Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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Tras reponerse al día siguiente con un suculento desayuno y haciendo un esfuerzo por adaptarse al cambio horario, determinó investigar la ubicación de la hacienda Santa Isabel, donde su familia residía y trabajaba. Contrató un taxi de confianza recomendado por el recepcionista del hotel a cambio de una generosa propina y negoció previamente el precio del traslado. Durante más de una hora de trayecto, en el que atravesó la ciudad desde el centro norte hacia la salida sur, el locuaz y amable conductor fue ofreciéndole una interesante información sobre la finca hacia donde se dirigían. Los propietarios eran una de las familias más ricas de México, los Cifuentes, y en sus tierras trabajaban la mayoría de los habitantes de los pueblos de los alrededores. Le habló también de un reciente crimen cometido en ella que había conmocionado a todo el país y del que aún se hablaba en las noticias, pues su autor no había sido capturado. La muerte de uno de los más grandes potentados de México había tenido una amplia repercusión y la policía seguía investigando a cualquier persona relacionada con el asesino, realizando redadas por toda la ciudad y efectuando arbitrarias detenciones incluso de familias completas. Todos los trabajadores habían sido interrogados por las fuerzas de seguridad, y se ofrecía una suculenta recompensa por su captura, vivo o muerto; la cantidad era doble si le cazaban con vida.

Los Cifuentes eran gente poderosa. La hacienda fue adquirida por un rico antepasado a mediados del siglo XIX tras la desamortización eclesiástica emprendida por el gobierno liberal de 1856, con el fin de despojar a la Iglesia de gran parte del territorio del país, del que era dueña, para posteriormente venderla a los arrendatarios. Pero los compradores adoptaron un modo de vida aristocrático y se asimilaron a la clase social propietaria ya existente, consolidando así la anterior estructura social y causando el efecto contrario al que pretendían los gobernantes: la distribución de la tierra a los peones y jornaleros; estos no disponían de los fondos necesarios para comprar las grandes superficies expropiadas, así que fueron las clases más pudientes las que se hicieron con ellas.

A partir de aquella inversión, las propiedades de esta singular familia fueron ampliándose durante décadas. A finales del siglo XIX existía una gran desigualdad en las zonas rurales, el latifundismo había llegado a su máxima expresión, basado en el dominio social ejercido a través del monopolio de la tierra; mientras tanto, los campesinos sufrían la servidumbre sometidos a un régimen de peonaje, hundiéndose día tras día en la mayor miseria mientras los terratenientes aumentaban el tamaño de las propiedades y sus beneficios.

Sobrevivió la hacienda Santa Isabel incluso a la reforma agraria auspiciada y defendida hasta la muerte por Emiliano Zapata durante la revolución, en las primeras décadas del siglo XX. El gobierno expropió las tierras a los latifundistas y se dividieron en ejidos (comunidades fundadas sobre el usufructo prehispánico), pero los agudos propietarios negociaron con los nuevos gobernantes el paso del ferrocarril por las propiedades a cambio de no sustraer ni una hectárea de sus terrenos. La llegada del tren por aquellas tierras incentivó la economía de la hacienda, que hasta aquel momento debía transportar sus productos agrarios en caravanas tiradas por mulas; de esta forma, el incremento de la producción de cereales y la rápida distribución de las mercancías multiplicaron el patrimonio familiar, lo que les proporcionó un control absoluto no solo en la economía de la región sino también en la política.

El abuelo del actual propietario introdujo en los años treinta la cría de ganado de lidia en sus terrenos, y su heredero construyó dos décadas después una magnífica plaza de toros; año tras año la ganadería fue aumentando en calidad y cantidad, adquiriendo gran prestigio dentro y fuera del país. Tras el gran terremoto de 1985 se realizaron importantes reformas e inversiones en la hacienda con el fin de adaptarla a los nuevos tiempos y dotarla de comodidades dignas de un palacio, con más de treinta habitaciones, salones, piscinas y espaciosos jardines. Actualmente se dedicaban también a la cría de caballos de pura raza, para los cuales habían construido unas modernas instalaciones que provocarían la envidia de cualquier ganadero inglés, pues sus ejemplares conseguían numerosos premios en las más prestigiosas carreras hípicas de Europa y Estados Unidos.

El coche se detuvo delante de la enorme puerta de acceso a la finca, rodeada de altos muros y con amplitud suficiente para el paso de dos coches en paralelo. Elena se despidió del conductor, emplazándole para que regresara a la caída de la tarde. Con paso firme atravesó la verja de entrada, que estaba abierta, y se dirigió hacia un operario con vaqueros y sombrero de cuero que acudía veloz al percatarse de su presencia. Elena percibió cierto asombro en aquel hombre al ser preguntado por la familia González y, tras unos instantes de dudas, la invitó a entrar, conduciéndola hacia una cerca de madera donde varios mozos limpiaban y domaban magníficos caballos. El vaquero se separó de ella y ordenó llamar a otro empleado, y este a otro, y a otro más, hasta que formaron un corro; después llegó el que parecía ostentar más autoridad y, tras una corta deliberación con el improvisado grupo de pensadores, se dirigió hacia Elena. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y moreno, con un negro mostacho que descendía por la comisura de los labios hasta el inicio de la barbilla. Iba vestido con pantalones vaqueros y camisa a cuadros.

– ¿A quién dice que desea ver, señorita? -preguntó mientras se despojaba de su sombrero en señal de respetuoso saludo.

– A Trinidad González y a su hijo, Agustín González -repitió la joven dando muestras de impaciencia.

– Ah… Entiendo… -murmuró bajando los ojos y dando vueltas al sombrero-. ¿Tenía usted una cita con ellos…? Quiero decir… ¿sabían que iba usted a venir?

– No -dijo tratando de sonreír con amabilidad-. He decidido darles una sorpresa. Sé que no me esperan…

– De eso estoy seguro. ¿Cuál es el motivo de su visita, señorita? -preguntó entornando su mirada para observarla mejor.

– Es un asunto familiar. Soy hija de Trinidad González y hermana de Agustín.

– ¿Usted? -preguntó abriendo los ojos con cara de sorpresa-. ¿Está bromeando?

– No, señor. No bromeo. -Elena comenzaba a irritarse-. Le ruego que les informe de mi llegada -pidió con frialdad.

Durante unos instantes tuvo que soportar la impertinente mirada de aquel hombre que parecía no tomar en serio su petición. Después este hizo un gesto con la cabeza y la conminó a seguirle. Caminaron en silencio durante un buen rato, rodeando los establos y continuando en línea recta por la parte trasera. El silencioso acompañante se detuvo ante una pequeña cabaña de madera desvencijada, sucia y con signos de abandono, invitándola a entrar para esperar a su familia mientras él iba a anunciarles la visita.

La joven accedió con desconfianza. El interior estaba oscuro y cubierto de polvo; los escasos haces de luz penetraban a través de las rendijas de las tablas que el tiempo y la dejadez habían realizado en las débiles paredes, y un olor a tierra húmeda y madera añeja inundaba aquel espacio. De repente sintió un gran golpe tras ella: la puerta por la que había accedido se había cerrado bruscamente, dejándola atrapada en el interior. Elena se volvió y forcejeó, tirando de esta hacia dentro para tratar de abrirla; durante unos instantes creyó que había cedido unos centímetros, pero el hombre que la había llevado hasta allí empujó enérgicamente hacia dentro para después tirar con fuerza hacia fuera, cerrándola de un violento portazo. Esta maniobra hizo que el quicio de la puerta la golpeara en la frente, provocándole una fuerte contusión y haciendo que cayera hacia atrás sin sentido sobre las polvorientas tablas. Tras unos minutos, abrió los ojos y fue recuperando poco a poco la consciencia, incorporándose con dificultad y sintiendo que el techo y el suelo se movían a su alrededor. Con gran esfuerzo consiguió alcanzar un sucio catre y se tendió en él; la cabeza le estallaba de dolor y su frente había sangrado abundantemente, aunque por fortuna la hemorragia se había detenido. Miró el reloj y comprobó que había pasado más de una hora desde su llegada a aquel lugar. El vértigo causado por el impacto le impedía incorporarse para tratar de salir de aquella trampa, y desde la improvisada camilla escuchó voces y pasos masculinos, gritos que daban órdenes y golpes en la puerta. Esperó con ansiedad que alguien le ofreciera alguna explicación de lo que estaba ocurriendo, pero la puerta no se abrió; al contrario, parecía estar siendo apuntalada desde el exterior para impedir su salida.

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