Confirmar si lo de la serie era verdad sería facilísimo, tendría que haber una carta con una oferta o un contrato, pero luego, ¿qué? Todo el mundo sabía que las relaciones a distancia acababan por romperse. John llevaba casi media vida con Amanda y, en muchos aspectos, esta giraba en torno a ella. La idea de perderla le aterrorizaba. Imaginársela rodeada de machos depredadores le aterraba aún más. Era una mujer guapa y, en aquel momento, vulnerable como pocas.
John cogió la cucharilla del plato de caviar y la examinó. Era de madreperla. Amanda debía de haberla comprado para la ocasión. La hundió en el brillante montículo de caviar y se metió un poco en la boca. No parecía correcto limitarse a tragar algo tan caro y tan escaso, así que lo mantuvo en la boca un momento y luego hizo reventar las huevas contra la lengua y el paladar. El resultado fue tan exquisito que se dio cuenta de que debía de estar haciéndolo bien. Cogió otra cucharadita. Y otra más.
No podían tardar mucho en producir cuatro capítulos. Podría estar de vuelta en casa sana y salva en seis meses. Aunque tampoco quería que le fuera mal, se merecía el éxito más que nadie en el mundo.
Después de licenciarse con matrícula de honor gracias a una tesis intuitiva sobre las consecuencias sociológicas de la revolución industrial en la obra de Elizabeth Gaskell, Amanda se había pasado la mayoría del tiempo entre la graduación y la mudanza a Filadelfia redactando un catálogo para un proveedor de artículos de deporte al aire libre por Internet. Dedicaba ocho horas al día a encontrar formas nuevas y originales de describir botas de pelo canadienses y parkas para todo tipo de clima («parecidas a las Ugg con un toque de Piperlime. ¡Garantizamos que no son de piel de gato!»). Bromeaba diciendo que su situación podía ser peor: su mejor amiga, Gisele, número uno de su promoción, trabajaba pintando fachadas de casas y se acababa de casar con un tipo que enseñaba curación por medio del sonido a un grupo de crudívoros. Pero John sabía que solo se estaba haciendo la valiente. En su tiempo libre trabajaba en su primera novela, aunque era demasiado tímida como para enseñársela antes de acabarla.
Cuando finalmente se la dejó, John la hojeó con creciente desazón. Esperaba de todo corazón estar equivocado -después de todo, sus placeres ocultos incluían a Dan Brown y Michael Crichton-, pero aun así no podía quitarse de la cabeza la sensación de que a la novela le faltaba ese algo fundamental. La prosa era maravillosa, pulida y fluida, pero llegabas al final y no había pasado absolutamente nada. No había ni accidentes de coche, ni asesinatos, ni hermandades secretas, ni plagas internacionales. Era psicológico y literario, y aunque John entendía que había gente a la que le gustaban aquellos libros, él no era uno de ellos, lo cual era realmente mala suerte teniendo en cuenta que su mujer solo había escrito uno y quería que le diera su opinión. Cuando se hizo demasiado evidente, lo resolvió soltando una sarta de mentiras entre dientes.
Mientras el manuscrito peregrinaba por las editoriales de Nueva York, Amanda -su estable, fuerte e invencible Amanda- comenzó a hundirse. Empezó a tener insomnio. Se mordía las cutículas hasta que le sangraban. Cocinaba platos cada vez más complicados y no comía prácticamente nada. Sufría dolores de cabeza y, por primera vez en la vida, se quejaba de su trabajo: «¿Qué tiene de malo "pelo de mofeta"? ¿No querían que fuera radical? Pues ahí lo tienen. ¿Cómo iba a saber yo que de verdad era mofeta? Y si en realidad lo era, ¿por qué tanto secretismo?».
Pasaron cuatro meses y medio. Poco a poco fueron llegando un puñado de respuestas negativas, seguidas de un silencio sepulcral. Pero entonces, el día que Amanda cumplía treinta y cinco años, su agente la llamó. Una editorial había hecho una oferta por Las guerras del r í o y el segundo libro de Amanda, que aún no había escrito. Fue un modesto paso adelante para Amanda, pero, al menos, le permitió dejar la redacción de textos publicitarios. ¡A la mierda la piel de gato chino! Salvo por el hecho de que le hacían publicar bajo seudónimo, John nunca había visto a Amanda tan feliz. «Nadie compraría una novela escrita por Amanda Thigpen -le había dicho su editor-. Amanda LaRue, sin embargo…». La noche en que se publicó el libro fue la primera vez que el caviar de osetra hizo acto de presencia en su hogar y durante esa noche única todo parecía posible: que entrara en la lista de los más vendidos, que lo publicaran en el extranjero, que lo compraran para hacer una película. John nunca había estado tan feliz de haberse equivocado.
Si la época precedente a la publicación de Las guerras del r í o se había caracterizado por una emoción y una ansiedad febriles, las semanas posteriores habían sido devastadoras.
No hubo fiesta de presentación. Mirando hacia atrás, John se dio cuenta de que probablemente se suponía que tenía que haber sido él el que organizara una. No había reseñas porque lo publicaron en rústica en lugar de en tapa dura, un punto en contra que John y Amanda no entendían pero que creían que alguien debería haberles explicado. Su gira consistió en tres firmas de libros en la ciudad.
John llevó a Amanda a la primera porque tenía demasiado miedo de que le pasara algo si conducía ella; cuando separó el brazo de la palanca de cambios para agarrarle la mano, Amanda le agarró tan fuerte que le dejó las marcas de las uñas en la palma. Hizo unas cuantas respiraciones profundas en el aparcamiento antes de entrar y las manos le temblaban tanto que dudaba si sería capaz de escribir su nombre.
En la librería había una mesita con un semicírculo de sillas plegables delante. Los libros de Amanda estaban amontonados al lado de un par de rotuladores, un plato de galletas de chocolate y una botella de agua. Amanda ocupó su lugar detrás de la mesa y esperó.
Cuando se acercaba la hora señalada, un hombre se dirigió tranquilamente hacia el centro del semicírculo y se sentó en una silla. John, que merodeaba por allí cerca, vio cómo Amanda primero empalidecía, luego se ponía roja como un tomate y finalmente sonreía y se armaba de valor para decir algo. Justo cuando estaba cogiendo aliento, el hombre estiró las piernas, cruzó los brazos y cerró los ojos. En cuestión de segundos estaba roncando. El color abandonó las mejillas de Amanda y John a duras penas fue capaz de reprimir el impulso de acercarse a él y tirarle el café caliente en el regazo.
El coordinador de eventos de la librería se pasó el resto de la hora pescando valerosamente clientes y arrastrándolos a la mesa de Amanda. Atrapados, cogían el libro y fingían leer la cubierta, murmuraban y la miraban incómodos hasta que conseguían romper el contacto visual y se alejaban. Cuando pasó la hora, las galletas de chocolate habían desaparecido y los libros seguían allí. Amanda estaba del color de la tiza.
Insistió en ir ella sola a las otras dos firmas de libros. «Ah, bien», le dijo alegremente a John cuando este le preguntó cómo había ido la segunda. La sonrisa permaneció en su cara un par de segundos antes de transformarse en sollozos desesperados. Después de la tercera firma, se comportó de forma más pragmática. «Estoy jodida», declaró con calma, llenando un vaso con vodka y naranja a partes iguales.
Pasaban los meses y se vendieron un par de ediciones en el extranjero. El libro ocupó fugazmente el número dos de la lista de los más vendidos en Taiwán, lo que habría sido divertido si hubiera aparecido al menos en una de las listas de Estados Unidos. Y entonces, de la noche a la mañana, tanto la editorial como su agente desaparecieron. Aunque, por supuesto, no fue culpa suya, se obsesionó pensando qué podía haber hecho de forma diferente. Si hubiera publicado con el apellido Thigpen en lugar de LaRue, su parcela en las estanterías habría estado en una zona situada entre William Makepeace Thackery y Paul Theroux, cerca de Dylan Thomas, y en las comunidades de escritores en Internet muchos especulaban que Joshua Ferris vendía tanto porque estaba cerca de Jonathan Safran Foer. Podría haberse lanzado a hacer una gira, GPS en ristre, para firmar todas y cada una de las copias de su novela de la Costa Este. Podía haber diseñado una página web interactiva, hacer concursos, crear un blog. John la observaba impotente mientras se volvía histérica. Pero la autoflagelación se fue tan repentinamente como había llegado. Llamó a su antiguo jefe, la readmitieron en su cubículo y volvió al trabajo de exaltar las virtudes del GoreTex, que al final acabó convirtiéndose en su tabla de salvación financiera, ya que al poco tiempo John perdió su trabajo.
Читать дальше