Alberto Fuguet - Tinta roja

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Uno tras otro, los hechos de sangre que Alfonso, un joven periodista en práctica reporta como en una alucinante secuencia cinematográfica, van configurando el mapa de una ciudad desesperada y violenta, ésa que día a día es recreada en las páginas de la crónica roja. Bajo el sol de verano, la camioneta amarilla del diario El Clamor recorre con sus cuatro ocupantes: Alfonso, Escalona, el Camión y Faúndez, gran seductor de viudas recientes y maestro del sensacionalismo, este otro rostro, sórdido y tragicómico, de un Santiago habitado por personajes siempre al filo del patetismo o el humor negro. Entre suicidios, accidentes, comilonas y asesinatos, el diálogo incesante de los protagonistas de Tinta roja está poblado de anécdotas que mezclan el sexo con la droga, la fatalidad con la nostalgia, la filosofía de la vida diaria con los crímenes más espeluznantes o las pequeñas corrupciones cotidianas. En esta electrizante novela Alberto Fuguet explora nuevos dialectos y territorios, desvelando desde ángulos no habituales los conflictos del aprendizaje, la iniciación, la amistad y la compleja relación padre/hijo.

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– La pichula será… -grita Escalona.

– Déjame contar el cuento completo, ¿quieres? ¿Quién es el narrador aquí?

Faúndez parte la lengua en dos, la llena de mayonesa, mostaza y chancho en piedra. Después se sirve un largo vaso de chicha que está del mismo color de su piel.

– El asunto es que me metí a ese pasaje donde estaba el cine Alessandri. Está lleno de topless…

– ¿Se acuerda de la mina a la que le tajearon las tetas? Ahí fue.

– Cállate, Escalona. Es mi cuento. No te voy a soltar la bajada de título así como así. ¿Dónde iba?

– El topless.

– Correcto. Fui a echar un vistazo, a ver cómo estaba la mercancía. En eso estaba, mansito, mirando esas fotos que ponen de las minas, cuando sale del subterráneo una tipa extraña que me pega una mirada que me caló entero… Yo la miré alejarse y vi que se detenía: se quedó en el pasaje mirando una tienda de ropa interior que estaba cerrada. También caché que me miraba, sabía perfectamente que le había echado el ojo, que la tenía en la mira…

– Eso ocurre… Hay minas así…

– …la mina dijo que se llamaba Magnolia y ya no era un lirio, tenía sus años y sus historias a cuestas. Tenía facha de cabrona retirada, pero más flaca, muy flaca, con los huesos a la vista…

– Son las mejores, tiran mejor que esas modelos de la tele…

– Córtala… Te lo voy a advertir sólo una vez más…

– Perdone, Jefe.

– La cosa es que igual me gustó, con su pelo teñido de negro y su vestido rojo… La invité a tomar algo y llegamos a El Chiflón del Diablo, ahí a la entrada de Chacabuco… Pedimos unos tintolios y nos largamos a chupar… y a comer… pernil, longanizas de Chillán… un valdiviano a medias… La mina resultó ser vendedora de matute, traficaba cosas robadas, viajaba en bus a Iquique y traía radios, tragos y su resto de coca, para vender y para pichicatearse ella sola… Yo le conté lo que hacía y sentí cómo su sapo empezaba a palpitar, casi como si me aplaudiera: más que asustarse, la comadre no quería más. Resultó ser fanática de El Clamor, no se perdía mis crónicas… Recordamos el degollamiento múltiple que ocurrió en el Cerro Blanco; según ella, la víctima era clienta suya…

– Ya puh, Jefe, no la alargue más… ¿Escupió la diuca o no?

– Terminamos en una pieza en El Túnel, en Bascuñán Guerrero. El dueño es un coreano que me debía un favor. La Magnolia ésta estaba muy borracha y no digamos que olía a flores, pero yo estaba muy caliente y si hay algo que me mata es el olor a panty mojado…

– Rico.

– La minita era de ésas que se lo tragan todo y que son buenas para hablar; se recitó todo el glosario coa, no paraba, era como si mi pedazo de huachalomo le hubiera activado no sé que chucha de mecanismo… Tiramos no sé cuántas veces y seguíamos tomando; la Magnolia andaba con sus motes, así que también, por qué no, y dale que dale, como huaraca, y me llenó el cabezón de jale y después lo lamió todo hasta que quedé insensible…

– Como el Stud 2000 -le grita el Camión.

– Así que dale que suene, a patadas y combos, se notaba que hacía tiempo que a la mujercita no se la afilaban como Dios manda. Todo bien hasta que me pidió que se lo metiera por el chico. Me agarró la corneta y la masajeó con vino y Crema Lechuga para que entrara más fácil…

– Por el chico, como a usted le gusta.

Faúndez vuelve a su plato de lengua. La corta en tajadas muy delgadas.

– Por qué no te pides más chicha, ¿o piensas seguir con esas réplicas culeadas? Pídete un trago de hombre, maricón.

Nadie habla. Faúndez sigue comiendo. Todos esperan atentos. El Camión interrumpe el silencio:

– ¿Qué pasó, Jefe? Un cuento tan largo tiene que tener final…

– Nos quedamos dormidos, ¿ya? O sea, muertos, como troncos, cambio y fuera… No sé con qué soñé, pero de repente comencé a sentir algo raro. Hasta que, de puro desesperado, abrí los ojos y el hachazo cayó de inmediato entre mis dos cejas… Estaba empapado… lleno de sangre, pensé… algo viscoso… tibio… que no me dejaba levantarme… Así que me toco y noto que sí, estoy mojado, cubierto de algo, pero es algo grueso, como espeso… y el olorcito, puta la huevada.

– Te cagaron, Faúndez.

– Me cagaron ¿Cómo supiste?

Alfonso Fernández se sienta atrás, sube la ventana y huele el jabón y el eucaliptus que emanan de Faúndez. Las casas de la calle Gorbea son todas iguales, chatas y provincianas, y el sol cae tan a plomo que ni siquiera hay sombras. Escalona está totalmente borracho pero Faúndez, a pesar de los dos litros de chicha, se ve firme.

– Al diario, mira que tenemos que llenar un par de páginas. ¿Cómo estuvo el asalto?

– Bueno, Jefe.

– ¿Algún muertito?

– No para tanto.

– ¿Y lo del carnicero?

– Puede ser portada.

– Bien. Nos vamos con eso.

La camioneta llega a la Alameda. El tráfico es insobornable: no se mueve. Fernández mira la entrada del hotel El Túnel. Al lado hay una tienda de artículos de cumpleaños atendida por un montón de coreanos.

– Sabe, Jefe -le dice Escalona-, estaba pensando en lo que le pasó.

– ¿Y?

– Que la vida tiene sus vueltas. Sus sorpresas. Uno nunca sabe lo que va a pasar.

– Así es, pues, Escalona. No sólo la lluvia moja.

– ¿Habla por experiencia?

Vida de Santos

– ¿Te llevo?

– No, en serio. No voy para mi casa.

– ¿Adónde vas? -insiste Juan Enrique Santos. Su imponente dentadura forma una sonrisa afable, de verdad.

– A la Plaza Ñuñoa. Al cine.

– ¿Qué vas a ver?

– Una de las mejores películas del año. Es parte del festival de la Católica.

– Yo voy hacia allá. Me queda en el camino. En realidad voy a Pinto Durán. No me cuesta nada pasar a dejarte.

Alfonso se sube al auto sin demasiadas ganas. Huele a pino químico. Santos saca el cassette de rock argentino de la radio y lo esconde en la guantera.

– ¿Entrenan de noche?

– Sí, hace menos calor, pero se llena de polillas.

– ¿Y por qué no vas en radio-taxi? O sea, vas por el diario, ¿no?

– Sí, claro. ¿Crees que es muy entretenido cubrir un entrenamiento? Son básicamente todos iguales.

– Deben ser. De fútbol, la verdad es que entiendo poco.

– Increíble.

– ¿Qué?

– O sea, no sé, pero el fútbol es como el aire. A todo el mundo le gusta. Yo juego todos los sábados en una liga.

– Yo nunca jugué. No juego y dudo que alguna vez juegue.

– Los que mejor lo pasan son los buenos para la pelota -comenta Juan Enrique.

– Me lo dices a mí.

Juan Enrique maneja con fluidez, aunque por momentos sus virajes son tan excesivos que pareciera que va a perder el control. La luz ya se ha escondido y el verde de los árboles adquiere el barniz del sol.

– Supongo que si tuviera auto yo tampoco tomaría radio-taxi.

– Sabia idea. Personalmente, no tolero hablarle a gente que no me interesa. Para mí, la independencia vale oro.

– ¿Y tu sección no tiene…

– No es mi sección.

– Deportes, digo, ¿no tiene chofer y camioneta?

– Un orangután que maneja un tarro. Mira, si puedo evitarlos, mejor. No sé si me entiendes. Yo dudo que trabaje alguna vez en un diario como éste. O sea, a mí no me gusta mucho escribir, no es lo mío, pero si escribiera, me gustaría que por lo menos mis amigos o mi familia me leyeran. Y nadie decente lee El Clamor. No sé tú, huevón, pero cuento los días para que esta práctica en este diario cuafo termine.

– Es cansador, sí.

– Puta, la gallada es muy última. Deja mucho que desear. Mi polola me quiere desinfectar cuando llego a su casa. No me deja meterme a su piscina sin ducharme. Y eso que estoy en Deportes y paso todo el día en el estadio. Te compadezco, compadre, porque a vos sí que te tocó. Ese jefe tuyo es patético.

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