Elena Peralta oyó a través de los altavoces de la sala el número de su vuelo y se dirigió hacia la terminal indicada para el embarque con destino a la Ciudad de México. Aún quedaban alrededor de cinco horas de viaje que, sumadas a las otras ocho del vuelo de Madrid a Washington y las casi tres de espera en este último aeropuerto, estaban poniendo a prueba su fortaleza física y psicológica. Se acomodó al fin en una confortable butaca de primera clase y, tras rechazar amablemente la bandeja de catering que le ofreció la azafata, cerró los ojos y se abandonó a un incómodo pero reparador sueño. Solo el ruido del tren de aterrizaje y el zumbido de los oídos al acusar la presión durante el descenso del aparato la devolvieron a su insegura realidad: regresaba a México para conocer parte de una familia de la que hasta hacía poco tiempo no tenía noticias de su existencia; deseaba aclarar su confuso pasado y las imprecisas explicaciones que había recibido sobre los motivos por los que su madre la había abandonado.
Ella había nacido en ese país, pero creció en España con sus abuelos paternos, quienes durante tres décadas habían padecido el exilio a causa de la guerra civil española refugiados en un pequeño pueblo situado al sur de la Ciudad de México. Ellos le contaron que su único hijo había contraído matrimonio con una mujer indígena de largas trenzas y oscuros ojos rasgados que murió durante el parto; dijeron también que su padre falleció unos meses antes de que ella naciera a causa de un desafortunado accidente y, tras aquellas trágicas pérdidas, decidieron regresar a España con su pequeña nieta. Era la única versión que había escuchado desde que tuvo uso de razón.
Pero le mintieron.
Su madre aún seguía viva, y tenía un hijo, y residían muy cerca del lugar donde ella había nacido veinticinco años antes. Elena había heredado el físico de su padre: piel clara, cabello rubio y grandes ojos verdes. De su madre, según comentaban a solas los familiares, poseía la dulce y rasgada mirada y su noble carácter. Creció en un pueblo del sur de España, junto al mar, y fue una niña despierta y cariñosa que mostraba interés por todo cuanto la rodeaba. Su abuelo era aún joven cuando dejó el país azteca y, con los ahorros obtenidos del fruto de su trabajo, adquirió una hermosa casa y realizó excelentes inversiones que le permitieron mantener holgadamente a su familia; su abuela se había dedicado a la costura y le confeccionaba preciosos vestidos que causaban admiración y envidia entre sus amigas. Ellos no escatimaron medios para proporcionarle una buena educación y un cómodo porvenir, pues eran conscientes de que no estarían siempre a su lado. Aprendió música, idiomas, fue a la universidad y, tras finalizar la licenciatura en matemáticas, regresó a su pueblo para trabajar como profesora en un instituto, compensando así todos sus sacrificios.
Elena era abierta y desprendida, dotada de una especial sensibilidad por las injusticias ajenas, sobre todo con los niños huérfanos y desfavorecidos que, como ella, no habían conocido a sus padres. Su generosidad la conducía a colaborar como voluntaria en organizaciones humanitarias, incluso realizó viajes al extranjero durante las vacaciones como cooperante en misiones católicas en las que se dedicaba a cuidar a los pequeños y ejercía como maestra.
Meses antes de morir, su abuela le habló por primera vez de la familia mexicana, a pesar de que su verdadera madre había impuesto la condición al entregarle a Elena de que jamás debían referir ningún detalle sobre ellos: la niña no debía regresar nunca a aquel lugar ni conocer las penosas condiciones en las que ellos todavía seguían viviendo. Pero Isabel Ramos no podía llevarse aquel secreto a la tumba: Elena tenía derecho a conocer toda la verdad sobre su origen y debía decidir por sí misma.
La joven quedó sobrecogida al enterarse de que su madre aún vivía, y su desconcierto aumentó todavía más al examinar algunas fotos y verse a sí misma, de pequeña, en brazos de una mujer desconocida, morena y de largo cabello, junto a un chico de unos diez años con pelo lacio y ojos achinados. Tras aquella revelación, Elena resolvió escribirles una extensa carta en la que les habló de su niñez, de sus abuelos, del trabajo y, sobre todo, del deseo de ir a México para conocerles. Poco tiempo después recibió las primeras noticias desde el otro lado el océano: una fría carta dictada a otra persona, pues su madre no sabía escribir. En ella le expresaba su satisfacción por la brillante posición que había alcanzado, pero le pedía que no viajara a México, pues no tenía nada que ofrecerle, ni siquiera un hogar digno donde acogerla. Le enviaba todo su amor y el deseo de un futuro lleno de felicidad.
La decepción recibida no frenó su intención de visitar su país de nacimiento, aunque tuvo que posponer el viaje debido a la enfermedad de su abuela, cuya salud se degradaba lentamente. Su abuelo las había dejado unos meses antes y le tocó a ella cuidarla en soledad hasta el final. Durante aquel tiempo siguió escribiendo y rogando ser aceptada en las vidas de su madre y de su hermano, y dos meses después, perdida toda esperanza, recibió por sorpresa una carta de Agustín González, su hermano. La letra era irregular e infantil debido a la escasa formación, pero el fondo de sus palabras le causó una profunda conmoción al conocer que él la recordaba a diario y que sintió mucho dolor por la separación. Contaba cómo cuidó de ella de pequeña y cómo la añoró tras su marcha; pero estaba seguro de que su madre había actuado correctamente porque Elena había recibido una vida más digna lejos de ellos. Le habló de su duro trabajo y del escaso reconocimiento, de su soledad, del incierto futuro y su pobreza, pero aun así se sentía feliz por la diferente suerte que ella había corrido, y, aunque su madre se negaba a recibirla debido a su humilde condición, él daría parte de su vida por verla y abrazarla una sola vez.
Elena lloró emocionada ante las palabras de su hermano mayor que dejaban entrever un alma atormentada, y por primera vez se sintió culpable de haber recibido todo lo que él no había alcanzado; por primera vez sintió rabia hacia su madre por haberla abandonado, y hacia sus abuelos por haber mentido durante todos aquellos años; por primera vez decidió dejarlo todo para ir en su busca.
El día en que su abuela dejó de tomarle la mano, Elena sintió que no estaba sola, pues al otro lado del océano había alguien que compartía su misma sangre, una desconocida familia que se había roto veinte años atrás y a la que deseaba conocer. Les escribió de nuevo para informarles de la triste pérdida e insistió en el proyecto de ir a visitarles; el curso en el instituto estaba finalizando y había reservado un pasaje para primeros de agosto. Pensaba disfrutar del mes de vacaciones en tierras mexicanas y deseaba convencerles del nuevo rumbo que debían tomar en sus vidas, pues tenía la firme voluntad de regresar a España con ellos; Agustín era joven y allí encontraría trabajo, y su madre descansaría para siempre junto al mar, con su familia, en un hogar digno y lleno de amor. No recibió respuesta alguna, pero no se amilanó y siguió con sus planes de viaje, y cargó con todos sus ahorros con la intención de entregárselos, en caso de fracasar en el intento de llevarles a España. Era una deuda pendiente con ellos y debía compensarles por la enorme prueba de amor que habían demostrado.
Eran las dos de la madrugada -en España- cuando Elena se desplomó sobre la cama del hotel de Ciudad de México, agotada tras el largo viaje. Su cuerpo le pedía ir directamente a la ducha y dormir, pero su cabeza le aconsejaba aguantar un poco más. En aquel país eran las siete de la tarde, y si se abandonaba al sueño podría despertar a las tres de la madrugada y mantenerse en vela hasta el amanecer, así que decidió salir y explorar los alrededores. La luz imprimía una atmósfera agradable, teñida de un color anaranjado provocado por la extraña fusión entre la polución existente en una de las ciudades más contaminadas del mundo y la caída del sol, que seguía invitándola a pasear por la amplia avenida del paseo de la Reforma. Elena admiró a lo largo de ella las estatuas sobre pedestales situadas en ambas aceras, en las que se homenajeaba a personajes relevantes a lo largo de la historia del país; se detuvo también a contemplar las diferentes exposiciones al aire libre que se exhibían en las zonas ajardinadas. Caminó en línea recta hasta llegar al monumento dedicado a Cristóbal Colón, rodeado de cuidados jardines y situado en una de las glorietas de la amplia avenida. En su base había cuatro figuras sentadas, dedicadas a los primeros misioneros llegados al continente americano, y en la parte más alta del pedestal estaba la escultura de Cristóbal Colón, en pie, con su mano derecha tendida hacia delante. Decidió entonces regresar; la tarde había caído y la oscuridad amenazaba peligro para una mujer sola en aquella extensa ciudad. Tras una frugal cena en el hotel, cayó al fin rendida; su reloj marcaba las cinco de la madrugada y resolvió cambiarlo al horario local, siete horas menos.
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