Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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Las horas comenzaron a pasar muy lentamente y el silencio regresó a aquella oscura y tenebrosa estancia, donde los rayos de luz que atravesaban las rendijas de la madera habían ido cambiando de dirección hasta desaparecer. El cansancio provocado por el cambio de horario y las escasas fuerzas de que disponía contribuyeron a sumir a la joven en un profundo sueño.

Antonio Cifuentes llegó a su propiedad conduciendo él mismo. Había interrumpido una comida de negocios en la capital al ser alertado por el capataz de una extraña visita que se había producido en la finca, y se dirigió a la cabaña para retirar la tranca de la puerta que sus hombres habían colocado para imposibilitar la apertura desde dentro. Ya nadie vivía en aquellos viejos barracones, los trabajadores se habían trasladado a las nuevas construcciones de ladrillo en el lado sur de la finca. Era ya noche cerrada y la oscuridad en aquel minúsculo receptáculo le impedía apreciar con claridad el interior. Se introdujo solo, encendió una linterna y comenzó a inspeccionar dirigiendo la luz hacia todos lados hasta que divisó en un rincón el cuerpo de una mujer inmóvil sobre un catre y se encaminó hacia ella para observarla con precaución. Parecía desvanecida y presentaba una brecha en el lado izquierdo de la frente que le había provocado una gran mancha de sangre en la mejilla y sobre la ropa; paseó despacio la linterna a lo largo de su cuerpo, contrariado y convencido de que aquello debía de ser una confusión: allí yacía una mujer joven, de piel blanca, cabello rubio y finas manos; lucía pendientes de perlas y de su cuello colgaba una pequeña cruz plateada. Costaba creer que aquella exquisita joven fuese la hermana del mozo de cuadras. Sus hombres debieron de confundirse; ella no podía ser familia de Agustín y Trinidad González… pero su desconcierto aumentaba al comprobar que su rostro le era familiar. ¿Dónde había visto antes a aquella mujer?

Elena abrió los ojos y se estremeció al descubrir una silueta sobre ella tras un potente foco de luz que la observaba con curiosidad. Pertenecían a un hombre maduro, de cabello moreno peinado hacia atrás marcando el inicio en el centro de la frente. No vestía como los demás vaqueros que la recibieron por la mañana: llevaba una elegante camisa y corbata a rayas bajo una chaqueta de color oscuro. Su impertinente mirada a través de las sombras que provocaba la linterna le hizo temer por su integridad.

– ¡Por favor, no me haga daño! -suplicó con terror.

Trató de levantarse e ir hacia el otro extremo del camastro, pero él se inclinó sobre ella inmovilizando sus delgadas muñecas por encima de la cabeza con una de sus manos, mientras que con la otra seguía enfocando su rostro. Al colocar su cuerpo sobre ella descubrió unos ojos rasgados que le miraban llenos de miedo. En aquellos instantes recordó dónde la había visto por primera vez:

¡Era la joven del aeropuerto!

Enfocó su delgada muñeca para reconocer el brazalete plateado que llevaba la mañana anterior, y en la otra el reloj con la correa de cuero. Sí, definitivamente era ella, no podía olvidar aquella mirada…

– ¡Quieta! ¿Quién es usted? -preguntó con voz ronca y autoritaria.

– Mi nombre es Elena Peralta.

– ¿Es usted hermana de Agustín González?

– Sí.

– ¿La hija de Trinidad González?

– Sí. ¿Puede explicarme qué está pasando?

– ¿Yo? -respondió Antonio con una carcajada-. ¡Carajo! Es la pregunta más divertida que me han hecho hoy. ¿Acaso no sabe quién soy yo?

– No, lo siento. No sé quién es usted -respondió Elena tímidamente.

– Soy Antonio Cifuentes. ¿Comprende ahora? -dijo con dureza.

Elena recordó aquel apellido en las palabras del taxista e intuyó que era el dueño de la finca.

– No, señor Cifuentes, sigo sin entender por qué me han encerrado aquí. Yo he venido a visitar a mi familia…

Él la miró desconcertado ante aquella respuesta.

– ¿Acaso se está burlando? ¿Es que no está al corriente de la infamia que ha cometido su hermano? ¿No sabe que su madre ha muerto? -preguntaba sin salir de su asombro.

– ¿Mi… mi madre ha muerto? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Qué ha pasado? -exclamó con voz temblorosa.

– ¿Quién diablos es usted? -decía cada vez más confundido-. Tiene acento extranjero. No puede ser familia de los González.

La mente de Elena se puso a trabajar rápidamente; tenía que salir de allí con urgencia e inventar una buena excusa.

– Creo… señor, creo que he cometido un error. Yo… Estoy tratando de localizar a mi familia, estoy de paso… vivo en España… fui adoptada cuando era pequeña… -mintió atropelladamente-. Contraté a un detective en México para encontrarles, pues solo conozco el nombre de mi madre. Él localizó a varias mujeres con el mismo nombre y apellido y estoy recorriendo todas las direcciones que me facilitó. Este es el primer lugar que he visitado, pero por lo visto no es el correcto. Tendré que seguir buscando… -Trató de esbozar un tímida sonrisa.

– Eso tiene más lógica -dijo aflojando la presión de las manos-. Pero me ha dicho que es hermana de Agustín González… -Aún recelaba de sus explicaciones.

– Yo he supuesto que mi madre tendría más hijos… No sé nada de ella ni de su pasado. Si hubiera mencionado cualquier otro nombre, le habría respondido de la misma forma.

– Está bien. Deme las manos, la ayudaré a levantarse -dijo convencido mientras Elena se incorporaba lentamente-. Le ruego que disculpe a mis hombres; estaban tan extrañados como yo por su aparición. -Hablaba más tranquilo dirigiéndose a su lado hacia la puerta de salida-. La llevaré a casa para curar la herida de su frente.

– No se moleste. Prefiero volver a la ciudad. Llamaré al taxista que me desplazó hasta aquí.

– De ninguna manera -insistió mientras abría la puerta del todoterreno para que subiera-. Limpiaremos esa herida y se quedará a cenar. Debo compensarla por el error cometido. Después la trasladaré personalmente a su hotel.

Estaba sentado frente a ella en el salón y desde su proximidad podía aspirar el agradable perfume a nardos frescos que emitía la bella desconocida.

– ¿Dónde está alojada? -preguntaba mientras limpiaba su herida.

– En el Sevilla Palace.

– Es un buen hotel, en el centro. ¿Es la primera vez que visita México?

– No. Estuve el año pasado, pero no conocía la capital. Es muy interesante.

– Y muy peligrosa para una mujer sola. Debe andar con cuidado -dijo mientras se recreaba paseando los dedos por su frente y mejillas camuflados bajo la gasa impregnada de antiséptico.

– Ya lo he comprobado. -Sonrió tímidamente-. Dígame, ¿por qué reaccionaron así con la familia González? ¿Ha ocurrido algo grave? -preguntó con aire de inocente curiosidad.

– Agustín González es un criminal.

– ¿A quién ha asesinado?

– A mi padre, el anterior dueño de esta hacienda.

Una descarga eléctrica recorrió su espalda y el pánico se apoderó de Elena al recordar la conversación con el taxista: aún no habían atrapado al autor del crimen… Ya no necesitaba escuchar más. Su madre realmente había muerto y su hermano era un asesino. Presentía peligro y debía salir de allí a toda velocidad…

– Ya es tarde. Debo regresar. Tenía una cita a las nueve con el detective… -dijo levantándose y tratando de ocultar su miedo.

– ¿No va a quedarse a cenar? -preguntó decepcionado.

– Lo siento -dijo negando con la cabeza-. No es necesario que me lleve; llamaré al hotel para que me envíen el coche.

– Yo también vivo en la ciudad y mi casa no está muy lejos. Será un placer acompañarla.

Antonio Cifuentes había hecho planes. La llevaría al hotel y se ofrecería para ayudarla en la búsqueda de su familia; era un buen comienzo para una buena… amistad. Tenía conciencia de su debilidad por las mujeres bonitas, más que por los caballos, su otra pasión; sabía reconocer los buenos ejemplares a primera vista… y aquella joven belleza española era uno de ellos.

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