– ¿Cómo?
– ¿Estás en la luna? Aterriza. ¿Qué pasó con el profe?
– Compró cosas, tres bolsas con mercadería. Al llegar al auto, las dejó en el suelo y comenzó a abrir la maleta. Ahí lo atacaron.
– ¿Quiénes?
– Los pacos dicen que…
– ¿Hablaron con testigos? ¿Tienes declaraciones que sirvan?
– Hablamos con todos. Llegamos al poco rato. Don Saúl escuchó todo por la radio. Interceptamos la señal. Estuvimos en el sitio del suceso antes que la Be-Hache.
– Y Faúndez, ¿dónde está?
– Tenía algo que hacer. Me dejó redactado esto.
– ¿Una mina?
– No tengo idea.
– Bueno, ya, me da lo mismo. ¿Quiénes lo atacaron?
– ¿A don Saúl?
– Al profesor.
Fue abordado por tres individuos jóvenes, uno portando un arma de fuego corta y los otros cuchillos. Al parecer, los tres vestían chaquetas de cuero y tenían el pelo largo.
– ¿Hippies? ¿Estos thrashers que hay ahora?
– No lo sé.
– Da lo mismo. Y córrete para el lado. Necesito espacio para leer.
Se supone que pretendieron robarle dinero o lo que había comprado. Lo que sí está claro es que los tres delincuentes juveniles encontraron tenaz resistencia por parte del profesor. Esto hizo que el sujeto que llevaba el arma de fuego le disparara a quemarropa, impactándolo en el ojo izquierdo. Los otros le asestaron varias heridas con sus cuchillos.
– Patos malos, los huevones.
– Pero ahora viene lo mejor, don Celso.
– Cabrera.
– Lo del dedo.
– ¿Cómo?
– Bueno, me falta escribirlo. Cuando llegaron los peritos, al revisar el cuerpo ocurrió algo.
– ¿Qué?
– Después de desnudar y medir el cadáver, lo dieron vuelta y justo ahí algo salió de su boca. Cayó al suelo con el movimiento. Era un dedo.
– ¿Qué?
– Un dedo en la boca. Encontraron un tercio de dedo. El profesor, al parecer, trató de defenderse y mordió al victimario. Le cercenó un dedo a la altura de la primera falange. Murió con el dedo en la boca.
– ¿Y los otros reporteros? ¿Estaban?
– Parece que no. Se fueron. Lo que pasa es que don Saúl aprovechó de entrar al supermercado a comprar algunas cosas para un malón al que estaba invitado.
– ¿Te das cuenta de lo que me estás diciendo, cabro concha de tu madre?
– En realidad, no sé si era una fiesta. Yo creo que era para su casa. Creo que su señora ha estado medio enferma.
– No me mientas. Me dan lo mismo Faúndez y su supermercado. ¿Acaso no te das cuenta? Me tienes aquí perdiendo el tiempo, relatándome huevadas sobre lo sutil que está la noche o lo amable que era el occiso culeado. He matado por menos, ¿te queda claro? Mírame, no tengo buen carácter. Supongo que eso ya lo sabes. Ya te tienen que haber hablado de mí. ¿Te han hablado?
– Un poco.
– Deberían haberte advertido, entonces. ¿Cómo crees que me entretenía en la cárcel? Almorzaba cabritos como tú. Y me quedaron gustando.
– …
– Un dedo en la boca. Tenemos titular, ¿no te das cuenta? Tenemos portada. A lo mejor, golpeamos. ¿Qué chuchas te enseñaron en la Escuela? El único lugar donde se puede aprender algo es la calle. Y la cárcel.
– La cárcel.
– Sólo he matado a culeados que me sacaron los choros del canasto, así que manéjate con cuidado cuando te toque conmigo.
– Es un buen caso, entonces -le dice Alfonso después de una pausa contaminada de miedo que se alargó innecesariamente.
– Esto va a dar para mucho. Faúndez estaba curado, ¿no? No se dio cuenta. Dime la verdad. Faúndez es muy zorro como para que se le escape algo así, como para que se lo dé a alguien tan huevón como tú.
– El hijo de don Saúl estaba enfermo. Por eso me hice cargo.
– No eres sapo. No delatas. Me parece bien. Capaz que sobrevivas con el culo intacto. Pero ten ojo. Muchos te van a querer limar. Te lo digo porque sé. Cuídate y ándate tranquilo por las piedras. Otro día podemos hablar más. Hay muchas cosas que te podría enseñar.
El reloj despertador quiebra el silencio de la mañana como una roca atravesando un vidrio. Alfonso abre los ojos: el sol que se desparrama por su pieza quema. Rápidamente salta de la cama, apaga el ruido de la campanilla, enciende la radio y se coloca un pantalón de buzo, una polera deforme y sus viejos mocasines argentinos. El locutor informa que son las siete y media de la mañana. Antes de salir, agarra unas monedas y las llaves y cierra la puerta de un portazo. En el espejo del ascensor nota lo enredado que está su pelo. Intenta peinarse pero se detiene en el quinto; una mujer, con una bolsa para el pan, lo queda mirando fijo.
El aire abajo está húmedo, denso y fresco, como cuando uno abre la puerta del refrigerador después de haber sudado en la cama. La ciudad aún tiene algo de silencio y la falta de tráfico confirma la ausencia de escolares y universitarios. Sí hay enfermeras caminando rumbo al hospital de la Católica. Alfonso cruza la calle y se acerca, corriendo, al quiosco. De todas las portadas, la más notoria es la de El Clamor. La tinta roja de las letras gruesas saltan de la página. ¡Tenía el dedo en la boca!, dice a lo ancho de la página. Y el pequeño epígrafe: Mientras lo asesinaban, mordió a su victimario.
Alfonso saca unas monedas de su bolsillo y compra dos ejemplares de El Clamor.
– Dicen que con las huellas dactilares van a atrapar al asesino -le informa el dueño del quiosco mientras le revisa el vuelto.
– Es una gran historia, ¿no?
– No he parado de vender El Clamor. Se me van a acabar.
– ¿Sí?
– Es que es un buen caso. Llama la atención.
Alfonso mira los otros diarios. El único que puso el caso en la portada es el Extra. Dice: Cobarde asesinato en supermercado de Maipú: lo mataron con las bolsas en la mano.
Alfonso cruza de nuevo la calle; sus manos sujetan firmemente los diarios. En el ascensor, a solas, abre uno y va a las páginas del final, antes de Espectáculos e Hípica. El artículo es de página completa: la foto, a lo ancho de la página, posee una inspiración neorrealista. Debajo del título y la bajada, entre paréntesis, está su firma. Sus iniciales, mejor dicho. Apenas dos letras: A y F. Lee el paréntesis una vez más: (Por A. F.; fotografía de Lizardo Escalona).
El ascensor llega al décimo. Alfonso sale y baja un piso. Saca las llaves. Sus manos están teñidas de tinta negra. Las huele. Entra al departamento, deja los ejemplares en la mesa y va al baño. Enciende la luz. Con las dos manos se refriega la cara hasta quedar teñido. Después coge una tijera del botiquín, vuelve al comedor y comienza a recortar el diario.
Alfonso está tirado en el sofá, a pie pelado, con el control remoto en la mano; en el suelo, envueltos en toalla Nova, dos cuescos de durazno. El Canal 7 emite la última edición de su noticiario. El locutor termina de informar sobre el caso del dedo en la boca del profesor Christián Uribe. Suena el teléfono. Alfonso lo deja sonar un par de veces antes de atender.
– ¿Aló?
– Mijito, lo he estado llamando todo el día. ¿Dónde estaba?
– En el diario, mamá.
– Acaban de dar lo del dedo en la tele. Y vi su artículo. Lo recorté y todo. Estamos tan orgullosas.
– Déjeme bajar el volumen.
Alfonso aprieta el botón del mute y se sienta en posición de loto en el sofá.
– ¿Lo leyó? -le pregunta sin muchas ganas.
– Varias veces. Qué caso más espantoso.
– Pero nadie habla de otra cosa. Golpeamos, ¿se fijó?
– ¿Cómo?
– Que fuimos los únicos que hablamos del dedo. Le gané a la competencia. Eso me va a significar mucho, mamá. Con esta nota suben mis bonos. La próxima vez creo que voy a poder firmar con mi nombre. Con todas sus letras.
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