Alberto Fuguet - Tinta roja

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Uno tras otro, los hechos de sangre que Alfonso, un joven periodista en práctica reporta como en una alucinante secuencia cinematográfica, van configurando el mapa de una ciudad desesperada y violenta, ésa que día a día es recreada en las páginas de la crónica roja. Bajo el sol de verano, la camioneta amarilla del diario El Clamor recorre con sus cuatro ocupantes: Alfonso, Escalona, el Camión y Faúndez, gran seductor de viudas recientes y maestro del sensacionalismo, este otro rostro, sórdido y tragicómico, de un Santiago habitado por personajes siempre al filo del patetismo o el humor negro. Entre suicidios, accidentes, comilonas y asesinatos, el diálogo incesante de los protagonistas de Tinta roja está poblado de anécdotas que mezclan el sexo con la droga, la fatalidad con la nostalgia, la filosofía de la vida diaria con los crímenes más espeluznantes o las pequeñas corrupciones cotidianas. En esta electrizante novela Alberto Fuguet explora nuevos dialectos y territorios, desvelando desde ángulos no habituales los conflictos del aprendizaje, la iniciación, la amistad y la compleja relación padre/hijo.

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La expresión de la mujer se vuelve más severa, sombría. Su voz comienza a desvanecerse.

– Sí, claro. Marcelo era mi favorito. Por eso me preocupaba tanto por él.

– Y en esta foto, ¿qué edad tenía, señora?

– Es más antigua de lo que pensaba. Debe tener un par de años… Yo creo que el Marcelo tenía sus doce, algo así.

– Doce años, un niñito. Una guagua.

– Sí -dice la mujer con algo de emoción. Su pera comienza a tiritar.

– ¿Y usted lo quería?

– Mucho, sí.

Se produce un silencio. La mujer no puede hablar. Sus ojos comienzan a llenarse de lágrimas.

– Si era el mayor. El primero que tuve.

– Cómo habrán sido sus cumpleaños…

– …

– ¿Y ese perro? ¿Su mascota? ¿Cómo se llamaba?

– Peluso.

– Morir tan joven, no hay derecho. ¿Y usted vio su cuerpito, señora? ¿Tuvo que reconocerlo?

La mujer no resiste más y comienza a llorar. El dolor es patente. Alfonso se da vuelta. Escalona agarra la cámara, enfoca y, mientras dispara, sigue hablando:

– Qué impotencia debe sentir, señora. Me imagino. Una vida así, desperdiciada… Una muerte tan inútil, violenta… Y usted sola, a cargo de todo, sin nadie que le ayude. Tome este pañuelo… Sáquelo todo para afuera, desahóguese, así, perfecto… Eso. Ahora, ¿podría moverse un poquito para el lado? Perfecto. Así me gusta.

Trescientos metros más allá del puesto de menestras de Ramón Quiñones se ve una ramada de paja repleta de sandías y melones. Detrás del improvisado local, hay un bosque pequeño y motudo que deja entrar el sol en lonjas que caen diagonalmente sobre el pasto y un par de mesas de picnic. Escalona y el Camión están sentados con sendas sandías a medio terminar. Entre ellos, un gran tarro de harina tostada. El Camión come su sandía con cuchara y escupe las pepas lejos. Escalona está descalzo tratando de airearse los pies.

– Estamos hedionditos.

– Prefiero el olor a pata al olor a ala.

En el suelo, sobre el pasto, descansa Alfonso. Está dormitando, su cabeza apoyada sobre el tronco de un pino. Tiene la polera levantada y sus manos descansan protegiendo su vientre.

Faúndez regresa de mear. Con un pañuelo se limpia el sudor de la frente. Un chico de unos doce años sale de la ramada y les lleva dos cervezas de litro y cuatro vasos. Faúndez se sirve una y la espuma es tanta que se derrama sobre la mesa de madera. Se toma el vaso al seco y con el mismo pañuelo limpia la espuma que le quedó sobre el labio. Después eructa tan fuerte que llega a producir eco.

– Perdona, Pendejo.

Satisfecho, Faúndez se toca la panza, enorme e hinchada.

– Eres flaquito, lisito -dice mirando a Alfonso, que se incorpora del sueño-. Así era yo, igualito; no creas que siempre tuve esta guata. Pero ya te va a llegar. Ya te va a llegar. La cerveza te caga, Pendejo. Te traiciona. Lo único que podría llegar a envidiarte es tu pinta, ser así flaco, moverse más fácil. Eso y que no tengas que mear a cada rato.

Alfonso acomoda su polera, se tapa el ombligo y se levanta. Se acerca a la mesa y toma otro trozo de sandía. Se sienta sobre la mesa, sus pies arriba del escaño.

– ¿Y? ¿Me vas a perdonar, Fernández? -le dice Escalona con la boca llena.

– Sí, o sea, tú sabrás… Tú sabes más que yo, pero…

– ¿Pero qué? -le pregunta Faúndez, sentándose.

– Supongo que hay modos y modos.

– Sí, le podría haber pegado para hacerla llorar. Escalona es un artista, Pendejo. Quiero que eso te quede claro y que lo respetes como tal. Es mucho más artista que tú y desde luego más que yo. ¿Quién sino Lizardo Escalona es capaz de revelar el alma del hampa y de sus víctimas a través de su lente? En serio, no estoy exagerando. Estoy haciendo justicia. Algún día, Pendejo, Escalona juntará sus mejores fotos -y puta que tiene buenas fotos- y hará una exposición en el Bellas Artes y los críticos tendrán que abrirse de patas. Porque los rostros de Escalona expresan todo lo que las víctimas y los victimarios son incapaces de expresar, ¿me entiendes o no? Da lo mismo, lo importante es que Escalona es capaz de ver más allá y entender. Porque si uno es capaz de hablar, por lo general, no mata. ¿Tengo razón, Escalona? ¿Sí o no?

– Así es, Jefe. Muchas gracias, es usted muy amable. Debería anotar todo esto.

– Te lo mereces, Escalona. No regalo cumplidos porque sí. Y deberían pagarte mucho más. Ahora, cuéntale algunos de tus principios.

– ¿Sí?

– Estamos en confianza. Fernández es uno de los nuestros. O debería tratar de serlo.

– Mira, es muy simple: todos tienen que verse atractivos porque eso es lo que atrae, lo que vende.

– Vender en el sentido de seducir -aclara Faúndez-. Eso, a la larga, se transforma en venta.

– La gallada con buena pinta tiene mejor suerte. Las puertas se les abren más fácilmente. Los feos siempre son rechazados, hasta que logran ser aceptados a la segunda o a la tercera.

– La pura verdad, Escalona. La primera vez que te vi, puta que me asusté.

– El secreto está en los ojos. Y las sombras sobre la cara. El sueño de todo editor es un asesino pintoso con ojos que asusten. Pero, por desgracia, no todo el mundo es atractivo. Como el Camión.

– Vos, poh.

– La gente que no es atractiva necesita tener algo más. Como esta vieja. Ahora bien, si a la vieja le agregas lágrimas y sollozos y dolor, se vuelve atractiva. Distinta. Te engancha. Miras la foto y algo te pasa.

– Dices: qué le pasó a esta vieja culeada. Por qué está así. Caes en nuestras redes.

– Puede ser -dice Alfonso terminando su sandía-. Pero lo que no entiendo es por qué la gente acepta que le tomen fotos. O sea, que terminen posando y acepten los flashes y hasta esos plumavit. Si a mí me pasara algo ni siquiera parecido a lo que les pasa, me encerraría en mi pieza y taparía las ventanas con frazadas.

– Porque les gusta. Por eso.

– No puede ser. Algunos ni siquiera han sido condenados.

– No seas ingenuo, Pendejo. Si alguien llega a La Pesca, no es porque sea un pobre inocente. Por mucho que no haya hecho nada, alguna culpa está pagando.

– Ya, pero ¿y los parientes? No sé si me gustaría aparecer en el diario si mataron a mi hijo o para que todos sepan que mi hermano es un violador.

– Se nota que vienes de otro mundo, Fernández -le dice Escalona-. Se nota que no entiendes éste. Que te falta comprender el engranaje humano. La mayoría de la gente quiere aparecer. Validarse.

– Pasar a la historia.

– Trascender.

– Exacto -sentencia Faúndez-. Mira, a los ricos, por ejemplo, les fascina la idea de ser famosos o tener poder. Por eso no hay artista o político que no pose para una foto. Mira la vida social, no más. Se pelean por aparecer porque saben que la gente, los mortales, los ratones que han perdido, los van a mirar con envidia. Es tal la inseguridad que tienen, que necesitan confirmar que existen a través de un tercero: nosotros. La prensa, para servirles. Eso sólo lo puede hacer una foto y, en menor grado, una nota. Abren el diario, ven su imagen en medio de la pompa y dicen «salí en el diario, existo». Los menos histéricos, los que no dan entrevistas ni posan para las fotos, así y todo les gusta que su nombre aparezca en tinta en la lista de los empresarios más ricos o en un reportaje sobre, no sé, los más inteligentes.

– Nos pusimos densos -opina el Camión, aburrido.

– Por eso las minas posan para esas fotos de novias. Quieren decirles a sus compañeras: «Miren, chiquillas, lo logré, me agarré un hombre y no me lo va a quitar nadie».

– Los pobres, en cambio, están cagados -sentencia Escalona-. No existen. Ahí entramos nosotros. La sección policial es la única parte donde los pobres aparecen con foto, nombre y apellido. Donde les damos tribuna y escuchamos sus problemas.

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