Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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A la mañana siguiente nos encontramos a Domingo en el bar del hospital Virgen de las Nieves. Tenía ojeras y evidentemente había estado llorando.

– Han venido de Barcelona y Zaragoza todos los parientes de mi madre -nos dijo-. Y todas sus hermanas de La Alpujarra. Están aquí, esperando…

»Dicen que ya no tardará mucho -añadió en voz baja mientras avanzábamos triste y penosamente por los anchos pasillos del hospital.

Al acercarnos a la sala de Expira, el pasillo pareció llenarse de figuras de negro, inclinadas en actitud de indecible abatimiento; algunas de las viejas se lamentaban en voz baja mientras se mecían hacia delante y hacia atrás. Los hombres estaban de pie con las manos en los bolsillos, mirando el suelo de linóleo y sin saber qué decir. Algunos niños hacían esfuerzos por jugar en medio de un ambiente cada vez más lúgubre.

– ¡Chitón! -les amonestaban sus padres.

Domingo el Viejo estaba allí, meciéndose en silencio hacia delante y hacia atrás con la mirada baja. Nos estrechamos la mano y mascullamos unas palabras entre dientes; yo no sabía cómo dar las condolencias en español, sólo las felicitaciones.

Entonces Domingo nos hizo pasar por las puertas de vaivén para llegar hasta la cama de Expira. Ésta se encontraba sentada con la espalda apoyada en una gigantesca almohada y, asombrosamente, tenía un aspecto radiante. De hecho, nunca la había visto con tan buena cara. Tal vez fuera en parte por el contraste del color curtido de su cara con la blancura del camisón del hospital y de las sábanas. No estaba acostumbrado a ver a Expira de blanco. Pero no obstante ésta no era la escena de lecho de muerte que yo había temido.

Expira se deshizo en una enorme sonrisa y nos abrazó afectuosamente.

– ¡Ay, menos mal que veo un par de caras alegres! Todos aquí están tan tristes que hacen que me deprima. Ojalá se fueran y me dejaran en paz, pero no quieren. No hacen más que dar vueltas por ahí cada vez más tristones.

Le dimos las bolsas de uvas y melocotones que le habíamos traído.

– Pues a mí me parece que tienes bastante buena cara, Expira. ¡Tienes un aspecto excelente! -dije.

– Y también me encuentro estupendamente. Estoy teniendo un buen descanso. Me duele un poco aquí, casi siempre cuando me río, pero con todos estos cabezas de chorlito a mi alrededor no tengo mucha ocasión de hacerlo. -Indicó a los miembros de su clan familiar asomándose por la puerta.

Nos sentamos en su cama, uno a cada lado, e hicimos todo lo que pudimos para alegrar un poco lo que Domingo calculaba que eran los últimos días de su madre.

Más tarde, mientras salíamos del hospital, nos explicó:

– Van a operarla el viernes del bulto en el riñón, pero incluso si la operación sale bien sólo le dará más o menos otra semana más de vida, otra semana de dolor y sufrimiento.

– A mí no me parece que esté sufriendo tanto, Domingo. En mi opinión tiene mejor aspecto que el que ha tenido desde hace tiempo. ¿Estás totalmente seguro de eso?

– Es lo que nos ha dicho el médico.

No sabíamos qué pensar. La noticia de la enfermedad de Expira y de su grave prognosis nos había afectado mucho a los dos, pero nos sentíamos aliviados de verla en el estado en que la habíamos visto.

– Pues decididamente no me parece que tenga aspecto de moribunda -dijo Ana categóricamente.

El sábado por la mañana me fui a La Colmena a ver a Domingo, que cada día interrumpía su vigilia para ir a dar de comer a las gallinas, los conejos, las perdices y los cerdos. Me lo encontré silbando mientras introducía comida por entre los barrotes de la diminuta jaula donde vivía su triste vida una desgraciada perdiz macho.

– ¿Cómo fue la operación?

Se volvió y me dirigió una sonrisa que llevaba mucho tiempo sin ver.

– Mi madre está bien. Mucho mejor. No era cáncer después de todo.

Al parecer, al final de la operación, mientras toda la familia velaba con lágrimas en los ojos junto al quirófano, de repente se habían abierto las puertas y había aparecido un médico sonriendo. No era cáncer en absoluto, sólo una piedra en el riñón. No había peligro. Expira tendría que pasar un día o dos en el hospital para recuperarse de la operación, pero después podría volver a su casa.

Evidentemente se produjo un gran júbilo por el milagro de Expira, pero Domingo y su padre se habían llevado un buen susto. Las cosas nunca podrían volver a ser exactamente igual que habían sido antes de la hospitalización de Expira. Como por arte de magia, reunieron todos sus aparentemente escasos recursos y compraron un bajo en el pueblo, al contado. Expira necesitaba descansar del incesante trabajo que suponía llevar un cortijo y cuidar de los hombres de su familia, y Domingo estaba decidido a que lo hiciera. El piso fue inmediatamente provisto de un congelador, una lavadora y un gigantesco televisor cuyo sistema de color ofrecía imágenes en tonos rojos o verdes.

Expira y Domingo el Viejo miraban el piso con recelo. Ana y yo fuimos a verlo, y la radiante y recién recobrada Expira nos lo enseñó con orgullo, señalándonos los detalles más dignos de admiración: la araña de luces -requisito sine qua non de todos los hogares españoles modernos (y especialmente de los más pobres)- y el cuarto de baño con todos sus millares de maneras milagrosas de suministrar agua corriente.

– Tiene un sabor malísimo: es un agua asquerosa, no se puede beber -dijo Expira riendo alegremente.

Domingo el Viejo se levantó del sofá de cuero sintético donde estaba sentado, hipnotizado de un modo un tanto indiferente por el absurdo que se estaba desarrollando en la tele en tonos de verde iridiscente.

– Venid -nos dijo haciéndonos una seña, y nos condujo a sus dominios del exterior.

Al otro lado de la puerta de la cocina del piso había un espacio del tamaño de una sábana que ya empezaba a ser la parcela de cultivo más intensivo de Europa. Estuvo de moda durante un tiempo escribir las postales con las líneas cruzándose en dos direcciones, supongo que con objeto de que cupieran más palabras en ellas. Pues bien, eso era justamente lo que Domingo el Viejo había hecho con su patinillo.

– Mirad -dijo con orgullo-. Aquí están las berenjenas y los tomates, y ¿no veis ahí los pimientillos?

Por supuesto que los veíamos, apretujados en sus cuidadosamente preparados caballones y surcos, entrecruzados por las tiernas berenjenas y los pequeños tomates ya atados al primer tramo de las cañas. Los Melero no pensaban quedarse a vivir permanentemente en el piso, sólo se trataba de un refugio para cuando las cosas se pusieran demasiado difíciles en el cortijo, un lugar donde Expira pudiera tomárselo todo con más calma, pero de todos modos lo más importante era plantar las hortalizas.

Nos sentamos en el sofá a beber un vaso de vino.

– La vida en el cortijo es difícil -dijo Expira-. Tanto polvo y suciedad y tantas moscas, y los condenados animales, mientras que aquí es tan fácil… vaya, si con cuatro escobazos el piso está ya limpio. Pero no hay nada que hacer, aparte de quedarte sentada viendo esa televisión tan horrible. Ni siquiera hay vistas que te alegren -declaró, señalando por la ventana la pared del siguiente bloque de pisos-. Aquí no se puede vivir mucho tiempo, o se volvería una loca.

Dadas las nuevas circunstancias creadas por el encuentro de cerca con la Gloria que su madre había tenido y por su convalecencia en el pueblo, a Domingo no le quedaba mucho tiempo para trabajar en la obra de El Valero. Tenía mucho trabajo propio que hacer y, en cualquier caso, me explicó, yo ya sabía suficiente del oficio para continuar solo.

Ciertamente, de las enseñanzas idiosincráticas de Domingo yo había adquirido no sólo técnicas sino también confianza, y quizá tuviera razón, tal vez podía construir una casa yo solo. Pero hacer una casa de piedra uno solo resultaría un trabajo interminable. Necesitaba ayuda. Por suerte, la ayuda no se encontraba demasiado lejos.

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