Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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John se percató de que ella había dejado de hablar. Tenía los ojos clavados en los suyos, buscando una reacción.

– No quieres que lo haga -dijo finalmente. Luchó por articular una respuesta, intentando darle a su mente el tiempo suficiente de elaboración para sopesar a todo correr las implicaciones.

– Yo no he dicho eso. Me ha cogido por sorpresa, eso es todo.

Ella esperó a que continuara.

– ¿Y qué pasa con Receta del desastre?

La han rechazado ciento veintinueve agentes.

– Lo que han rechazado es que les envíes el libro, ¿no? En realidad nadie se lo ha leído.

– ¿Qué más da? Al parecer nadie pretende hacerlo.

– ¿Por qué quieres involucrarte en esa serie?

– Quiero escribir y es una forma de hacerlo.

– Libros, quieres escribir libros.

– Y me han rechazado todos y cada uno de los agentes literarios. Se acabó.

Él se levantó bruscamente y empezó a caminar de un lado a otro. ¿Y si tenía razón? Odiaba darse por vencido, pero llegaba un momento en que la insistencia se convertía en masoquismo.

– Vamos a planteárnoslo. ¿Qué haría yo en Los Angeles? -dijo-. No hay ningún periódico que ofrezca un puesto. Nunca encontraría otro trabajo. Tengo suerte de conservar todavía este.

– Bueno, ese es el quid de la cuestión. -Hizo una pausa tan larga que él se dio cuenta de que no le iba a gustar lo que venía después-. Por ahora no tendrías que venir. Ya sabes, hasta que sepamos seguro que van a continuar con la serie.

Los labios de John se movieron durante tres segundos antes de que consiguiera articular palabra.

– ¿Quieres mudarte a Los Angeles sin mí?

– No, no -dijo con vehemencia-. Claro que no.

Nos veríamos los fines de semana.

– ¿Atravesando el país? -Podríamos turnarnos.

– ¿Y cómo nos pagaríamos todos esos vuelos? ¿Y el alquiler? Tendrías que tener un apartamento. Y un coche. -El tono de voz de John fue en aumento a medida que iba echando cuentas.

– Podríamos echar mano de nuestros ahorros… El sacudió la cabeza.

– No, de eso nada. ¿Y qué sucede si la NBC decide seguir adelante con la serie? ¿Continuamos viviendo separados?

– Entonces te vienes conmigo. Si la cogen ganaré lo suficiente para que podamos vivir los dos sin que tengas que trabajar.

– ¿Cuánto te dan de anticipo? Amanda bajó la vista.

– ¿No hay anticipo?

– Es tan caro producir las series que no tienen presupuesto.

– ¿Me estás tomando el pelo?

– La culpa es de los realities. No cuesta casi nada producirlos en comparación con los casi tres millones por capítulo que cuestan las series. Antes Networks producía una docena de series dramáticas y de comedias con la esperanza de que una tuviera éxito. Ahora producen un par de ellas y rellenan el resto de la franja horaria con estúpidos programas sobre personas estúpidas que fingen intentar buscar el amor verdadero practicando sexo en un jacuzzi con una persona diferente cada noche mientras las cámaras lo graban todo. Sé que deberían pagarme, pero si lo rechazo hay miles de escritores que se mueren por tener esta oportunidad.

John alzó las manos que luego aterrizaron con un manotazo sobre sus muslos. Tenía la esperanza de que aquello fuera una especie de alucinación, que su esposa no le estuviera sugiriendo que vivieran en extremos opuestos del país para que ella pudiera seguir una quimera hollywoodiense que, hasta donde él sabía, venía pegada a un spam. Aquellos foros para escritores estaban llenos de personas desesperadas, algunas de ellas malintencionadas, y Amanda era especialmente vulnerable. Se preguntaba si le habría pagado algo a ese tal Sean. No había nada, absolutamente nada en aquella historia que oliera bien.

El móvil de John sonó, perforando un silencio que hacía tiempo que se había vuelto incómodo.

Contestó Amanda.

– ¿Sí? -Al cabo de un momento se lo pasó a John-. Es tu editora.

John se pasó una mano por la cara y la extendió para coger el teléfono.

– Hola, Elizabeth. No, está bien. Sí, de verdad. -Abrió unos ojos como platos-. ¿Qué? ¿Me tomas el pelo? Dios mío. ¿Y qué ha pasado con…? ¿Se pondrá bien? Ajá. Claro. Vale. -Colgó y a continuación cerró los ojos. Luego se volvió hacia Amanda-. Tengo que volver a Kansas City.

– ¿Qué ha pasado?

– Han volado por los aires el Laboratorio de Lenguaje. Ella se llevó una mano a la boca.

– ¿El sitio de hoy? ¿El de los bonobos?

– Sí.

– Dios mío. ¿Quién puede haber hecho algo así?

– No lo sé.

– ¿Los primates están bien?

– No lo sé -dijo John-. Pero la científica a la que entrevisté está herida grave.

Amanda le puso una mano sobre el brazo.

– Lo siento mucho.

John asintió como si la oyera desde lejos. Le vinieron a la cabeza imágenes de la visita de ese mismo día, como el momento en el que seguía a Isabel hacia la zona de observación mientras se fijaba en cómo se le movía el pelo al caminar. O cuando observó embelesado cómo los bonobos sacaban bruscamente las «sorpresas» de las mochilas, ansiosos como niños vaciando los calcetines de Navidad. Sentado en el despacho de Isabel, viendo cómo ella dirigía miradas nerviosas alternativamente a él y a la grabadora, y registrando su propio anhelo físico con una horrible punzada de culpabilidad. Mbongo y su máscara de gorila. Bonzi besuqueando el cristal. Aquel dulce y travieso bebé de ojos irresistibles. Ahora Isabel estaba en estado grave y, aunque Elizabeth no sabía qué les había ocurrido a los primates, a John se le pasaban por la cabeza todo tipo de barbaridades…

– No podemos hacerlo -dijo de repente-. Es imposible. Por favor, dime que eres consciente de que eso no va a pasar.

Amanda se quedó mirando a John hasta que a este no le quedó más remedio que bajar la vista. A continuación, pasó caminando a su lado y desapareció escaleras arriba. Segundos después, oyó el clic del pestillo del dormitorio.

«Soy un maldito sinvergüenza», pensó John, desplomándose en el suelo al lado de la mesita de centro.

Cogió una ostra y observó cómo temblaba en su concha. Miró con pena el caviar de osetra, que sabía que debía guardar en la nevera porque tenía una ligera idea de lo que había costado. Se imaginó a Amanda arriba saltando dentro de la cama y cubriéndose con las mantas hasta las orejas; sabía que tenía que ir junto a ella. En lugar de eso, cogió la botella abierta por el cuello y, alternativamente, le fue dando tragos y poniéndola sobre el muslo, que pronto estuvo salpicado de círculos húmedos.

Lo de la serie parecía demasiada casualidad para ser real, pero ¿y si lo era? Su propia carrera había sido una casualidad: él pretendía seguir los pasos de su padre y ser abogado hasta que consiguió aquella beca en el New York Gazette. Tenía veintiún años y el ambiente a su alrededor le parecía embriagador: todos los que le rodeaban eran tan inteligentes, sofisticados y hasta tal punto estrafalarios, sin pudor alguno, que quiso seguir formando parte de aquello. Todo lo que tenía que hacer era hablar con personajes influyentes, preguntarles lo que quisiera y luego cobrar por escribir. ¿Cómo que cobrar por escribir? Nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera llegar hasta aquel punto. Además, cada día el trabajo era diferente y conocía a alguien nuevo, se enteraba de otra historia y tenía otra oportunidad de entretener a la gente o de exponer algo que precisaba salir a la luz. «El cometido de un periódico es confortar a los afligidos y afligir a los que viven en una situación confortable». Ese era uno de los proverbios que a su jefe le gustaba citar. Estaba claro que los propios periódicos estaban ahora entre los afligidos. Pero ¿quién era él para negarle a nadie una oportunidad inesperada?

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