Isabel se dio cuenta de que se trataba de Lola- chocó contra la estructura y rebotó en el aire. La multitud ahogó un grito y el equipo de las noticias se abalanzó hacia delante, como los bomberos, con los brazos extendidos.

Isabel dejó escapar un grito ahogado e intentó levantarse. Tropezó con el zumo que la enfermera tenía en la mano y lo derramó por encima de ambas. El termo marrón aislante se deslizó a través de un charco de condensación como si lo empujara una mano invisible, mientras el caldo se agitaba de un lado a otro.

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