– ¿Tanto los quieres?
Por un instante Boris pareció salir de su pena. Reflexionó.
– Sin ellos, mi vida ya no tendrá sentido…
Los amores rotos eran la especialidad de Julie. No sabía que se pudiera llorar por unos peces, pero ella, a fin de cuentas, los únicos amigos de verdad que tenía eran sus tres gatos.
– Si quieres, los puedes dejar en mi casa…
– No puedo dejarlos solos…
Julie sonrió; claro, ¡el viejo truco para ligar!
– No es lo que cree. El agua debe estar a treinta y dos grados. Tengo que presentar mi tesis en junio. Mi teoría de los nudos es una revolución matemática. Ya casi estoy terminando… ¡No quiero perderlo todo!
Con un último sollozo, Boris Bogdanov se secó las lágrimas con el dorso de la mano y miró a Julie fijamente. Su expresión era tan pura, tan honesta… Además, aunque tenía los pómulos demasiado marcados, como todos los eslavos, ella le veía un encanto exótico. Algo nunca visto en el Sex Paradisio. No había entendido una sola palabra sobre sus peces matemáticos. Solamente tenía ganas de creerlo, ganas de desear que alguien no le mintiera.
– ¿Cuántos peces tienes?
– Cuatro, muy pequeños…
– Y el acuario ¿es grande?
– Mediano…
– ¿Tú a qué le llamas mediano?
Boris Bogdanov separó los brazos quitando unos sesenta centímetros a la longitud real de su acuario. A Julie le pareció muy pequeño para albergar a cuatro peces, pero la precaria situación de su vecino le había llegado al alma.
– Una sola noche, porque pronto voy a tener gente en casa. Te lo advierto, quédate quietecito en el sofá. ¡Tengo un arma y he hecho tres años de autodefensa!
Boris Bogdanov se levantó de golpe. Brutus, que no estaba al caso, salió volando por los aires. Como todo buen gato, cayó sobre las patas. Resbaló un poco en el hielo, pero se enderezó rápidamente, cruzó la calle y, sin un miau, se deslizó por la puerta entornada de su ama. Se oyeron dos maullidos muy poco simpáticos. Seguía sin ser bien recibido en el sofá.
Julie no tuvo tiempo de esbozar siquiera una parada de autodefensa. Boris Bogdanov se había lanzado sobre ella para abrazarla. Le daba golpecitos calurosos en la espalda con un abrazo viril, muy eslavo, sin poder detenerse.
– Vale, vale, ya veo que estás contento… ¡Venga! Ve a buscar a tus peces…
Boris subió los peldaños de cuatro en cuatro. Ya en casa, se dirigió inmediatamente al salón. Miró un momento a sus cuatro peces, que nadaban de dos en dos. Metió el termómetro en el agua: ¡veintitrés grados! Sus peces no solo corrían el peligro de olvidar para siempre jamás su trayectoria, sino que además estaban haciendo nudos hacia la muerte. ¡Había que salvarlos!
Boris separó los brazos para levantar el acuario. ¡Imposible moverlo ni un centímetro! Había demasiada agua y demasiadas rocas en el fondo. Cogió la cacerola, la sumergió en el acuario y fue corriendo a vaciarla al baño. Tras varios viajes, se rindió a la evidencia de que semejante maniobra le llevaría horas y que, para entonces, sus cuatro tesoros estarían congelados. No le quedaba más que una solución. Cogió la red.
¡Pom! ¡Pom! ¡Pom! Ruido en la escalera.
Tumbado aún en el diván, perdido en un sueño, Alexis ni se inmutó. Alex, sentado en el suelo, pegado al lecho, saboreaba sus palabras.
– Te tengo a ti…, bebé…
Boris Bogdanov llamó con fuertes golpes a la puerta de Julie. Había tardado más de media hora en atrapar a sus cuatro peces. En una pandilla siempre hay uno que no quiere hacer lo mismo que los demás. Julie abrió; llevaba su bata roja y mantenía el cuello cerrado con firmeza y muy arriba. Salía de la cama.
– ¡Ya no te esperaba!
Vio la cacerola en la mano de Boris y los cuatro peces que se apretujaban en un terrible nudo.
– Eres muy amable, pero ya he comido.
Boris Bogdanov nunca había tenido sentido del humor, pero viendo a sus tesoros intentando respirar en su féretro de hierro aún tenía menos.
– ¿Dónde está el cuarto de baño?
– Ni por un momento sueñes que…
– ¡Es para los peces!
Julie se sintió un poco estúpida. Señaló con el dedo en dirección al pasillo. Sin un gracias ni una mirada, Boris Bogdanov corrió a encerrarse. ¡Clac! Julie abrió un armario, sacó una manta y la dejó en el sofá, con cuidado de no molestar a los dos gatos que dormían en él. Luego se acercó a la puerta del baño.
– Te he dejado una manta en el sofá. ¡No intentes dormir en otra parte! ¡Si no, te despertarás en urgencias!
– Da! ¡Muchas gracias!
– ¡Las toallas están debajo del lavabo!
– Da! ¡Muchas gracias!
– ¿Dónde están los peces?
– ¡Conmigo!
– ¿Puedo verlos? En la cacerola estaban unos encima de otros.
– Niet! ¡Estoy muy ocupado!
Sorprendida, Julie asió el pomo de la puerta del cuarto de baño. Por un instante pensó en girarlo y entrar sin más ni más. ¿Acaso no estaba en su casa? Pero aquella irrupción, totalmente inesperada y única en su género, significaba un cambio en su rutina. Había vida, y cuando hay vida, hay esperanza. Fue a su habitación y miró por la ventana aquel hielo que caía. Sí, aquella tormenta de hielo había vaciado el Sex Paradisio, algo nunca visto en el mundo de los mujeriegos, pero ella no lo lamentaba. En la vida, el dinero no lo es todo.
Amanecía y Julie no había podido conciliar el sueño. El ruido del agua que corría, se paraba y corría de nuevo, procedente del cuarto de baño, no había cesado en toda la noche. Durante los treinta primeros minutos lo atribuyó a lo inesperado y lo único. La acunaba como una nana. Pero hasta los estribillos más dulces, a fuerza de repetirse, se te meten en la cabeza y resultan insoportables.
– ¡Ahora verá el matemático ese si para o no para de una vez!
Olvidando ponerse la bata, Julie saltó al pasillo con un fino y transparente picardías. Abrió de golpe la puerta del baño, sin llamar. Estaba en su casa, ¿no?
– A ver, tú y tus peces os vais…
– ¡Chis!
A la orden, Boris añadió el gesto, el dedo sobre la boca. Sin saber por qué, Julie obedeció. De rodillas frente a la bañera, perdido en medio de un montón de hojas garabateadas y de toallitas, le indicó que se acercara. Ella se quedó paralizada un instante. El corto camisón no escondía nada. Boris ni siquiera pensó en mirar.
– ¡Venga a ver la bañera!
Julie, dócil, se arrodilló. De espaldas, la escena era de una tórrida indecencia. Desnudas, las nalgas de Julie sobresalían al lado de los vaqueros gastados de Boris. Cuando se inclinó hacia delante para mirar el agua, sus senos parecieron querer fugarse del fino tejido del picardías, pero Boris, acaparado por su improvisado acuario, no vio nada. En el fondo de la bañera, en el sitio del tapón, había una toallita. A través de la tela se escapaban ciento diecinueve centilitros por minuto. Dejando correr un fino hilo de agua a cuarenta y dos grados, idéntico en volumen, Boris había conseguido el increíble desafío de estabilizar la temperatura del agua a treinta y dos grados constantes.
– ¡Aquí está todo escrito!
Julie cogió la hoja que le tendía el genio ruso, pero apenas la miró. Las ecuaciones térmicas a golpe de toallita no eran lo suyo. Lo que sí la maravilló fue ver peces en su bañera. Desde luego, aquella noche era increíble, la más hermosa desde hacía mucho tiempo. Incluso a Brutus le pareció bonito cuando consiguió subirse al lavabo para ver el espectáculo marino. Julie señaló uno de los peces.
– ¿Cómo se llama ese verde con rayas naranja?
– ¡Número uno!
Boris, sin prestar atención alguna a la pierna desnuda, retiró de debajo de la rodilla de Julie un pequeño cuaderno. Volvió a la bañera, pasó unas cuantas páginas hasta detenerse en un dibujo en el que había trazado, en diferentes colores, la trayectoria básica de cada uno de los peces. Señaló la trayectoria verde, punteada de naranja.
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