Los primeros rayos de luz se filtraron en la alcoba y Elena se rindió al sueño, aún encogida e inmóvil detrás de la puerta. Despertó bruscamente al escuchar el clic de la cerradura y quedó paralizada por el miedo; sintió unos lentos pasos y divisó entonces una figura femenina portando una bandeja con alimentos que se dirigía hacia el centro de la habitación. Entonces, aún con los huesos entumecidos, dio un salto y corrió hacia la puerta, cerrando con llave desde fuera y lanzándola por la ventana del corredor. Se dirigió hacia la escalera en una carrera frenética y veloz, bajando los peldaños de tres en tres como una exhalación; alcanzó la puerta principal de la casa y desde allí corrió por el camino de tierra marcado que conducía directamente hacia la gran puerta de la finca. Al llegar allí gritó de rabia al descubrir que estaba cerrada y que era tan alta como el muro; era imposible saltarla desde dentro. Rodeó la casa por el lado posterior y descubrió varios coches aparcados en batería; abrió la puerta de una camioneta y… ¡bingo! ¡Tenía las llaves puestas! Mientras se introducía escuchó voces a su espalda que se iban extendiendo por toda la casa y se ocultó tendiéndose sobre el asiento para no ser descubierta. Rápidamente arrancó el motor y se abrochó el cinturón de seguridad, pisando a fondo el acelerador y dirigiéndose a toda velocidad hacia la cancela de hierro con la intención de embestirla para abrirla por la fuerza. Cuando faltaban unos metros hasta la meta, Elena cerró los ojos y pisó a fondo el acelerador.
De repente sintió un violento impulso hacia delante provocado por el brutal impacto. Pero las rejas apenas se inmutaron; sin embargo la camioneta quedó destrozada. Elena sufrió una fuerte sacudida que le provocó un terrible dolor en el cuello. Vio que la puerta se abría y notó que alguien tiraba de su brazo hacia fuera. Forcejeó intentando escapar, pero el dueño de la casa la redujo a la fuerza, sujetándole las manos y colocándoselas a la espalda hasta hacerle daño.
– ¡Quieta! ¡Vamos adentro! -ordenó tirando de ella.
Elena comenzó a caminar hacia la casa seguida de aquel carcelero que le aprisionaba con una de sus manos las dos muñecas. De repente sintió que sus piernas perdían fuerza y todo a su alrededor se oscurecía. Antonio Cifuentes advirtió su desvanecimiento y consiguió atraparla en el aire antes de que se desplomara sin sentido; después cargó con ella en brazos hasta la habitación. Allí esperó pacientemente hasta comprobar que la joven comenzaba a reaccionar. Su mirada estaba desorientada y una palidez extrema le cubría el rostro.
– ¿Está despierta? Conteste, hábleme -exigió inclinado sobre ella.
Elena recuperaba lentamente el sentido y a la vez el terror por las consecuencias de su desesperada acción.
– ¿Recuerda su nombre?
– Si… Elena… Elena Peralta… -respondió de forma casi imperceptible.
– ¿Sabe lo que ha hecho?
Asintió con la cabeza, aterrorizada.
– Por favor, déjeme marchar…
– Hoy no es su día de suerte. Mis obreros van a divertirse un rato con usted. -La miró esperando su reacción, que no se hizo esperar.
– ¡No, por favor! -suplicó incorporándose con dificultad y agarrando su brazo con las dos manos-. Le prometo que jamás volveré a escapar…
Su malestar iba en aumento y se sintió desfallecer, bañada en sudor frío y contemplando miles de luces plateadas a su alrededor. Cerró los ojos y volvió a desplomarse, a punto de perder de nuevo el sentido.
Antonio Cifuentes sintió compasión al verla en aquel estado.
– Está bien. -Su tono era ahora menos duro.
– No volveré a hacerlo, le doy mi palabra… -decía con un hilo de voz sin abrir los ojos.
– Hagamos un trato. Yo me olvidaré de esta travesura si me dice dónde está su hermano. ¿De acuerdo?
– ¡Yo no lo sé! Jamás le he visto. Créame, se lo suplico.
– No puedo creerla, sé que está mintiendo… Pero ahora la dejaré descansar, tendremos mucho tiempo… -dijo más tranquilo, librándose con pesar de las delicadas manos que seguían aferrando su brazo. Nunca tuvo intención de cumplir aquella amenaza, solo quería comprobar que le había causado el efecto que pretendía.
Antonio Cifuentes se reunió por la tarde con Manuel Flores, el jefe de la Policía de la Ciudad de México; tomaban una copa en la terraza de la hacienda junto a la enorme piscina rodeada de hamacas y palmeras. Las buganvillas rosas y violetas cubrían los muros, y los parterres de petunias, margaritas y otras flores más exóticas ofrecían un colorido ambiente.
– ¿Qué noticias hay de González?
– Mis hombres recorren diariamente los barrios de la ciudad, pero es listo y no se deja ver con facilidad. -El responsable de la seguridad tomaba con sus delgadas manos el vaso de licor.
– ¡Le quiero vivo! -dijo Antonio con rabia.
– Pronto estará entre rejas, señor Cifuentes; tengo a toda la ciudad buscándole. ¿Qué ha pasado con su hermana? ¿Ha conseguido hacerla hablar?
– No, pero lo hará. Si sabe algo, nos conducirá hasta él.
– Me gustaría conocerla, debería llevarla a la central para que la interroguemos.
– Por ahora lo haremos a mi manera. La retendré aquí algún tiempo; estoy seguro de que conseguiré hacerla hablar. De todas formas voy a presentársela, le aseguro que se va a quedar tan sorprendido como yo -dijo haciendo una mueca mientras daba orden a uno de sus sirvientes de traer ante ellos a Elena Peralta. Un bonito nombre para una hermosa mujer, pensó. Todavía le costaba creer que tuviese lazos de consanguinidad con aquel asesino.
El dueño de la hacienda se preparó otra copa mientras aguardaba. Era un hombre singular, poderoso y soberbio, acostumbrado a controlarlo todo y a todos, con influencias en los estamentos del poder y relacionado con las personalidades más influyentes del país, entre ellos jueces, políticos y fuerzas de seguridad. Había tomado las riendas de la hacienda tras la violenta muerte de su padre, quien dirigió aquella explotación con mano de hierro hasta el final. Pero aquellas tierras no eran una prioridad para él; poseía una clara intuición para los negocios y una gran preparación: había estudiado en Estados Unidos y durante largas temporadas había viajado por Europa. Desde su intimidante despacho en la planta cuarenta del rascacielos que construyó para su holding tras el gran terremoto del año 1985, dirigía un gigantesco entramado de sociedades cuyas actividades abarcaban desde la construcción hasta el monopolio de servicios energéticos y de transportes. En sus comienzos adquirió una fábrica de cemento, a la que siguieron otras de materiales de obras, de maquinaria pesada y un largo etcétera hasta convertirse en la primera firma del país encargada en exclusiva de construir equipamientos públicos para el gobierno mexicano: puentes, carreteras, estadios y, de vez en cuando, residencias para algunos políticos, grandes amigos y socios en los negocios. Su excelente relación con la alta jerarquía le había proporcionado un desmesurado poder que provocaba respeto y temor entre los competidores, pues no se detenía ante ningún obstáculo para conseguir sus propósitos. Fue portada de la revista América Economía durante dos años consecutivos, elegido como empresario modelo, y la insignia de su holding estaba presente a lo largo de toda la geografía mexicana con un número de empleados que se contaba por miles. Todo aquel imperio había sido creado en los últimos quince años por él mismo. Vivió en la hacienda durante su primera infancia y después lo enviaron a Estados Unidos, donde creció en la soledad de un selecto y elitista internado de Washington para más tarde estudiar en Harvard. Jamás conoció a su madre, aunque sabía que vivía, y regresó a los veinticinco años a su país para demostrarse a sí mismo y al resto de sus congéneres que no necesitaba a nadie para triunfar, ni siquiera a su padre. Este aceptó con escepticismo los inicios empresariales de su carismático hijo, al que aguardaba en la hacienda para situarlo bajo sus órdenes como tuvo siempre a todos los que le rodeaban.
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