Alberto Fuguet - Tinta roja

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Uno tras otro, los hechos de sangre que Alfonso, un joven periodista en práctica reporta como en una alucinante secuencia cinematográfica, van configurando el mapa de una ciudad desesperada y violenta, ésa que día a día es recreada en las páginas de la crónica roja. Bajo el sol de verano, la camioneta amarilla del diario El Clamor recorre con sus cuatro ocupantes: Alfonso, Escalona, el Camión y Faúndez, gran seductor de viudas recientes y maestro del sensacionalismo, este otro rostro, sórdido y tragicómico, de un Santiago habitado por personajes siempre al filo del patetismo o el humor negro. Entre suicidios, accidentes, comilonas y asesinatos, el diálogo incesante de los protagonistas de Tinta roja está poblado de anécdotas que mezclan el sexo con la droga, la fatalidad con la nostalgia, la filosofía de la vida diaria con los crímenes más espeluznantes o las pequeñas corrupciones cotidianas. En esta electrizante novela Alberto Fuguet explora nuevos dialectos y territorios, desvelando desde ángulos no habituales los conflictos del aprendizaje, la iniciación, la amistad y la compleja relación padre/hijo.

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El sol comienza a dejar ver su luz. Alfonso y Faúndez cruzan el puente y se internan hacia el centro por 21 de Mayo.

– ¿Un café, Pendejo?

– Lo he visto dos veces. Cuando murió su madre, mi abuela. Yo tenía dieciséis. Después lo vi de nuevo un par de años atrás. Acá en Santiago.

Alfonso se detiene y guarda silencio. Mira a Faúndez a los ojos. Habla:

– Estaba en Providencia, después de clases. Había trabajado haciendo unas encuestas y recién me habían pagado, así que andaba con plata. Entré a una librería y me instalé ahí a hojear libros cuando me fijo que alguien me está mirando. Es mi padre. Es tal el shock que no sé qué hacer. Él me saluda como si me hubiera visto ayer, me pregunta qué estudio, qué hago, qué ando buscando. Le dije que andaba comparando los precios de los diccionarios. Entonces el tipo llama al vendedor, le pregunta si tiene el de la Real Academia y me lo compra sin fijarse en el precio. Paga con efectivo, decenas y decenas de billetes, y pide que lo envuelvan. El cajero le pregunta si es para hombre. «Claro», le dice, «es para mi hijo». Cuando el paquete está listo, salimos, me lo entrega, me pasa su tarjeta y me da la mano. Ah, y me guiñó el ojo. Nunca más lo he vuelto a ver.

– Chucha, ah.

– Tal cual.

– ¿Lo llamaste?

– El teléfono estaba fuera de servicio.

Caliente como una tetera

El reloj marca las doce y el cañonazo del cerro Santa Lucía remueve los cimientos de los edificios cercanos. Una bandada de palomas asustadas roza el parabrisas de la camioneta que avanza por Victoria Subercaseaux rumbo al paso bajo nivel.

– Ya se nos fue la mañana -reclama Faúndez-. La Pesca nos está quitando demasiado tiempo. Mucha burocracia y poca calle.

– Pero las fotos salen buenas, Jefe -señala Escalona.

– En mis días uno se las arreglaba solo. No debía favores. Un hombre con deudas es lo mismo que un hombre asustado. Termina trabajando para otros.

La camioneta se interna por las rectas y angostas calles del cuadriculado de Santiago sur. Radio Sensación toca temas de la Nueva Ola. La gangosa voz de Buddy Richard interpreta No voy a llorar.

– Hay dos cosas que un hombre no debe tolerar: ser amenazado y amenazar. Quiero que te grabes eso, Pendejo.

Los cuatro se quedan en silencio y absorben los lamentos de Lucho Barrios. Las casas de fachada continua son todas iguales: chatas, polvorientas, dejadas de la mano de Dios.

– Yo por hoy llego hasta aquí, Pendejo -dice Faúndez después de un largo rato-, necesito un poco de libertad. Tú sigue a la mueblería y entrevista a los testigos. Que elucubren por qué el karateka lo mató. Yo tengo que cumplir una diligencia.

– ¿Algún problema, Jefe?

– Que estoy más caliente que una tetera, ¿te parece poco? Si no me echo un polvo luego, me voy a tener que meter a un baño a corrérmela.

Faúndez abre la guantera y revisa una serie de fotos en blanco y negro. Todas de varones muertos. Cada una tiene un clip adjunto que sujeta en su lugar el recorte de prensa correspondiente al caso. Detrás de cada foto, en letra roja, está escrita la dirección de la viuda.

– ¿Dónde estamos, Camioncito?

– Copiapó al llegar a Nataniel.

– Veamos. La más cerca sería… Espérame un poquito… Ah, perfecto, doña Yolanda Regular viuda de Prieto, el contador que fue arrollado por una lancha.

– El de la calle Curicó -recuerda Alfonso.

– Exacto -replica Faúndez-. Puta el jetón con mala cueva. Que una lancha vuele desde un camión y te agarre por la espalda es como mucho.

– Es que la media velocidad con que frenó, también -agrega el Camión.

– Esta mina vive por la calle Chiloé.

– ¿Por el gimnasio de la Federación de Box?

– Más allá, pero por la misma calle. Anda a dejarme primero.

– Vale -contesta el Camión.

– ¿Como a qué hora lo paso a buscar?

– Cuando terminen y partan al diario. Si es cosa de meterlo y sacarlo. Con eso me basta.

Alfonso y Escalona se miran e intentan reprimir la risa.

– Alfonso.

– ¿Sí?

– Tú me entiendes, ¿no? Son necesidades biológicas. ¿Puedo confiar en ti?

– Yo me hago cargo. No hay problema.

– Entonces te vas a la mueblería y después a eso del baleo en La Legua. Si lo haces bien, puedes firmar con todas tus letras.

– ¿El segundo apellido también?

– Puta, huevón, si la mina me lo suelta puedes agregar hasta el número de tu carnet.

Los Buenos Muchachos

– ¿Así que piensas abandonarnos, Celso?

– Después de tantos años metido en una celda, cuesta volver a encerrarse en este valle, amigo. Necesito más aire del que sopla acá. Cada tanto, al menos. Al final, y tú, Faúndez, lo sabes mejor que yo, un criminal siempre vuelve al sitio del suceso.

– Así es, Cabrera. Así es. ¿Y adonde piensas arrancarte?

– Estuve hablando con el Chacal y Rolón-Collazo. Se les ocurrió una buena idea: que repitiera mi numerito de La Decadencia de Occidente.

– Gran columna. Una de las mejores que se han publicado en este país, Celso.

– Pero ahora quieren que sea en Asia. La Decadencia de Oriente. Una suerte de segunda parte. La idea es que me vaya a meter a los peores tugurios del sudeste asiático. Y Japón y China y la India y el Medio Oriente, también. Me han hablado muy mal de Turquía, por eso quiero partir en Estambul.

– Tienes que hablar con el Camión. Ese huevón qué no hizo en Tailandia.

– ¿Sí?

– Si fue marino mercante. Parece ballena, pero es lobo de mar.

El local se llama Los Buenos Muchachos, está al final de Ricardo Cumming, cerca de Mapocho, y es de ese tipo de locales que fusiona parroquianos, gente del barrio alto que baja y turistas extranjeros en busca de folclor.

– ¿Por qué elegimos este local? -reclama Leopoldo Klein con su vozarrón grave-. ¿Alguien tendría la decencia de ofrecerme una explicación? No tolero la algarabía de burócratas enfiestados.

– ¿No toleras la qué? -le pregunta secamente Celso.

Klein tose hasta ponerse rojo y agrega:

– ¿Por qué no fuimos a la Casa de Cena? Ahí sí que uno se siente cómodo. Me tratan de usted. Saben quién soy.

– Deja de reclamar -lo amenaza Cabrera.

– Tejeda reservó la mesa -explica Faúndez-. Le hicieron un descuento.

– Espero que tengan la gentileza de llegar pronto -agrega Klein-, porque yo no tengo toda la noche. Como ustedes saben, tengo la virtud de levantarme al alba a escribir mis apuntes y completar mis archivos.

Los Buenos Muchachos tiene capacidad para más de mil personas en varios salones. De un tiempo a esta parte se ha legitimado como centro de eventos donde legiones de oficinistas organizan despedidas o celebran cumpleaños, promociones o aumentos de sueldo.

– Faúndez, hombre -continúa Klein-, ¿a qué hora dijeron que iban a llegar?

– Mira, Leopoldo, agradece que te invitaron. ¿Pagaste tu cuota?

– Conozco a López Suárez desde la matanza del Seguro Obrero -le responde antes de comenzar a toser una vez más. Es una tos densa, de fumador tuberculoso. Pareciera que la figura pequeña y veterana de Klein fuera a partirse en dos.

La mesa es muy larga y el mantel rojo recuerda una alfombra por la cual han pasado demasiados dignatarios importantes.

– ¿Y Escalona? -pregunta Celso.

– Marcando tarjeta. Con su mujer y los cabros. Los iba a llevar a una función de títeres a El Llano.

– Marido ejemplar ese Escalona.

– Algo bueno que tenga.

Faúndez está en la cabecera más cercana a la pared, justo debajo de unas espuelas. Cabrera, Klein y Fernández apenas logran ocupar la décima parte de la mesa. Un mozo se acerca a ellos y les pregunta qué desean ordenar.

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