Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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Desgraciadamente, ese alguien siempre eran sus padres. Su proximidad fue algo que a él se le había olvidado tener en cuenta cuando había considerado la mudanza, un descuido que él y Amanda pagaron caro.

Durante casi un año desde la mudanza, Patricia y Paul Thigpen intentaron persuadir a John y Amanda para que se unieran a su iglesia. Si se hubiera tratado de otras personas, tal vez John lo hubiera considerado por el simple hecho de que los obligaría a conocer gente, pero la idea de que sus padres formaran parte, aunque fuera en la periferia, de cualquier círculo social que él y Amanda consiguieran crear era impensable. Los ancianos Thigpen aparentemente habían renunciado, pero últimamente aparecían de forma inexplicable todos los domingos al mediodía para reproducir el sermón y hablar largo y tendido sobre lo maravillosos y adorables que eran los niños de la guardería.

Las miradas de profunda tristeza y los silencios estáticos provocaban que John tuviera ganas de hacerse una bola y llorar. Amanda los toleraba con una cortesía distante. John sabía que era por resignación o por frialdad, y no le importaba. Es más, hasta se lo agradecía, ya que la forma que tenía de resolver los conflictos la familia de ella se acercaba más al lanzamiento de vajilla.

Las miradas acusatorias que Patricia dirigía con los labios apretados se fueron haciendo más descaradas en relación perfecta y directamente proporcional al declive de la casa. Domingo tras domingo, John observaba cómo Patricia disparaba fulminantes rayos de culpa en dirección a Amanda. John sabía que debería actuar para proteger a su destrozada mujer, pero, tal y como funcionaba su familia, era imposible intentar hacer cambiar de opinión a su madre sobre quién tenía la culpa de que aquello se estuviera convirtiendo en una pocilga o de la ausencia de bebés sin arriesgarse a provocar un enfado maternal épico. Y si los machos Thigpen tenían algo en común, era una firme determinación por no hacer enfadar a mamá. Los hermanos de John, Luke y Matthew, no sabían la suerte que tenían de vivir en otros continentes. O tal vez sí.

Con la sangre helada y una mano en el pomo de la puerta, John olfateó de nuevo. Además del Pine Sol identificó velas perfumadas, ternera a la brasa y el intenso olor de la espuma de baño de granada. Se armó de valor, entró en casa y cerró la puerta tras él.

Amanda estaba inclinada sobre la mesita de centro de la sala, colocando ostras abiertas en una cama de hielo picado. A un lado había dos botellas de Perrier Jouët y unas copas de cristal, junto con una diminuta y perfecta montañita de caviar de osetra que se erguía en el centro de un platito de porcelana de la vajilla de la boda. Amanda estaba descalza sobre los surcos frescos de la aspiradora y llevaba puesto el camisón de seda que John le había regalado por Navidad. Había sido un regalo esperanzado y desesperado, un torpe intento de asumir su resistencia cada vez mayor a abandonar la cama. Por lo que John sabía, aquella era la primera vez que se lo ponía. De pronto se sintió mareado. La última vez que había llegado a casa y se había topado con aquella escena acababa de vender Las guerras del r í o. ¿Habría encontrado otro agente? ¿Le habría comprado alguien su segundo libro, Receta del desastre?

Caray -dijo. Ella se giró, radiante. -No te he oído entrar.

Cogió una botella y fue hacia él. Llevaba el cabello, una mata de rebeldes espirales de un tono que él denominaba «dorado Botticelli» y ella «naranja Ronald McDonald», recogido en un moño despeinado en la nuca. Se había puesto brillo de labios. Se había pintado las uñas de los pies de un color opalescente que hacía juego con la seda rosa. Algo le brillaba sobre los párpados.

– Estás impresionante -le dijo.

– Hay buey Wellington en el horno -respondió ella, dándole un beso y tendiéndole la botella de champán.

Mientras John manipulaba el cierre metálico, varias diminutas motitas plateadas cayeron sobre la alfombra.

Hizo una bola con el resto de la envoltura del corcho en la palma de la mano y retiró el armazón de alambre.

– ¿Qué tal?

Ella sonrió coqueta.

– Tú primero: ¿qué tal el viaje?

Una oleada de alegría sustituyó en ese momento a la aprensión. Metió la fría botella bajo el brazo y sacó el móvil del bolsillo.

– La verdad -dijo, toqueteando la pantalla- es que ha sido muy emocionante. -Le tendió triunfante la foto-. ¡Tachán!

Amanda entrecerró los ojos. Se inclinó para acercarse más y ladeó la cabeza.

– ¿Qué es eso?

– Espera -dijo, volviendo a coger el teléfono. Acercó la imagen de un desconocido de carne y hueso leyendo Las guerras del r í o-. Mira.

Cuando Amanda se dio cuenta de lo que estaba viendo, le robó el teléfono.

– ¡Un avistamiento en la jungla! -John abrió el champán y miró a Amanda con una sonrisa expectante.

Ella sujetaba el teléfono con ambas manos y miraba la pantalla sin un ápice de alegría. La sonrisa de John se esfumó.

– ¿Estás bien?

Se sorbió la nariz, se secó la esquina de un ojo y asintió.

– Sí. Sí -dijo con voz tensa-. En realidad, tengo algo que contarte. Ven, siéntate.

John la siguió hasta el sofá, donde ella se sentó con la espalda recta y las manos entrelazadas. Los ojos de él iban nerviosos del perfil de ella a todo lo que había diseminado. Sin duda alguna, aquello era una cena de celebración, pero ella parecía al borde de las lágrimas. ¿Estaría embarazada? No era muy probable, dado que había dos copas para el champán. Intentó ignorar la acidez metálica del miedo que le brotó en el fondo de la garganta y se inclinó hacia delante para servir el champán. Dejó las gafas sobre la mesa y la cogió de la mano, entrelazando los dedos con los suyos. Ella tenía las yemas frías y la palma húmeda, y miraba fijamente el borde de la mesa.

– Cariño, ¿qué pasa? -le preguntó.

– He encontrado trabajo -dijo con voz queda. John se estremeció. No pudo evitarlo. Obligó a sus gestos a relajarse y respiró profundamente, armándose de valor. No sabía si fingir que estaba contento por lo del trabajo o intentar disuadirla. Lo único que ella había querido hacer siempre era escribir novelas y sabía que hacía poco que había acabado Receta del desastre.

Estaba claro que aquel era el peor momento para rendirse. Aunque, bien pensado, tal vez una razón para levantarse por las mañanas le vendría bien. Tener contacto con el mundo exterior, una oportunidad de hacer nuevos amigos, dejar de recibir palos en forma de cartas de rechazo…

Amanda parpadeó, esperando una reacción.

– ¿Dónde? ¿De qué? -dijo finalmente. -Bueno, eso es lo complicado. -Volvió a consultar el portátil-. Es en Los Angeles.

– ¿Que es dónde? -preguntó John, creyendo que había oído mal.

Ella se giró para mirarlo a los ojos y le agarró las manos con inusitada fuerza.

– Te parecerá una locura. Lo sé. Y sé que al principio vas a querer decir que no, así que por favor no me respondas aún. Tal vez sea mejor que lo consultes con la almohada. ¿Vale?

John hizo una pausa que duró varios latidos.

– Vale.

Ella volvió a levantar la vista y lo miró a los ojos muy seria. Respiró hondo.

– Sean y yo hemos escrito un preguión para un programa y ha tenido una reunión de presentación con la NBC la semana pasada. Hoy nos han dado luz verde. Van a producir cuatro capítulos y luego ya se verá.

La habitación empezó a darle vueltas. El techo giraba como el agua del inodoro. John clavó los talones en la alfombra para recordarse que estaba anclado. ¿Quién era ese tal Sean? ¿Y qué era un preguión?

Amanda se explicó: le dijo que había entrado en contacto con una persona en un foro de escritores. Se llamaba Sean y se habían estado escribiendo durante semanas. John no tenía por qué preocuparse, estaba al tanto de los peligros de los foros y había creado una cuenta de Hotmail con un nombre falso. Solo habían intercambiado información real después de que ella se asegurase de que él era de fiar. Sean había trabajado con las principales redes durante años poniendo en contacto a escritores con diferentes proyectos televisivos. En esta ocasión el proyecto era suyo y quería a Amanda a bordo: había leído Las guerras del r í o y era un gran admirador suyo; le parecía vergonzoso que no hubiera obtenido el reconocimiento que se merecía porque, de haber sido así, habría conseguido inmediatamente otra editorial en cuanto se había quedado libre. Ella tenía el tono perfecto para aquel proyecto, relacionado con mujeres solteras de cuarenta y tantos que estaban deseosas de acostarse con alguien; seguramente conseguiría un montón de audiencia. Por lo visto, la generación nacida durante el baby boom prefería imaginarse con cuarenta que con sesenta. Habían hecho el preguión entre los dos -una descripción de cinco páginas del proyecto-, y Amanda podría sacarse quince mil por capítulo si la NBC decidía seguir adelante tras los cuatro episodios iniciales. No le había comentado nada a John antes porque no quería que se hiciera ilusiones.

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