Elena seguía temblando mientras se dirigía al coche. Su anfitrión era amable y se sentía responsable por lo que él creyó una confusión de los empleados, pero por desgracia no había error alguno. Se acercaban a los altos muros de color albero que rodeaban la finca; las rejas macizas de la puerta de acceso se abrieron bajo la única luz de los faros que iluminaban el camino sin asfaltar, acrecentando la siniestra oscuridad de los alrededores. Elena sentía en cada metro avanzado un paso más hacia la libertad.
De repente, un vehículo les rebasó a gran velocidad y frenó bruscamente ante ellos obstaculizando el paso.
– ¡Qué diablos pasa! -exclamó molesto.
Antonio detuvo el coche y descendió para exigir una explicación al otro conductor. Elena le reconoció enseguida: era el mismo que la había encerrado en la cabaña por la mañana. Les observó mientras conversaban y dirigían su mirada hacia ella, lo que le indujo a sospechar que algo iba mal.
– Señorita Peralta, creo que no me ha dicho toda la verdad. ¿Me ha tomado por un imbécil? -exclamó enfadado al regresar junto a ella.
Presa del pánico, Elena trató de abrir la puerta del coche, pero él la había bloqueado segundos antes con el mando a distancia.
– ¡Es usted realmente su hermana! ¿A qué ha venido a mi casa? ¡Conteste, mujer! -exigió indignado.
El temblor le impedía hablar y bajó la cabeza intentando tomar aire, pero él seguía gritando y golpeando el volante, demandando una explicación que ni ella misma sabía darle. Súbitamente el dueño de la finca arrancó el coche y retrocedió el camino realizado. Abrió la portezuela al llegar a la gran mansión y tiró de ella con fuerza, ciñendo su brazo y haciéndola caminar con dificultad. Atravesaron un enorme patio y subieron una escalera de piedra oscura que accedía a la planta superior. Allí se introdujo con ella en un dormitorio y la lanzó sobre la cama.
– Su hermano va a saber con quién se la ha jugado -le dijo amenazándola con su dedo índice.
– ¿Qué pretende hacer conmigo? -preguntó aterrorizada-. Por favor, no me haga daño…
– Debería matarla ahora mismo para dar una lección a ese miserable, pero quizá me sea más útil viva. Si él la ha enviado, va a conocer de primera mano el error que ha cometido -dijo con desprecio dirigiéndose hacia la puerta.
Elena escuchó cómo esta se cerraba con llave desde fuera. De nuevo se quedó sola, aún incrédula, y con la aterradora impresión de que todo se había desmoronado a su alrededor: su madre había muerto, su hermano era un asesino prófugo de la ley, y ella se encontraba en manos de un hombre poderoso que clamaba venganza y pretendía hacerle pagar un crimen cometido por alguien a quien no conocía… Repasó toda su vida en un instante, intentando convencerse de que aquello era un mal sueño, que pronto estaría en el aeropuerto tomando un vuelo de regreso a casa, a su trabajo en el instituto, a las tertulias con sus amigos…
Quizá debió hacer caso de la recomendación de su madre. Ella siempre supo lo que estaba bien para ella incluso en la distancia. La envió a España con la intención de ofrecerle una vida más digna y le prohibió venir a verla. Ahora todo se había derrumbado y el maravilloso futuro con el que soñaba había desaparecido de una patada…
Antonio Cifuentes regresó junto al capataz, quien momentos antes le había abordado en el camino. Estaba tan desconcertado como él, pero el empleado aclaró sus dudas al entregarle el bolso de piel marrón que la desconocida había dejado olvidado en el barracón. En su interior había un sobre dirigido a ella, en cuyo remite se leía con claridad el nombre de Agustín González y la dirección de la finca. Ella les conocía, no había duda, aunque no acertaba a comprender el motivo de su llegada. Inspeccionó minuciosamente el bolso y encontró la tarjeta del hotel que le había mencionado, el pasaporte español, varias tarjetas de crédito… De repente, todas las sospechas quedaron confirmadas al examinar una foto antigua en blanco y negro, donde una mujer morena de cabello largo vestida a la usanza mexicana sostenía sobre sus rodillas a una niña pequeña de rubios tirabuzones con un vestido blanco y bordados de colores. A su lado, de pie, estaba un chaval de unos doce años, moreno y de rasgos indios como su madre. Era la familia al completo, ya no había duda: aquella joven era la hermana del asesino de Andrés Cifuentes. Encontró en el fondo del bolso un nuevo hallazgo que le desconcertó aun más: un sobre con una considerable cantidad de dinero, llegando a contar diez mil dólares estadounidenses en billetes de cien. ¿Cómo habría conseguido aquella plata? Sus familiares eran simples obreros y aquello era una fortuna en México. Se preguntaba por qué lo llevaba encima y, lo más asombroso, por qué no lo había reclamado cuando se disponía a regresar al hotel. ¿Y si fue a la hacienda para negociar con él y compensarle por la fechoría de su hermano? Parecía verosímil. Sin embargo ella no había actuado así. Al contrario, mintió, negando ser familia de ellos y rechazando su invitación para cenar con el pretexto de una cita con el detective. ¿Acaso se olvidó del bolso? No, no lo creía posible, quizá fue la prisa por escapar de allí la que la hizo renunciar a él.
El fuerte dolor de cabeza y el estado de crisis total le habían provocado un fuerte mareo y palpitaciones. Elena trató de relajarse respirando profundamente, pero el descanso duró apenas unos minutos. De repente percibió una sombra sobre ella y abrió los ojos con terror para descubrir la siniestra silueta de aquel hombre junto a la cama, examinándola con indolencia con las manos en los bolsillos y dominando la situación.
– ¡No… por favor! -suplicó cubriéndose instintivamente el rostro con sus brazos.
– No tema. No acostumbro ensuciarme las manos con gente de su ralea. Quizá la entregue a mis hombres para que se diviertan un rato… Cuando su hermano aparezca, quiero que le cuente con detalle todo lo que va a vivir a partir de ahora. ¿De acuerdo?
– Por favor, déjeme marchar. Todo ha sido un error, un grave error -suplicaba intentando incorporarse, pero él la empujó por los hombros obligándola a permanecer tendida.
– He visto su bolso y portaba mucha plata en él. ¿Para quién era? ¿Acaso para mí? ¿Creyó que con esas migajas podría ablandarme el corazón? ¿O viene a ofrecerme otro tipo de compensación?
– He venido a visitar a mi familia, vengo de España… No tenía noticias de lo ocurrido, no sé nada de ellos. Por favor, créame, le digo la verdad -rogó, impotente ante aquella demostración de superioridad.
– Su hermano la ha enviado para mí. Es usted muy bonita y tiene clase; es una ramera, a eso se dedica en España, ¿verdad? Es la única salida para la gente de su pelaje -masculló con desprecio-. Y ahora dígame dónde está ese criminal antes de que tome una decisión que va a lamentar.
– Yo no soy una prostituta, señor. Por favor, no me haga daño… -suplicó con voz entrecortada por el pánico.
– No la creo. Usted ha venido aquí con un propósito y quiero averiguar cuál es. Va a decirme el paradero de su hermano, pues de lo contrario va a recibir varias visitas esta noche que no serán de su agrado. -Se inclinó sobre ella-. Mis hombres no son muy refinados y no se andarán con contemplaciones ¡Hable antes de que sea demasiado tarde!
– Yo no sé nada, créame, se lo ruego. Llegué ayer a la capital procedente de España y no estaba al corriente de lo que había pasado, se lo juro. Yo… solo vine a conocer a mi madre… -dijo rompiendo a llorar.
Tras unos eternos instantes, Elena advirtió que aquel hombre volvía a su postura erguida sin dejar de observarla; después le dio la espalda y abandonó despacio la estancia. Escuchó con alivio el clic de la cerradura. Al fin estaba sola; jamás habría imaginado vivir una experiencia como aquella, pero al recordar las amenazas de aquel tipo de enviar a sus hombres para satisfacer su venganza sintió que un violento temblor la sacudía profundamente. Se levantó de la cama y se situó en un rincón cercano a la puerta; la hoja se abría hacia el interior, y detrás de esta dominaba un espacio desde donde no podría ser vista por el visitante que accediera a la habitación. Cuando esto ocurriera, debía esperar a que avanzara unos cuantos pasos hacia la cama; de esta forma tendría el tiempo justo para escapar dejándole encerrado. Se sentó en el suelo, expectante ante cualquier sonido, con los nervios en tensión y las pupilas dilatadas. Escuchó cómo los sonidos de la casa iban enmudeciendo conforme las horas iban pasando lentamente en la larga madrugada.
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