Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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A una hora a pie río arriba por el Cádiar se encuentra Puerto Jubiley, un pueblecito diminuto y prácticamente abandonado que se extiende a ambas orillas del río justo antes de que éste penetre en el desfiladero. Ana y yo solíamos ir andando hasta allí de vez en cuando para que la perra se aireara. La sombra que proyectan los empinados tajos y el agua fluyendo a gran velocidad contribuyen a refrescar el aire del desfiladero, por lo que en las noches calurosas es como si se anduviera a lo largo de un fresco río de aire. Como hoy en día el camino del río es utilizado por poca gente, los animales salvajes que viven en los tajos y en las montañas bajan sin miedo a beber. Casi siempre se ven cabras monteses, jabalíes o águilas, o simplemente culebras de agua, ranas, tortugas y lagartos.

Una tarde, Ana y yo estábamos dando un paseo a orillas del río por la pequeña vega donde se extienden unos campos de maíz y alfalfa, cuidadosamente cultivados, que forman un mosaico de color verde brillante entre los cañaverales que hay junto a las casas en ruinas de las afueras del pueblo. Una pareja se encontraba de pie delante de una de las primeras casas en ruinas, mirándonos recelosamente con los ojos entrecerrados por el sol, que les daba en la cara.

– Hola, buenas tardes -dijimos en español, devolviéndoles su mirada recelosa.

No se parecían nada a la imagen que teníamos de los campesinos españoles, ya que eran demasiado rubios, demasiado… ingleses obviamente.

– Buenas tardes -respondieron.

– No tenéis aspecto de ser españoles.

Cathy y John resultaron ser refugiados de la vida inglesa a largo plazo. Se habían trasladado a España hacía una década y, después de haber vivido en las cercanías de Sevilla durante dos años, se habían establecido en este lugar remoto. En aquel primer encuentro -té seguido de vino- nos dimos cuenta de que nos molestaba compartir nacionalidad. Después de todo, éramos prácticamente vecinos, y ninguno de nosotros había venido a España a vivir puerta con puerta con nuestros compatriotas.

De todos modos no tardamos mucho tiempo en perdonarnos unos a otros nuestro origen, y pronto empezó a crecer una amistad. Cathy y John vivían en unas circunstancias parecidas a las nuestras, y también estaban arreglando poco a poco su destartalada casa del pueblo con la limitada cantidad de dinero que ganaban dando clases de inglés, realizando trabajos de albañilería y carpintería, y trabajando como guías de la misteriosa maraña de la administración para otros extranjeros que querían comprar inmuebles en la zona.

Se nos ocurrió la idea de organizar un intercambio de trabajo. Así, una vez a la semana yo subía a Puerto Jubiley y me pasaba un día trabajando en la casa de nuestros nuevos amigos, transmitiéndoles la información que había obtenido de las clases de albañilería de Domingo. Y a cambio disfrutábamos de las ventajas de los conocimientos de John y Cathy sobre fontanería, electricidad, enlucido y carpintería. En El Valero las tareas relacionadas con tuberías, que antes nos habían parecido tan increíblemente complejas, fueron finalizadas con facilidad. Instalamos un sistema eléctrico que funcionaba con las nuevas placas solares que había comprado yo en Granada, y poco a poco la casa se despojó de sus andrajos campesinos y comenzó a parecerse a una vivienda propia de lo que quedaba de siglo XX.

Sin embargo, trabajando esporádicamente sólo los tres, con la ayuda de Ana de vez en cuando, la tarea avanzaba a un ritmo lamentable. No veía cómo íbamos a poder tener terminada la casa en menos de un par de años. Era necesario tomar medidas para acelerar las cosas. Así pues, a instancias de Carole, mi sensata hermana de Londres, puse un anuncio en el consulado de Nueva Zelanda para ver si podía persuadir a algún neozelandés de que viniera a echar una mano. Se les ofrecería una paga irrisoria pero con la posibilidad de ver un poco de Andalucía, comer mucha comida casera y todo el costa que se atreviera a beber. En Gran Bretaña yo había trabajado con cuadrillas de neozelandeses construyendo cercas y esquilando, y admiraba su jovialidad y trato fácil, así como su propensión a disfrutar del trabajo duro.

Recibimos más de setenta y cinco respuestas. Carole hizo una preselección y realizó las entrevistas utilizando una lista de control que le había proporcionado yo. Después yo mismo hice las entrevistas finales desde la oficina telefónica de Órgiva.

De este modo, una vez más nos encontramos con compañía en El Valero, viviendo con cuatro fuertes neozelandeses: David y Gitte, Keith y Diane. Asumí el papel de Domingo y coloqué las importantísimas piedras del exterior de los muros mientras les daba gritos a los demás hasta que ponían sus piedras del modo adecuado. El sistema funcionaba bien y, en poco tiempo, con la ventaja de todo el talento y conocimientos del equipo más el trabajo preparatorio de Cathy y John, la casa comenzó a tomar forma.

Keith lo llamaba «arquitectura espontánea». Había estudiado para delineante de arquitectura en Nueva Zelanda, y al principio se había quedado horrorizado por la manera en que ignorábamos los procedimientos convencionales de realizar proyectos. La altura de las contrahuellas de las escaleras del patio, por ejemplo, venía determinada por el tamaño de las piedras que utilizábamos para construirlas, y casi todo lo demás era diseñado igualmente en función de los materiales que tuviéramos a mano. Las tuberías del agua se dejaron al descubierto y los cables eléctricos se tendieron por la superficie de las paredes, en lugar de ser introducidos por ranuras innecesariamente labradas en la piedra.

Hicieron falta unos cinco meses para terminar la casa, con los suelos de piedra puestos, las nuevas vigas de castaño colocadas en su posición, limpias y con las doce capas de aceite de linaza obligatorias, la fontanería a punto y toda la carpintería rústica cuidadosamente ensamblada a media madera. La atracción principal era una elegante chimenea con un dintel curvado de madera de olivo, construida según las especificaciones de un tal conde Rumford, un entusiasta de las chimeneas que había experimentado con distintos diseños en Estados Unidos a finales del siglo XIX. Había descubierto las proporciones perfectas para que el humo se escapara hacia arriba por el tiro y el calor saliera hacia la habitación. Era un verdadero placer contemplar nuestra versión de andar por casa de su chimenea.

Organizamos una cena de celebración para admirar el trabajo acabado; un roof-shout [2] como lo llamaban los neozelandeses. Cathy y John habían tenido la amabilidad de traer champán, y en medio de la oleada de cordialidad que este tipo de bebida produce, Keith anunció que él y Diane iban a utilizar nuestros principios de arquitectura espontánea en la casa que pensaban construir en Nueva Zelanda.

Entonces, mientras me agachaba para encender el gran montón de romero y troncos de olivo que habíamos colocado en la chimenea, se hizo un silencio. La llamita de la cerilla saltó a las astillas y, en cuestión de segundos, se convirtió en un abrasador estruendo que resonaba en la chimenea y que, danzando, iluminaba la habitación con un resplandor rojizo. No pude evitar sentir ganas de llorar. Era casi como si estuviera poniendo en movimiento el corazón de nuestro nuevo hogar.

Perros y ovejas

A medida que el otoño iba dando paso al invierno, cayó nieve en la parte alta de la sierra, y en los olivos el color de las aceitunas fue pasando de morado a negro brillante. Con las lluvias las plantas empezaron a tener un aspecto menos marchito y polvoriento, lo que hizo que el campo empezara a adquirir tonos más verdes. Siguiendo el ejemplo de nuestros vecinos, nos pusimos a recoger nuestra primera cosecha de aceitunas, vareando los frutos maduros con largos palos y recogiéndolos en redes extendidas bajo los árboles.

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