– ¡Para, te vas a hacer daño! ¡Para! -exclamó Beulah, pero como Isabel no le hacía caso apretó el botón rojo de llamada, la sujetó por las muñecas y gritó pidiendo ayuda. Los refuerzos llegaron corriendo por el pasillo en forma de más figuras uniformadas y una jeringuilla que vaciaron dentro de la válvula de la vía intravenosa de Isabel.
«Al menos a mí no me han disparado para tirarme de un árbol», pensó Isabel cuando se dio cuenta de lo que acababa de ocurrir. Apagaron la televisión con la lluvia de bonobos y poco después Isabel se volvió a hundir en la cama, que habían bajado de nuevo, con aquella horrible desesperación neutralizada por el bendito sopor de las drogas.
John acababa de reservar un vuelo para la mañana siguiente -inexplicablemente, todos los vuelos de ese mismo día estaban llenos- y observaba unas imágenes de los primates cayendo de los árboles cuando alguien empezó a aporrear la puerta. Los golpes continuaron con tal vehemencia que pensó que podía ser la policía. Estaba claro que querrían hablar con él: había estado en el Laboratorio de Lenguaje solo unas horas antes de la explosión. Pero la intensidad y la urgencia de los golpes le preocuparon. ¿Seguro que no lo consideraban sospechoso?
Cuando abrió la puerta, todo cobró sentido, aunque se suponía que deberían encontrarse a salvo por los seis estados de distancia que los separaban de ella…
– ¿Fran?
– ¿Dónde está? -le exigió su suegra, colándose entre John y la puerta e introduciéndose en el vestíbulo de la entrada principal. De las manos y las muñecas le colgaban abultadas bolsas de supermercado. John estaba seguro de que había visto la silueta de una caja de queso Velveeta.
– Creo que está en el… -Su voz se fue apagando mientras Fran se dirigía con paso firme hacia la cocina.
John se volvió hacia la puerta. Su suegro estaba subiendo por las escaleras del porche con dos maletas pasadas de moda de esquinas duras, sin ruedas ni tiradores retráctiles. Tenían atados unos lazos rojos en las asas, presumiblemente para diferenciarlas del resto de los equipajes de hacía treinta años que pasaran por la cinta en el aeropuerto.
– Hola, John -dijo Tim, deteniéndose en la puerta.
– Hola, Tim. -John giró la cabeza hacia los gritos procedentes de la cocina.
– ¿Sabía Amanda que ibais a venir?
– No creo. A Fran se le metió en la cabeza que algo iba mal.
John suspiró y le cogió las maletas al anciano. Las llevó a la habitación de invitados, que en realidad era el despacho de Amanda, y que seguía intacto desde la prematura desaparición de Magnifigato, momento en el que ella estaba dándole los últimos toques ¿ Receta del desastre y enviando cartas a los agentes literarios. Era como si hubiera explotado una fábrica de celulosa en el cuarto. Había trozos del manuscrito con anotaciones de su puño y letra tirados por la cama y esparcidos alrededor de ella. Estaban mezclados con decenas de negativas: «Difícil vender ficción literaria…», «No es mi estilo…», «En este momento no aceptamos nuevos clientes…». John recogió un pedazo de papel que estaba boca abajo. Era una de las solicitudes de Amanda, que le habían devuelto con la palabra «NO» garabateada sobre ella en diagonal en enormes letras rojas. Se la imaginó de pie, con los dedos temblorosos, esperando que aquella vez alguien hubiera escrito: «Sí, por favor envíeme el manuscrito, me encantaría leerlo», y en lugar de eso se hubiera encontrado con… aquello. Dejó caer al suelo la hoja. Experimentó un abrumador ataque de ira. Nunca se había sentido tan impotente.
La voz de su suegra llegó flotando desde algún otro rincón de la casa, y John se calmó. No había mucho que pudiera hacer -aunque la habitación estuviera limpia, para Fran nunca sería suficiente-, pero recogió los montones de papel, los metió en el armario donde estaba la impresora y cogió la papelera para vaciarla. Como toque final, alisó el edredón, que aún estaba cubierto por una fina capa de caspa gatuna.
* * *
No había manera de rescatar a Amanda de Fran y añadir su propia presencia al cóctel solo conseguiría empeorar las cosas, así que John se quedó en la sala con Tim, la televisión y una botella de Bushmills. Al cabo de un rato, Fran entró a cuatro patas fregando la pared y el zócalo y quejándose a partes iguales de sus chirriantes rodillas y de las labores domésticas de Amanda. Esta llegó tras ella, limpiando con poco entusiasmo con una bola de papel de cocina húmedo. Las acusaciones eran graves: ¿qué tipo de mujer no tenía la habitación de invitados a punto? ¿Y por qué no tenía papel para forrar los estantes de la cocina? Fran le prometió traerle un poco, ya que estaba claro que a Amanda no le importaba. Dios sabía de dónde le vendría aquello, ya que ella era una meticulosa ama de casa. Cuando John estuvo absolutamente seguro de que Fran estaba de espaldas, hizo un gesto con la mano que imitaba un ladrido. Amanda respondió dándole a la suya forma de pistola, poniéndosela en la sien y apretando el gatillo.
Entre la neblina provocada por el whisky, John soportó las patatas gratinadas ribeteadas con queso Velveeta, una montaña de guisantes insípidos y carne de cerdo troceada y adobada con Shake'n Bake. A la ensalada César, ahogada en aliño Kraft, la habían despojado cuidadosamente de todos los trozos blancos crujientes de la lechuga romana, que era lo que más le gustaba a John. La propia Fran se comió tres cuartas partes de un cesto de panecillos mientras seguía sermoneando a Amanda, que, según ella, debía analizar a fondo su vida. Ya no era una niña. Estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta y aún no tenía ni un trabajo decente ni una familia de la que hablar y, aunque tener solo lo uno o lo otro tampoco estaría mal, Amanda no tenía ninguna de las dos cosas, por si no se había dado cuenta. Le había dado una oportunidad a lo del libro, pero era el momento de pensar en el futuro. ¿Cómo se le ocurría siquiera plantearse abandonar a su marido para irse a Los Angeles? Acabaría de camarera, sí, señor, y ya era demasiado mayor para pasar tanto tiempo de pie. ¿O es que no sabía que su familia era propensa a las varices?
John observaba sorprendido mientras Amanda respondía con una retahíla de suaves «sí, mamá» a aquel rapapolvos.
Cuando Fran se levantó para limpiar la mesa, Amanda se puso de pie y recogió tranquilamente los platos. Tim Matthews se dio unas palmadas en el estómago, se levantó y se dirigió renqueando a la sala de la tele. «Bendito sea», pensó John mientras lo seguía con tanta prisa que a punto estuvo de tirar la silla.
* * *
En la intimidad de su habitación, la fachada impasible de Amanda se rompió como un cartón de huevos.
– Esto es increíble -dijo, dejándose caer sobre la cama-. «Pasaban por aquí», dice. ¿Desde Fort Myers? ¿A quién le queda esto de camino desde Fort Myers?
– ¿Ha dicho cuánto tiempo se van a quedar?
– No. -Percibió en su voz un tono de pánico. -Me voy a Kansas City a primera hora de la mañana. ¿Te las arreglarás?
– No lo sé.
– Esta noche has estado brillante -dijo él-. ¿Cómo lo has hecho? Aunque de todos modos acabó apañándoselas para discutir contigo a pesar de que solo hablaba ella.
– He desconectado. O al menos lo he intentado. No es fácil. No sé cuánto tiempo podré aguantar. Ella… -Amanda estaba forzando demasiado la voz al susurrar y tuvo que incorporarse presa de un ataque de tos.
John se irguió apoyándose sobre un codo y le frotó la espalda.
– ¿Estás bien?
– Mmm -logró decir-. Se me ha ido por el lado que no era. Estoy bien. -Se aclaró la garganta y se acurrucó de nuevo contra él.
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