Hasta en las zonas más remotas de España hace falta un permiso para poder empezar a tocar los muros exteriores, por lo cual me fui a abrir negociaciones con el ayuntamiento. Aquella misma semana nos enviaron un policía municipal para llevar a cabo las investigaciones necesarias. Llegó a pie una calurosa mañana de mayo, aunque el calor y el polvo del valle no parecían haber dejado ninguna huella evidente en su impecable uniforme. Sus zapatos aún estaban brillantes, su camisa parecía recién planchada, y su figura emanaba verdadera autoridad y eficiencia. Le ofrecimos café como reconstituyente y nos dijo que si alguna vez necesitábamos un amigo influyente ahí estaba él. Nos quedamos muy impresionados.
– Entonces es sólo de una planta, ¿no? -preguntó pasando al tema en cuestión.
Le describimos lo que queríamos hacer.
– ¿Y no van a utilizar nada de asbesto para la obra?
Le aseguramos que la idea nos resultaba repugnante.
– Pues entonces -nos dijo mientras alargaba la taza para que se la volviéramos a llenar-, no habrá ningún problema. Pueden hacer lo que quieran.
Con los obstáculos burocráticos superados, no parecía quedar nada que nos impidiera ponernos manos a la obra… a excepción de que yo no tenía la menor idea sobre cómo empezar. En mi vida anterior el bricolaje me había resultado odioso. Era el tipo de hombre que se resistía a poner un gancho en una puerta, y prefería esperar a que apareciese alguien con las herramientas y el talento necesarios para la tarea. En El Valero iba a ser diferente, pues iba a tener que hacerme las cosas yo. Miré a mi alrededor en busca de una tarea sencilla que pudiera acometer para ir entrenándome en mi nuevo papel de albañil y maestro de obras.
Las piedras de las paredes de la casita estaban sujetas con barro, gran cantidad del cual parecía estar cayéndose. Rejuntar las paredes parecía lo suficientemente elemental. En mi siguiente viaje a Órgiva compré un par de sacos de cemento, un montón de arena y un palustre. Con una piqueta rasqué las junturas entre las piedras para sacar todo el barro que podía, y después me puse a trabajar con el palustre, rellenando las cavidades con una mezcla fuerte de arena y cemento. Era un trabajo que, a pesar de su monotonía, en cierto modo me llenaba, pero tardé casi una semana en terminar un tramo de unos diez metros.
Justo cuando estaba retrocediendo un poco para admirar mi obra, apareció Domingo.
– Estoy rejuntando esta pared -le dije alegremente.
Domingo se puso a mirar la sección acabada con los ojos entrecerrados mientras chupaba una brizna de hierba.
– Entonces, ¿qué te parece?
Moviendo la cabeza, se acercó para pasar la mano por la superficie.
– Está torcida -anunció.
– ¿Qué está torcido?
– Toda la pared está torcida.
– ¿Y qué?
– Habrá que derribarla… si quieres, vengo a echarte una mano.
Al cabo de dos días Domingo llegó con herramientas, caballetes y un juego de reglas de albañilería que le acababan de hacer en el pueblo.
– Bueno -dijo-, primero quitaremos el tejado y después tiraremos la pared.
Y diciendo esto, se lanzó a trabajar como una máquina de demolición. Para la tarde del primer día nos encontrábamos ya sobre un montón de escombros que ocupaban el lugar que unas horas antes había ocupado una casa razonablemente buena y bastante bonita.
Si no hubiera sido por mi fe inquebrantable en la habilidad de Domingo, me habría puesto a llorar hecho un ovillo en el suelo. Pero sabía que con mi vecino-mentor iba a disfrutar del trabajo que me esperaba. Y no es que Domingo fuera un profesor sensible: la idea ni siquiera se le habría pasado por la cabeza. Si yo colocaba una piedra que no coincidía con la idea que él tenía acerca de cuál era su postura correcta, me gritaba:
– ¡¡No!! Así no. ¡Eso son pollas en vinagre, hombre! Si las pones así la pared será una mierda, y cuando vayamos a ponerle el tejado encima se caerá.
Y tras esto venía a grandes zancadas al lado de la pared donde yo estaba, cogía la piedra culpable y la colocaba de un porrazo para que se asentara de forma correcta.
– Ah, quieres decir así…
La construcción en piedra es una ciencia muy inexacta. De acuerdo con la sabiduría local, cada piedra tiene siete «posturas», ninguna de las cuales es nunca totalmente adecuada para el sitio donde quieres ponerla. Por lo tanto la colocación de cada piedra es una solución de compromiso, y con cada una de ellas es necesario llegar a una difícil decisión. Aunque produce un gran cansancio mental, causa una profunda satisfacción ver una pared elevándose a un ritmo constante como si fuera una prolongación orgánica del propio suelo.
Poco a poco fui aprendiendo, con lo que Domingo tenía que pasar cada vez menos tiempo gritándome y más tiempo poniendo sus propias piedras. Mi tarea consistía en mezclar el cemento e ir colocando las piedras de la cara interior de los muros, mientras Domingo se ocupaba de la cara exterior, de mayor importancia. Parecía hacerlo muy bien, y al cabo de no demasiados días retrocedimos un poco para admirar una piezade manipostería derecha e imponente, exactamente del tamaño y grosor adecuados y que era el arquetipo de un muro.
– ¿Dónde has aprendido a construir con piedra de este modo? -le pregunté-. Es precioso.
– Anda, pues aquí, trabajando contigo -respondió, como si le sorprendiera la insinuación de que él hubiera empuñado un palustre alguna vez, pero se apresuró a asegurarme que lo había visto hacer muchas veces.
Llegado el momento, no pareció tener importancia el que ambos fuéramos dos completos novatos. Se me contagió la confianza inquebrantable de Domingo y, al cabo de dos semanas, nos habíamos convertido ambos en unos albañiles llenos de suficiencia y hasta medio competentes. De la parte arquitectónica nos ocupábamos en pedazos de papel suelto con ayuda de un bolígrafo y de una cinta métrica. Domingo tenía toda clase de ideas descabelladas sobre pórticos de largos travesaños, pilares y arcos, pero a mí me parecía que sus planes eran en cierto modo demasiado ambiciosos para nuestra humilde casa de montaña.
Hicimos una pausa antes de comenzar a construir las paredes de la extensión donde iba a estar la nueva cocina. A Domingo se le había empezado a quedar atrasado el trabajo del cortijo y yo también tenía que ponerme al día con las tareas que había dejado sin hacer. Pero el día que habíamos fijado para reemprender el trabajo Domingo no se presentó. Acarreé unas cuantas piedras yo solo, pero avancé tan poco que me parecía una pérdida de tiempo. Al día siguiente tampoco apareció. Cuando finalmente le encontré, parecía estar preocupado.
– ¿Qué te pasó el lunes?
– Estuve en el hospital, en Granada. Mi madre se ha puesto mala.
– ¿Qué le pasa?
– Cáncer de riñón. Dicen que no vivirá más de un par de semanas.
Estas últimas palabras quedaron ahogadas mientras trataba de evitar que se le saltaran las lágrimas.
Me lo quedé mirando consternado. No podía ser verdad. Expira estaba tan sana, tenía una apariencia de persona tan sólida y a gusto consigo misma. ¿Cómo era posible que estuviera muñéndose? Con un tono de voz derrotado que resultaba desgarrador, Domingo me dio unos cuantos vagos detalles acerca de los misteriosos dolores de Expira y me contó cómo el médico la había mandado urgentemente al hospital. Traté de buscar palabras de aliento y de consuelo, pero no encontraba nada en ninguno de los dos idiomas ni remotamente a la altura de las circunstancias. Expira habría sabido qué decir, pero Expira estaba en el hospital.
Este pensamiento me impulsó a ser práctico. Le dije a Domingo que al día siguiente iría a dar de comer a sus animales antes de ir al hospital para llevar algo de comida y unos cuantos artículos de tocador. Luego regresé a darle la noticia a Ana.
Читать дальше