Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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John abrió el grifo y esperó a que el agua saliera caliente. Aunque estaba cansado, quería que Amanda se encontrara la cocina limpia cuando se levantase a la mañana siguiente.

4

Isabel iba a la deriva, entrando y saliendo de un tornado. No estaba durmiendo, porque se enteraba de lo que pasaba. Oía hablar a la gente, aunque no entendía lo que decían, solo escuchaba zumbidos mientras iba disparada de túnel en túnel, este naranja, este azul, este verde. Las manos le manipulaban el cuerpo y la cara y, de vez en cuando, la molestaban pinchándola. Pero no se le ocurrió ni reaccionar ni moverse, lo cual estaba bien porque no era una posibilidad. Finalmente, los colores y el ruido dieron paso a un insustancial y bendito negro.

Un agudo pitido y un resuello intermitente perturbaron su descanso, provocándola y aguijoneándola para que saliera de las profundidades. Intentó ignorarlos como si fueran una mosca, pero, como una mosca, eran insistentes. Finalmente, salió a la superficie.

Parpadeó varias veces y se encontró mirando un falso techo de planchas cuadradas. La hinchazón de su propia cara le impedía tener visión periférica.

– Mira quién se ha despertado.

La cara de Peter apareció sobre ella, sonriendo. Tenía unas oscuras ojeras y barba de tres días.

– Las enfermeras dijeron que estabas volviendo en sí. -Acercó una silla y se sentó a su lado, extendiendo la mano entre los barrotes de la cama. Ella la notó cálida y familiar: le faltaban las dos primeras falanges del dedo índice de la mano izquierda, que un chimpancé le había arrancado de un mordisco cuando estaba haciendo la tesis en un centro para primates de Rockwell, en Oklahoma. Intentó apretar los dedos alrededor de los suyos, pero estaba demasiado débil. Él acercó la otra mano para sujetar la suya.

Isabel murmuró, pero su boca no cooperaba. La lengua se movía, pero los dientes no.

– Tienes la mandíbula sujeta con alambres, no intentes hablar.

Ella levantó una mano y se la encontró adornada con una pinza de dedo y tirabuzones de tubos intravenosos. Se soltó la otra mano que Peter le agarraba y se palpó la cara con cuidado. Sus dedos se toparon con un laberinto de yeso, gasa y esparadrapo, los sensibles bultos del labio hinchado y los alambres que entrecruzaban los brackets que le habían pegado en los dientes que le quedaban. Volvió la vista hacia Peter. ¿QUÉ HA PASADO?, le preguntó por señas.

– Tienes la mandíbula rota y una conmoción cerebral. Tuvieron que volver a inflarte un pulmón, así que tienes un tubo en el pecho y la nariz…

NO A MÍ, A LOS MONOS.

Sus gestos eran entrecortados y torpes. Intentaba con poca destreza decir palabras para las que normalmente había que usar las dos manos, e improvisaba otras.

– Ah -dijo él.

¿PETER?

– Están… bien. -Los extremos de sus labios se curvaron hacia arriba en un amago de sonrisa, pero los ojos le delataron.

Un grito se escapó de la boca alambrada de Isabel.

¿HERIDOS?

– No. No creo. Pero no estamos seguros. Aún siguen subidos a un árbol del aparcamiento. No quieren bajar.

¿TODOS?

– Sí. -Le acarició la mano y le habló sosegadamente-: Todo el mundo está movilizado. Han ido los bomberos, la Sociedad Humane y la Protectora de Animales. Yo he estado yendo y viniendo.

Isabel miró al techo y luego hacia la ventana. El aguanieve tamborileaba en el cristal: gruesas gotitas que casi eran granizo y que cubrían el oscuro vidrio. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Todo saldrá bien. Te lo prometo -le dijo. Respiró hondo entrecortadamente y apoyó la frente en la barandilla de la cama-. Gracias a Dios que te has despertado. Estaba aterrorizado…

LLÉVAME ALLÍ. POR FAVOR. HACE DEMASIADO FRÍO. MORIRÁN.

El pitido del monitor cardiaco se aceleró.

– Isabel, no puedo.

MAKENA ESTÁ EMBARAZADA.

– Lo sé y te prometo que me aseguraré de que estén bien.

¿QUIÉN LO HA HECHO? ¿POR QUÉ?

– Extremistas. Los muy cabrones dicen que han «liberado» a los monos. Espera a ver el comunicado en vídeo, es muy Al Qaeda. Está en Internet. -Apretaba y relajaba la mandíbula con los ojos fijos en algún punto más allá de la pared. De pronto pareció darse cuenta de que ella lo estaba mirando y suavizó el gesto-. Lo siento -dijo-, es solo que… -Bajó la vista y se quedó en silencio. Tras unos instantes, se dio cuenta de que sus hombros subían y bajaban. Estaba llorando.

Al rato se recompuso y se secó los ojos con el dorso de las manos.

– Cuando estés preparada, la policía quiere hablar contigo.

Ella parpadeó deliberadamente para indicar que estaba conforme.

– Hay algo más que deberías saber: se han llevado a Celia para interrogarla.

Isabel abrió los ojos como platos.

¿NUESTRA CELIA? ¿DETENIDA?

– No. No exactamente. Pero se la han llevado como «persona de interés». Parece ser que tiene antecedentes de activismo relacionado con los animales. Me gustaría poder decir que me sorprende.

Isabel hizo un recorrido mental por el tiempo que Celia había pasado en el laboratorio. Aunque compartía la preocupación de Peter por el lenguaje, nunca había dudado de la devoción de Celia hacia los bonobos.

NO. ESTÁN EQUIVOCADOS. NO ME LO PUEDO CREER.

Peter la miró con tristeza. Isabel cerró los ojos, dejando que las lágrimas rodasen por sus mejillas.

Entre ellos se hizo el silencio, solo interrumpido por el granizo y lo que este implicaba para los primates que estaban en el árbol. Cuando volvió a abrir los ojos, Peter la estaba mirando. Ella suspiró y se pasó una mano por el pelo.

QUIERO VERME.

Él asintió, a regañadientes.

– ¿Estás segura?

Sí.

Buscó por toda la habitación, en el baño y luego salió al pasillo. Al cabo de unos minutos, volvió con un espejo de mano. Se quedó de pie al lado de la cama, apretando el lado que reflejaba contra el jersey.

– Está todo muy fresco; lo sabes, ¿verdad? Tienes al mejor cirujano plástico de la ciudad. Todo irá bien. Te recuperarás.

Isabel tenía la mirada fija mientras esperaba.

Peter se aclaró la garganta y puso el espejo sobre ella. Inclinó la brillante superficie hasta que en ella apareció una cara.

Isabel no se reconocía. Tenía el cuero cabelludo y las mejillas llenos de gasas. Su nariz estaba achatada y aplastada y lucía un ridículo pañal pegado flojo bajo el tubo del oxígeno para recoger los sanguinolentos residuos.

Tenía la cara amoratada y azul, con manchitas de color rojo púrpura. Los ojos eran dos rendijas que asomaban entre hinchadas almohadillas de carne y el blanco de uno de ellos estaba escarlata. Unos dedos temblorosos aparecieron al lado de la cara. Aquellos sí que eran suyos, sin duda. El espejo desapareció.

Isabel se tomó su tiempo para asimilar lo que había visto. Luego miró a Peter en busca de consuelo, pero él seguía apretando y relajando la mandíbula.

¿Y EL PELO? ¿NO TENGO?

– Por ahora no. Tienes cincuenta y pico puntos en el cuero cabelludo.

¿Y LOS DIENTES?

– Perdiste cinco, me parece. Puedes ponerte implantes. Y los puntos te quedarán todos ocultos bajo el pelo. Cuando te vuelva a crecer, nadie lo notará. La verdad es que podía haber sido mucho peor. Podías haberte quemado.

Se oyó el tictac del reloj mientras el granizo seguía cayendo con fuerza.

¿HAS LLAMADO A MI MADRE?

– Sí.

¿Y?

Peter hizo una pausa y le cogió la mano. Se llevó la yema de sus dedos a los labios.

– Cariño, lo siento muchísimo. De verdad.

* * *

La policía se pasó por allí aquella tarde. Eran dos detectives de paisano que vestían sendas chaquetas entalladas y empapadas. Se quedaron a cierta distancia de la cama mientras esperaban al intérprete de la lengua de signos y estaba claro que se sentían incómodos. Isabel recordó lo que había visto en el espejo y entendió su reticencia.

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