Pierre Szalowski - El Frío Modifica La Trayectoria De Los Peces

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Algunas navidades son inolvidables… Las de 1998 en Quebec, no se le olvidarán a un niño que, entonces tenía once años.
Sus padres le anunciaron que iban a separarse. Nunca hubiese pensado que algo así podría sucederle a él. Al día siguiente empezó la peor tormenta de hielo que Quebec había conocido jamás.
En el hielo florecieron situaciones inesperadas. Las personas recordaron sentimientos que habían olvidado. La vida cotidiana se detuvo. Algunas cosas dejaron de ser como habían sido durante mucho tiempo. Aquella tormenta cambiaría para siempre la vida del niño, de su familia y de sus vecinos. Incluso los peces, de uno de ellos, modificaron su comportamiento. Finalmente, la tormenta pasó.
A veces, las situaciones inesperadas hacen que veamos todo diferente.
El frío modifica la trayectoria de los peces. La historia de una felicidad caída del cielo.

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A continuación Boris Bogdanov se lanzó a realizar cálculos térmicos. En una tabla que trazó rápidamente anotó con cuidado el tiempo que el acuario tardaría en enfriarse, considerando la temperatura ambiente.

Pudo definir un algoritmo que determinaba la cantidad de agua caliente que debería añadir en el acuario en caso de que la temperatura bajase. Si sacaba un litro de agua a treinta y un grados, tendría que añadir cuatrocientos cincuenta y nueve mililitros de agua a noventa y ocho grados para que la totalidad del acuario recuperara los treinta y dos grados. Continuó con sus cálculos, incluyendo diversas presiones atmosféricas posibles, si el agua caía a veintinueve, veintiocho, veintisiete, veintiséis, veinticinco, veinticuatro, veintitrés y veintidós grados. No se atrevió a contemplar la posibilidad de una temperatura más baja.

Níet… Níet… Níet…

La cualidad de los rusos es que saben salir adelante sin nada. Boris había vivido diecisiete años en Rusia. En sus primeros diez años conoció la última década del régimen comunista. Sabía lo que era vivir sin nada. Mas aún, como todo ruso con problemas, sabía espabilarse en las situaciones de precariedad, de primera necesidad. En su lista, todo estaba claramente ordenado: un termómetro, un hornillo de camping y todas las bombonas de gas posibles.

En los pasillos del Canada Dépôt, Boris Bogdanov no estaba solo. Mucha gente había ido a buscar provisiones. La que ya no tenía electricidad se cruzaba con la que se preparaba para no tenerla. Todo el mundo convergía en las mismas secciones. Algunos se contentaban con lo necesario. Otros, guiados por el miedo, sentían la irrefrenable necesidad de almacenar masivamente, dispuestos a privar a sus vecinos de lo más vital. Boris Bogdanov vació las estanterías de las bombonas de gas pequeñas. Cogió las veinticinco que quedaban y corrió hacia la caja.

La naturaleza humana se manifiesta entre el fango.

No se me ocurrió nada mejor que hacer

Mientras caminábamos por la calle, Alex no paraba de lanzarme miradas. En la milagrosa llamada que había recibido la directora pedagógica él no veía más que suerte. Cuando se vació, la escuela, se rascó la cabeza. Pero vi que empezaba a dudar de verdad cuando la ambulancia llegó al colegio con la sirena a tope. Todavía estábamos allí y lo vimos todo. Confieso que me dio pena ver a la directora pedagógica tumbada boca abajo en la camilla. No paraba de gemir mientras el enfermero intentaba animarla.

– Espero por su bien que solo esté astillado, pero viendo cómo le duele, mucho me temo que se haya roto el coxis.

No la animó mucho. Gimió aún más fuerte. De repente parecía tan frágil… ya no era la misma que en su despacho. Afortunadamente no oyó a los alumnos pasándose la noticia. Nadie recordaba que había resbalado al ayudar a echar arena en el hielo para que ningún niño resbalara y se hiciera daño.

– ¡La directora pedagógica se ha roto el culo!

– ¡La directora pedagógica se ha roto el culo!

– ¡La directora pedagógica se ha roto el culo!

Los niños son crueles, ya lo sé. Alex no hablaba, estaba demasiado ocupado en mirarme cada cinco segundos. Se hacía preguntas, estaba claro. Así que volvimos a casa sin hablar. El cielo no me ayudaba exactamente como yo quería, pero era evidente que me había oído. Eso me dio nuevas esperanzas. Al llegar a nuestra calle vi que se abría la puerta de mi casa. Apareció una maleta, luego otra. Mi padre salió detrás. La esperanza no duró mucho.

– ¿Qué hacéis aquí?

– Han cerrado el colegio a causa del hielo. ¿No te has enterado?

– No, la verdad es que no he tenido tiempo de oír las noticias esta mañana.

Miré a mi padre. En sus ojos leí que hubiera preferido que no lo viera marcharse. En esos casos, uno dice lo que puede. Empezó él.

– Supongo que vais a aprovechar para hacer los deberes, ¿no?

– No ha dado tiempo de que nos pusieran, papá…

– Qué suerte…

Al oír esta palabra, Alex pareció volver en sí. Mi padre cogió sus dos maletas.

– Tengo que irme, parece que las carreteras están bastante mal… Dale un beso a mamá de mi parte.

¡Dar un beso a mamá de su parte! Se inclinó hacia mí. Me pegué a él. Pude ver que sus manos apretaban muy fuerte, temblando, las asas de las maletas. No debe de ser fácil eso de irse. Empezó rápidamente a cargar el coche sin mirarme o más bien sin querer que yo lo viera. Puso el motor en marcha. Al irse, los neumáticos resbalaron en el hielo. Desapareció a la vuelta de la esquina. Alex miró a otra parte.

– Se separan, ¿no?

No tenía nada que contestar. Alex notó que yo hacía esfuerzos por no llorar. Lamentaba haberme preguntado. Dio unos pasos atrás. Incluso los duros saben ser tiernos a veces.

– Me voy a casa… ¡Qué fuerte tu número con la directora pedagógica! ¡Genial, tío! ¡Eres el mejor!

Dijo aquello para animarme. En realidad no creía ni una palabra. Me parece que en su lugar yo tampoco me lo habría creído. Cuando entré en casa, mi madre no estaba. Así que, solo en mi habitación, me pasé la tarde mirando cómo caía el hielo.

No se me ocurrió nada mejor que hacer.

En esta vida, cada cual va a lo suyo ¡Miau!

Brutus se frotaba contra la depilada pantorrilla de su hermosa dueña. Julie se maquillaba frente al espejo del baño. No parecía ni feliz ni desgraciada, todo era cuestión de costumbres. Para ella ser hermosa era un ritual, porque ser hermosa era su oficio. De la mesita había desaparecido ya el pequeño abeto. La Navidad había terminado. Una hora antes Julie había recibido una llamada del propietario de Sex Paradisio. Con hielo o sin hielo, la esperaba a las seis de la tarde en punto. Si no aparecía, no hacía falta que volviera.

– En un local de striptease no hay invierno. Solo hay una estación, el verano. Aquí, ¡el cuerpo caliente y el espectáculo enfrente!

Julie ya no sabía siquiera por qué se dedicaba a aquello. Una feroz voluntad de ser independiente en plena adolescencia la convirtió en dueña de sí misma. La única condición era no fugarse. Conoció el amor por primera vez en contacto con Max, un caradura. Ella acababa de cumplir dieciocho años. Él tenía treinta, una especie de padre. Cuando se enteró de que la cuenta de ahorro que los abuelos de Julie habían ido engrosando poco a poco acababa de desbloquearse, le propuso que se fueran a vivir juntos. Aquel apartamento era su nido, lo escogieron los dos. El alquiler estaba a nombre de Julie. A Max no le gustaba el papeleo administrativo. Quiso que tuvieran una cuenta común. A ella aún no le había dado tiempo de decorar el nido cuando Max desapareció con todos los dólares de la cuenta de ahorro.

– ¡Salgo un momento a por un paquete de tabaco! Me he quedado sin.

Julie no quiso mudarse. No por el recuerdo de Max, sino por su independencia. No quería tener a un realquilado. Al principio tuvo que conseguir un segundo empleo. De día trabajaba en un restaurante, y de noche en un bar. Eso es mucho, sobre todo si trabajas los siete días de la semana. No tenía tiempo para vivir. Habló de ello con uno de sus clientes, que le dijo que era demasiado guapa para esconderse detrás de un mostrador. Era el dueño de Sex Paradisio. No le costó convencerla de que ganaría tres veces más trabajando diez veces menos. No le mintió. Cuando se es guapa, y se tiene una buena delantera, el futuro en el oficio es bueno.

– ¿Ves a ese calvito de ahí? ¡Puede dejarse trescientos pavos cada noche!

Julie no dejaba de pensar en el porvenir. Había comprendido que ser bailarina de striptease era aceptar no existir. La mujer en el escenario que se destapaba ante la mirada de los hombres no era ella. Sin embargo, aunque era otra la que ganaba hasta quinientos dólares por noche, sí era ella, Julie, la que todas las semanas ingresaba la mitad en una cuenta de ahorro, en recuerdo de sus abuelos.

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