Y de hecho lo era. Habían hecho falta unos tres meses para que nuestra población de palomas aumentara desde cuatro individuos… a cuatro individuos. Empecé a considerar las previsiones de Domingo el Viejo como un objetivo optimista. A este paso, con mucha suerte podríamos cenar pastel de paloma una vez al año. De hecho, empezamos a darnos cuenta de que en su conjunto la sección de aves de corral no prosperaba. Estábamos invirtiendo una cantidad considerable de esfuerzo y haciendo todo lo recomendado, pero esto no parecía producir muchos resultados. Se había apoderado del gallinero una resistencia general a crecer, multiplicarse, reproducirse, y hasta a poner huevos. Evidentemente algo pasaba. Nos pusimos a observar y a pensar, y llegamos a la conclusión de que era la antipatía mutua lo que estaba afectando el rendimiento.
Las codornices, que eran las aves más pequeñas de la colección, tenían miedo de las gallinas; a las gallinas no les gustaban las gallinas de Guinea ni las palomas, aunque soportaban a las codornices; a las gallinas de Guinea les resultaban indiferentes las palomas, pero les daban pánico las codornices y detestaban a las gallinas; a las palomas les afectaba el terror que las gallinas de Guinea sentían por las codornices, temiendo la posibilidad de una alianza entre las gallinas y las codornices y heridas en su orgullo por la indiferencia de las gallinas de Guinea, y compartían con todas las demás aves la aversión a las gallinas.
Las cosas no podían seguir así: era necesario tomar medidas. Así pues, diseñamos y construimos un armatoste que pasó a conocerse por el nombre de Centro de Recreo para las Codornices -para abreviar, CRC-. Si conseguíamos que las codornices no entraran en el juego, tal vez nos resultara posible entender la situación del resto de las aves.
Consultamos una serie de trabajos sobre este tema y poco a poco fue surgiendo un plan. Los tres factores que teníamos que tener en cuenta para la construcción eran: felicidad, seguridad y transportabilidad. A fin de obtener el máximo rendimiento de nuestras codornices decidimos que había que simular, dentro de lo posible teniendo en cuenta los límites de una caja cerrada con tela metálica, las condiciones de que disfrutaban en su hábitat natural.
Inventamos una especie de arca portátil con un ponedero cerrado y dependencias nocturnas en un extremo, zona a la que se accedía por una trampilla astutamente ideada. El otro extremo estaba rodeado de tela metálica, pero la parte del fondo estaba abierta para que los inquilinos tuvieran acceso al trozo de terreno en que se hubiera colocado el artilugio. El área exterior estaba bordeada por una tela metálica sujeta con piedras. El objeto acabado me parecía el súmmum de la modernidad y del progreso en la cría de aves de corral.
Pero, desgraciadamente, las codornices no lo entendieron así. Cuando las introdujimos en su nuevo hogar, se fueron directamente a un rincón del ponedero y se quedaron allí escondidas con aire desconsolado y triste. Después de comportarse de esta manera tan poco prometedora durante aproximadamente una semana, al fin lograron experimentar una de las pocas situaciones de que gozan las codornices en su hábitat natural: ser devoradas por un zorro.
La eliminación de las codornices no fue suficiente para resolver la falta de armonía en el gallinero. Las contracorrientes de antipatía mutua siguieron afectando el rendimiento. Así pues, preparamos una vivienda atractiva para las odiadas gallinas, un bonito gallinero de piedra construido de modo tradicional, con una espaciosa área exterior de recreo y una puerta de seguridad antizorros, y allá que se fueron las gallinas. Poco después tuvimos la alegría de ser obsequiados con nuestro primer huevo.
Presté atención culinaria total al huevo a la manera francesa, de acuerdo con la descripción que de ella hace Elizabeth David. Primero lo sumergí durante un minuto en agua hirviendo a fuego vivo, luego retiré el cazo del fuego y lo dejé reposar durante otros cinco minutos, y después lo enfrié metiéndolo en agua y me lo comí. Resultó el mejor huevo que jamás he comido, preparado con perfección exquisita.
Desgraciadamente, mientras yo me comía el huevo, un armiño o una comadreja se estaba comiendo las gallinas. Y no muchas semanas más tarde, las gallinas de Guinea primero y las palomas después siguieron el mismo camino. Zorros, culebras, armiños, comadrejas, martas, gatos monteses, ratas, estaban todos al acecho para hacer que desistiéramos de tomar cualquier tipo de medida en el campo de la cría de aves de corral. Nuestras técnicas y nuestras instalaciones no estaban a la altura de sus ataques. Por más que intentáramos arreglar y poner parches en las paredes y alambradas de nuestros gallineros, los animales salvajes eran más listos que nosotros.
Muy a nuestro pesar, desistimos del proyecto. Había demasiadas otras tareas ejerciendo presión sobre nosotros -por lo pronto la reconstrucción de nuestra propia casa- como para pasar más tiempo ofreciendo aves frescas a predadores de visita. Me consolé pensando que éste era sólo nuestro primer intento. Habría otras oportunidades de que las cosas nos salieran bien y nos convirtiéramos en los satisfechos propietarios de la clase de gallinero alegre y seguro que uno encuentra en los cuentos infantiles.
La construcción de la casa
En un trozo de terreno llano que había detrás de la casa habíamos guardado durante varios meses, tapada con una lona impermeable, una provisión de vigas de castaño. Suponía un recordatorio del trabajo urgente que aún teníamos por delante, pero ninguno de los dos podíamos reunir suficiente entusiasmo para iniciarlo. Las goteras que Domingo había pronosticado que aparecerían con las lluvias de la primavera no habían sido tantas, e ir colocando unos cuantos cubos en posiciones estratégicas parecía una solución mucho más fácil que desmantelar sistemáticamente nuestra casa.
Sin embargo al llegar el verano se presentó un nuevo problema que fue lo que por fin nos empujó a hacer algo. Las huestes de bichos que vivían en el techo de cañas y ramas de nuestro dormitorio empezaron a crecer y a multiplicarse, correteando y revoloteando a menos de dos metros por encima de nosotros mientras, desvelados y trémulos, yacíamos boca arriba. A medida que las noches se hacían más calurosas, la reproducción y multiplicación que se desarrollaba sobre nuestras cabezas se iba haciendo cada vez más frenética y pronto, cuando la población se disparó fuera de control, nos encontramos salpicados de larvas, gusanos y otras crías que ya suponían un excedente. Esta situación no resultaba demasiado propicia para el descanso nocturno. Era preciso cambiar el tejado. Y razonamos que, mientras lo hacíamos, de paso podríamos llevar a cabo unos cuantos pequeños reajustes en nuestro suelo habitable.
Desde nuestra llegada a El Valero, nos habíamos alojado en el mayor de los dos edificios de piedra que había y que se alzaba en una zona más empinada de la ladera, con su «tinao», o terraza cubierta, que daba a una gran sección del desfiladero con los ríos serpenteando allá abajo. A un lado estaba el dormitorio, y al otro, una pequeña habitación sin ventanas, parecida a un cajón, que hacía las veces de cocina, el cuarto de baño con ducha de sorprendente acabado, y otra habitación larga y estrecha con las mismas vistas espectaculares que la terraza y el dormitorio pero cuyas ventanas carecían de cristal. Esto limitaba un tanto su función de sala de estar, y los días de tiempo inclemente en que nos veíamos obligados a abandonar el «tinao» no podíamos hacer mucho más que sentarnos desconsoladamente en la cama y mirar por la ventana.
Las antiguas dependencias de Pedro, justo debajo de nuestra casa y más hacia el este, eran de diseño más modesto y se encontraban en un estado mucho peor. Consistían en dos habitaciones comunicadas entre sí: la cocina con su hogar, y el oscuro y mal ventilado almacén donde Pedro guardaba sus jamones, sus herramientas y su cama. Aún no habíamos encontrado una función para estas habitaciones, por lo que decidimos que éste sería el mejor lugar para comenzar las obras de reconstrucción. Si tirábamos el tabique y añadíamos una extensión en forma de L, crearíamos una sala de estar suficientemente grande para desplegar en ella nuestras engorrosas posesiones materiales y una cocina adecuada para cualquier clase de tiempo que hiciera. Una vez que nos trasladásemos allí, podríamos empezar a trabajar en el resto.
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