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Alberto Fuguet: Tinta roja

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Alberto Fuguet Tinta roja

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Uno tras otro, los hechos de sangre que Alfonso, un joven periodista en práctica reporta como en una alucinante secuencia cinematográfica, van configurando el mapa de una ciudad desesperada y violenta, ésa que día a día es recreada en las páginas de la crónica roja. Bajo el sol de verano, la camioneta amarilla del diario El Clamor recorre con sus cuatro ocupantes: Alfonso, Escalona, el Camión y Faúndez, gran seductor de viudas recientes y maestro del sensacionalismo, este otro rostro, sórdido y tragicómico, de un Santiago habitado por personajes siempre al filo del patetismo o el humor negro. Entre suicidios, accidentes, comilonas y asesinatos, el diálogo incesante de los protagonistas de Tinta roja está poblado de anécdotas que mezclan el sexo con la droga, la fatalidad con la nostalgia, la filosofía de la vida diaria con los crímenes más espeluznantes o las pequeñas corrupciones cotidianas. En esta electrizante novela Alberto Fuguet explora nuevos dialectos y territorios, desvelando desde ángulos no habituales los conflictos del aprendizaje, la iniciación, la amistad y la compleja relación padre/hijo.

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Martín Vergara tiene la intolerable costumbre de andar siempre enchufado a su walkman, como si tuviera pánico del silencio y de sus propios recuerdos. Tampoco le falta dinero. Más bien le sobra. En este aspecto, poco tiene que ver con mis inicios. Lo mismo ocurre con su universidad. Si bien a ambos nos costó ingresar porque tropezamos con el arbitrario filtro que prueba la aptitud pero ciertamente no la vocación, el destino de Vergara se solucionó en una tarde. El mío demoró dos años y no poco dolor, pero los tiempos eran otros y, por mucho que intento anotar las semejanzas entre Martín y yo, lo honesto sería consignar que son muchas más las diferencias.

Estudiar en una universidad privada no es algo fácil para Vergara. Según Cecilia Méndez, la suspicaz, intensa y atractivamente separada directora de arte (que aún no me da el pase, por mucho que hayamos ido a varios festivales de teatro al aire libre o nos enfrasquemos en largas conversaciones telefónicas de trasnoche), la sola idea de que se sepa que asiste a un establecimiento privado y costoso, sin historia ni egresados, llena a Martín de una vergüenza agresiva.

Cecilia Méndez es el tipo de mujer con la que me gustaría pasar los domingos por la tarde. Y, por qué no, los sábados en la noche también. No me atrae particularmente que tenga una hija de casi tres años, pero, a esta edad, encontrar a una mujer atractiva, certera y mentalmente sana que no esté escapando de su marido implica necesariamente algún agregado extra. Con Cecilia tenemos todo en común menos la pasión que, eso espero, estamos aplazando para cuando ella deje de tenerme tanto miedo. Por mucho que le haya abierto mi intimidad, mi correo electrónico y mi línea telefónica, nuestra unión tiene, por el momento, esa intensa complicidad de las relaciones que recién están iniciándose.

Anoche cené con Martín y Gloria, su supuesta novia, como yo le digo, ya que él, como tantos de sus pares, no está dispuesto a hacerse cargo de ella ni menos a comprometerse. Gloria resultó ser encantadora aunque lejana; parecía su hermana mayor más que su pareja. Tenía el pelo muy corto y estaba evidentemente bronceada por el sol ecuatoriano. Su elegante traje de dos piezas le aumentaba la edad y poco tenía que ver con la imagen que me había formado de ella.

Vergara es muy joven para encontrarle méritos a la fidelidad y Gloria no está preparada para amarrarse a nadie ni a nada. Se parecen, aunque para ella es el día, la jornada laboral, lo que la enciende y la provoca. Gloria estudia derecho y colabora con un bufete. Vergara, en cambio, está en esa edad en que noche es sinónimo de oscuridad, desgaste y perdición. Como si la caída del sol amnistiara las leyes imperantes y él no pudiera controlarse. Sus impulsos, como un virus mortal, se apoderan de él y lo depositan, borracho y duro, en callejones y laberintos, discothèques y moteles. El síndrome de las cinco de la mañana: no acostarse antes del amanecer; no beber sin emborracharse; no fumar si no es hasta terminar la segunda cajetilla.

– ¿Qué es de tu hijo, Alfonso? ¿A qué se dedica?

– Perdón, ¿de qué me hablas?

– De Benjamín, tu hijo.

– ¿Cómo sabes que tengo un hijo? ¿Quién te dio el nombre?

Gloria nos interrumpió, quizás porque notó lo tenso que me había puesto.

– Sale en tu libro -me dijo secamente-. El espíritu metropolitano está dedicado a él.

– ¿Sí? -dije haciéndome el desentendido.

– A mi hijo Benjamín. Ahora sólo me falta el árbol -recitó de memoria Martín.

– Es una bonita dedicatoria -agregó Gloria.

Martín Vergara exuda ambición por litros. Lo empapa y lo define. Posee algo que pocos tienen: esa casi irresponsable confianza de sentir que estás aprovechando tu talento. Es una gran sensación y te puede llevar a muchas partes. Intuir lo contrario te paraliza. Te mata. He visto a demasiadas personas deambular por la vida con la certidumbre de que sus dones se disiparon. La última vez que estuve con mi hijo Benjamín, en el aeropuerto de Raleigh, sentí exactamente eso en su mirada.

Benjamín vive en Durham, Carolina del Norte, con su madre, dos niños que son hijos de Frank -su padrastro-, y una niña pecosa de nombre Cordelia, hija de ambos. Benjamín cumplió veintitrés el pasado ocho de diciembre. No lo llamé ni le envié una tarjeta.

Yo alguna vez también tuve esa edad. Hace casi treinta años. Fue el verano en que ingresé a El Clamor, cuando don Saúl Faúndez se metió en mi vida y la tinta empezó a circular por mis venas. Veintitrés años y la convicción de que recién estaba partiendo. Todo se imprime a esa edad, dicen, la marca queda inscrita, el destino trazado.

A veces, cuando mi inconsciencia me juega una mala pasada, pienso en Benjamín y en su limitada capacidad de sobrevivencia. Me molesta que aún viva con su madre y Frank. Siento que no es correcto que Benjamín todavía no se haya independizado. Me preocupa que no sea capaz de arreglárselas por sí mismo. Comparándolo con Martín, me destruye su falta de iniciativa. Vergara no piensa en otra cosa que en abandonar su hogar. No sólo quiere irse de su casa, también desea fugarse del país. A Vergara la idea de crecer, de ser mayor, lo alucina. A Benjamín, creo, le da pavor.

Quizás no debería ni siquiera pensar esto, menos todavía escribirlo, pero tampoco me puedo engañar. Sé perfectamente lo que pienso y me duele con algún eco de vergüenza. Mi hijo no salió como quise y lo resiento. La promesa no se cumplió. Me hubiera gustado que Benjamín fuera más deportista, agresivo, capaz de vivir al aire libre y divertirse con una pelota y con los amigos que un balón trae consigo.

Benjamín Fernández no es, ni en sus días buenos, Martín Vergara. Tengo muy procesado que compararlos es cruel e innecesario. Cada vez que tomo en cuenta a Vergara, que lo escucho o lo celebro, algo dentro de mí me hace sentir que estoy traicionando a uno de los míos. Mejor dicho: a la única persona en este planeta indisolublemente ligada a mí.

Benjamín siempre está a la defensiva y arrastra una soledad que me repele. Cuando habla conmigo, y habla mal porque el español ya no es su lengua, pareciera que no lo dijera todo. La conversación no es lo suyo y llega a ser gracioso cómo imprime mil significados a los pocos monosílabos que logran salir de su boca. Sus ojos sospechan y juzgan, y me incomoda cuando me mira; por eso tiendo a esquivar su mirada y a llenar sus silencios con anécdotas policiales. Decir que está confundido es desentenderme de él más de lo que estoy. Su eléctrica manera de reaccionar cuando lo toco me hace pensar que quizás mi mayor error fue dejarlo tan abandonado.

Verán, lo que más me disgusta de Benjamín no es que no sepa lo que quiere de la vida, que sea un vago y coquetee con las drogas y la inercia. Lo que me daña es que me recuerda violentamente a mí mismo en un período que prefiero olvidar. Un período largo que llegó a su fin, creo, ese verano en que fui arrojado al mundo real bajo la firme y a veces canallesca supervisión de don Saúl Faúndez.

Lo que acabo de admitir, lo sé, es horrible y, aunque parezca cómodo decirlo, poco tiene que ver con el hecho de si quiero a Benjamín o no. Tiene que ver, más bien, con cómo lo expreso. O lo evito. A veces creo que el hecho de que viva en otro país es una bendición. Así, ante los demás al menos, pareciera que no nos vemos porque los miles de kilómetros nos juegan una mala pasada. Lo cierto es que esos kilómetros interminables me han caído del cielo y me han permitido vivir con algo menos de culpa y bastante más libertad.

Benjamín nació cuando yo tenía veintiocho, pero por motivos que no me interesa explorar siempre he sentido que estoy al menos cinco años atrasado en comparación con el resto de los mortales. Por eso no me avergonzaría sentenciar que Benjamín nació cuando yo tenía apenas veintitrés. Pero no es un asunto de edad. Pudo ser a los dieciocho, a los treinta, la semana pasada. Yo estaba envuelto en un caos, no entendía nada y lo estaba pasando genial. Benjamín llegó en el momento menos indicado. Una cosa es abrazar a un niñito en la clínica y jugar con sus pies, y otra muy distinta es escucharlo llorar toda la noche. Yo estaba recién partiendo, mis tropiezos periodísticos iban quedando atrás y el brillo de la inmortalidad, de la promesa literaria, de comprobar cómo, por decir lo que pensaba, me iba transformando no sólo en un observador sino en un observado, me alucinaba. Estaba ahogado en un estado de vértigo y ansias, y me encantaba.

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