Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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Isabel trató de coger aire y el dolor que sintió fue como si le clavaran mil cuchillos. Sollozó dentro de la mascarilla.

La cara de un hombre apareció de pronto.

– Vas a notar algo frío sobre la piel. Tenemos que clavarte una aguja para ayudarte a respirar.

Un helado toque de antiséptico y una larga aguja apareció sobre ella y se clavó en su pecho. El dolor fue atroz, pero lo acompañó un alivio instantáneo. El aire entró a través de la aguja y el pulmón se volvió a hinchar. Ya podía respirar de nuevo. Jadeó e inhaló tan fuerte que la máscara se le pegó, aplastada sobre la cara. La arañó, pero la mano que la sujetaba permaneció firme e Isabel descubrió que la mascarilla, incluso aplastada contra su cara como estaba, le dispensaba oxígeno. Apestaba a PVC, como las cortinas baratas de ducha y el tipo de juguetes para la bañera que evitaba darles a los bonobos porque había leído que exudaban falsos estrógenos cuando el material empezaba a deteriorarse.

– Ponedla en una camilla.

Unas manos la manipularon por los lados sujetándole la cabeza y luego la colocaron boca arriba. Se oyó de fondo el chisporroteo de una radio.

– Tenemos a una mujer de entre veinticinco y treinta años, víctima de una explosión. Descompresión con aguja de tensión de neumotórax realizada en el lugar de los hechos. Respiración recuperada. Traumatismo facial y oral. Herida en la cabeza. Nivel de conciencia alterada. Lista para la evacuación. Tiempo estimado de llegada: siete minutos.

Dejó que se le cerraran los ojos y que las abejas zumbaran de nuevo. El mundo le daba vueltas, sentía náuseas. Cuando la fresca brisa nocturna le dio en la cara, abrió los párpados de repente. La grava por la que rodaba crujiendo la camilla amplificaba cada uno de sus movimientos.

El aparcamiento estaba lleno de luces parpadeantes y sirenas. Unas cintas de velero impedían a Isabel girar la cabeza, así que solo pudo volver la vista. Celia estaba a un lado gritando, llorando y rogándoles a los bomberos que la dejaran pasar. Todavía llevaba la bandeja de cartón con los descafeinados al caramelo grandes. Cuando vio la camilla, la bandeja y las bebidas se le cayeron al suelo. Llevaba la cámara de vídeo colgada por una cinta de la muñeca.

– ¡Isabel! -gimió-. ¡Dios mío, Isabel! -Fue entonces cuando Isabel se dio cuenta de lo que realmente le había ocurrido.

Cuando las ruedas delanteras de la camilla llegaron a la parte trasera del vehículo y se doblaron bajo ella, Isabel pudo atisbar una sombra negra en lo alto de un árbol y luego otra y otra, y gimió dentro de la mascarilla. Al menos la mitad de los bonobos se habían salvado.

El techo de la ambulancia reemplazó a la noche estrellada y los ojos se le cerraron. Alguien se los abrió, primero uno y luego otro, y los enfocó con una luz. Recortados sobre el interior de la ambulancia vio rostros, uniformes y manos enguantadas, bolsas de fluido intravenoso y tubos serpenteantes. Las voces retumbaban, las radios siseaban y alguien estaba pronunciando su nombre, pero ella se sentía impotente en medio del alboroto. Intentó quedarse con ellos -parecía lo más educado, dado que ahora sabían su nombre-, pero no era capaz. Sus voces retumbaban y se arremolinaban mientras ella se hundía en un abismo más allá de las abejas y más negro que la noche. Era la completa ausencia de todo.

3

John abrió la puerta principal y se detuvo en seco. Fue el aroma a limpiador Pine Sol lo que le sobresaltó.

Nueve semanas antes, la muerte de su gato había sumido a su mujer, que ya se estaba tambaleando, en un abismo del que parecía incapaz de salir. Era el fin de un largo proceso que había empezado hacía más de un año, antes de que se mudaran de Nueva York a Filadelfia por el trabajo de John en el Inquirer.

John sabía que a Amanda no le resultaría fácil aquel traslado. Todavía se estaba recuperando de la pérdida prácticamente simultánea del contrato de su libro y de su agente que, eufemísticamente, había denominado «revés económico» a una avalancha que barrió de un plumazo a toda su editorial. Su agente estaba tan desencantada que dejó el negocio para montar una tienda de ropa ecológica, dejando huérfana literaria a Amanda.

John hizo todo lo que pudo para que Amanda se entusiasmara por Filadelfia -¿cómo no adorar su comida, sus barrios, su arquitectura?-, pero ella no estaba por la labor. Echaba de menos a sus amigos. Echaba de menos la ciudad. Hasta hablaba con nostalgia de su diminuto apartamento en un sexto sin ascensor olvidando, al parecer, que estaba plagado de ratones. John tenía la esperanza de que su nueva casa en Queen Village, con jardín y camino de entrada privados, la animaran y, de hecho, sí le dio nuevas energías: estaba tan empeñada en arrebatar la victoria a las mandíbulas de la derrota que inmediatamente se refugió en el portátil para acabar su segunda novela. Como trabajaba en completa soledad, John le sugirió que colaborara como voluntaria en la Protectora de Animales. Esperaba que así conociera a gente e hiciera nuevos amigos, pero el inevitable y alarmantemente rápido resultado fue que se enamoró de un gato.

Aunque se llamaba Magnifigato, la criatura en cuestión era un anciano ejemplar de Maine Coon de quince kilos de peso y una sola oreja que tenía el rabo irreparablemente doblado. También tenía una erupción cutánea que hacía que se le descamara la piel y lo dejaba calvo por zonas, algo que podría ser tolerable si no fuera porque además insistía en dormir entre sus cabezas, despatarrando su considerable peso entre las almohadas y golpeándolos en la frente si no lo mimaban lo suficiente. Amanda no entendía por qué John se enfadaba tanto por un poquito de caspa en la almohada y John no sabía cómo explicarle que ya sabía que iba a acabar adoptando a algún animal, pero que había supuesto que se trataría de un dulce cachorrillo, no de una bestia monstruosa con un ojo lloroso que llevaba siempre la lengua fuera porque ya no le quedaban dientes para mantenerla en su sitio. Y aun así, ocho meses después, cuando los riñones de Magnifigato fallaron y tuvieron que sacrificarlo, John se quedó tan hecho polvo como Amanda. Lloraron sobre la jaula vacía del gato que llevaban en el coche aferrándose el uno al otro ni más ni menos que durante veinte minutos antes de que John se sintiera lo suficientemente sereno como para conducir. Cuando llegaron a casa, Amanda cerró las persianas, se metió en la cama y se quedó allí tres días. A John se le partía el corazón al verla así: no tenía amigos en ciento cincuenta kilómetros a la redonda, su carrera literaria estaba hecha añicos, se le había muerto el gato y él no podía hacer nada al respecto. La sugerencia de conseguir otro gato fue recibida con una horrorizada mirada como si fuera una traición. El consejo de que fuera a ver a un terapeuta resultó aún peor, a pesar de que hasta John se daba cuenta de que estaba clínicamente deprimida.

Casi no comía nada. No podía dormir, aunque cada vez le costaba más salir de la cama por las mañanas y, cuando finalmente conseguía hacerlo, raras veces se vestía. Iba de la cama al sofá, donde se cubría con un edredón y se ponía el portátil en las rodillas con las cortinas cerradas a cal y canto. La única luz de la habitación era el azul fantasmagórico del monitor.

John no se había dado cuenta de la cantidad de trabajos domésticos que realizaba Amanda hasta que dejó de hacerlos. En el cajón ya no aparecían ropa interior ni calcetines limpios. El montón de las camisas se quedó en la esquina del armario hasta que él las cogió y las llevó a la lavandería.

Grasientas telas de araña brotaban por la parte inferior de los muebles y llegaban con sus vaporosos dedos hasta los zócalos. La mesa de la entrada prácticamente había desaparecido bajo enormes montañas de facturas, catálogos y ofertas de tarjetas de crédito. John se había hecho cargo de la cocina hasta cierto punto, pero siempre había pilas de platos sucios en el fregadero y, normalmente, también en la encimera. Llegados a ese punto, los esfuerzos de Amanda se limitaban a vaporizar ambientador Windex en el baño y a darles la vuelta a las toallas si alguien amenazaba con pasar por casa.

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