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Janne Teller: Nada

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Janne Teller Nada

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Pierre Antón deja el colegio el día que descubre que la vida no tiene sentido. Se sube a un ciruelo y declama a gritos las razones por las que nada importa en la vida. Tanto desmoraliza a sus compañeros que deciden apilar objetos esenciales para ellos con el fin de demostrarle que hay cosas que dan sentido a quiénes somos. En su búsqueda arriesgarán parte de sí mismos y descubrirán que sólo al perder algo se aprecia su valor. Pero entonces puede ser demasiado tarde.

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Janne Teller Nada Traducción del danés por Carmen Freixenet Título original - фото 1

Janne Teller

Nada

Traducción del danés por Carmen Freixenet

Título original: íntet

Primera edición: enero 2011

© Janne Teller, 2006

I

Nada importa.

Hace mucho que lo sé.

Así que no merece la pena hacer nada .

Eso acabo de descubrirlo.

II

Pierre Anthon dejó la escuela el día que descubrió que no merecía la pena hacer nada puesto que nada tenía sentido.

Los demás nos quedamos.

Y a pesar de que el profesor se apresuró a borrar toda huella de él, tanto en la clase como en nuestras mentes, algo suyo permaneció en nosotros. Quizá por eso pasó lo que pasó.

Era la segunda semana de agosto. El fuerte sol hacía que nos sintiéramos holgazanes e irritables; el asfalto se pegaba a las suelas de goma de nuestras playeras, y las peras y las manzanas de puro maduras eran propicias a la mano para usar como misiles. No mirábamos ni a derecha ni a izquierda. Era el primer día de escuela tras las vacaciones de verano. La clase olía a productos de limpieza y a vacío prolongado, las ventanas nos devolvían reflejos de imágenes nítidas y deslumbrantes y no se veía rastro de polvo de tiza en la pizarra. Los pupitres se hallaban colocados de dos en dos en filas rectas como pasillos de hospital, tal y como sólo podía ocurrir ese único día del año. Clase de 7.° A.

Encontramos nuestros sitios sin que nos apeteciera zarandear la familiaridad de ese orden.

Con el tiempo, vienen los remedios, viene el desbarajuste. ¡Pero hoy no!

Eskildsen nos dio la bienvenida con la misma ocurrencia de cada año.

– Alegraos de este día, jovencitos -dijo-. No existiría lo que llamamos vacaciones si no existiera lo que llamamos escuela.

Nos reímos. No porque la ocurrencia fuera divertida, sino por la forma de decirlo.

Entonces fue cuando Pierre Anthon se levantó y dijo:

– Nada importa. Hace mucho que lo sé. Así que no merece la pena hacer nada. Eso acabo de descubrirlo.

Con entera tranquilidad se agachó, recogió sus cosas, que precisamente acababa de sacar, y las volvió a meter en la mochila. Se despidió con una inclinación de cabeza acompañada de un gesto de todo me da igual y abandonó la clase sin cerrar la puerta tras él.

Y la puerta sonrió. Era la primera vez que le veía hacer eso a la puerta. Pierre Anthon dejó la puerta entreabierta como fauces riendo que podían engullirme si me dejaba seducir y lo seguía. Sonreía. ¿A quién? A mí. A nosotros. Miré a mi alrededor y a todos, aquel molesto silencio me revelaba que los demás también se habían dado cuenta.

Íbamos a convertirnos en algo.

Y algo quería decir alguien. No era nada que se di- jera en alto. Aunque tampoco por lo bajo. Simplemente era algo que estaba en el aire o en las horas o en la valla que rodeaba la escuela o en nuestra almohada o en nuestros peluches que injustamente, tras haber hecho su función, yacían apilados en el sótano o en la buhardilla acumulando polvo. No lo sabía. La puerta sonriente de Fierre Anthon me lo reveló. Seguía sin saberlo con la cabeza, pero ahora lo sabía.

Tuve miedo. Miedo por Pierre Anthon.

Miedo, más miedo, muchísimo miedo.

Vivíamos en Taering, un barrio de una ciudad mediana de provincias. No era un lugar bonito, pero casi. Era lo que nos decían a menudo, ni en voz muy alta ni tampoco demasiado por lo bajo. Caserones de muros agrietados color amarillo y pequeñas parcelas con casas rojas rodeadas de jardín; nuevas casas adosadas, marrón grisáceo, y después pisos en los que vivían aquellos con los que nunca jugábamos. También había algunas viejas casas de ladrillo con entramado de madera y granjas que habían dejado de ser explotaciones agrarias para convertirse en parcelas para la construcción, y algunas mansiones blancas en las que vivía la gente más fina que nosotros.

La escuela de Tasring estaba situada en el cruce entre dos calles. Todos, excepto Elise, vivíamos en una de las dos, la llamada Taeringvei. Elise, a veces, se desviaba del camino dando un rodeo para ir con nosotros hasta la escuela. Eso era antes de que Pierre Anthon dejara la escuela.

Pierre Anthon vivía con su padre y el resto de la comuna en el número 25 de Tseringvei, en una granja venida a menos. El padre de Pierre Anthon y los miembros de la comuna eran hippies que aún vivían en 1968. Eso era lo que decían nuestros padres, y aunque no acabábamos de entender qué significaba, nosotros lo repetíamos. En el jardín de delante de la casa, junto a la calle, había un ciruelo. Un árbol grande, viejo y retorcido que se inclinaba sobre el seto tentándonos con ciruelas victoria de color rojo opaco que no alcanzábamos a coger. Los años anteriores saltábamos para cogerlas. Este año no. Pierre Anthon dejó la escuela para encaramarse a ese ciruelo, permanecer sentado en él y desde allí lanzar ciruelas todavía verdes. Algunas nos daban. No porque él apuntara hacia nosotros, ya que el esfuerzo no valía la pena, según afirmó. Sólo la casualidad lo quería así.

Y nos vociferaba.

– Todo da igual -dijo un día-. Porque todo empieza sólo para acabar. En el mismo instante en que nacéis empezáis ya a morir. Y así ocurre con todo.

»¡La Tierra tiene cuatro mil seiscientos millones de años, pero vosotros llegaréis como máximo a los cien! -chilló otro día-. Existir no merece la pena en absoluto.

Y continuó:

– Todo es un gran teatro que consiste sólo en fingir y en ser el mejor en ello.

Hasta entonces no había nada que nos hubiera hecho pensar que Fierre Anthon fuera el más inteligente de nosotros, pero de repente nos lo pareció a todos. Porque era él el que había dado con algo revelador. Aunque no nos atreviéramos a reconocerlo. Ni ante nuestros padres ni ante nuestros profesores ni tampoco entre nosotros. Ni tan siquiera en nuestro fuero interno lo reconocíamos. No queríamos vivir en ese mundo que Fierre Anthon nos presentaba. Nosotros íbamos a ser algo, íbamos a ser alguien.

La puerta abierta sonriendo no nos tentaba.

De ninguna manera. ¡En absoluto!

Por eso se nos ocurrió todo. Que se nos ocurriera a nosotros quizá sea exagerar un poco porque, en realidad, fue Fierre Anthon el que nos puso sobre la pista.

Fue la mañana en que dos ciruelas duras, una tras otra, le dieron a Sofie en la cabeza y ella se enfadó de veras con Fierre Anthon porque pasaba las horas en el árbol arrebatándonos el coraje.

– Te pasas las horas muertas aquí pasmado mirando el aire. ¿Acaso sea eso mejor que lo nuestro? -le gritó ella.

– Ni al aire ni pasmado -respondió Pierre Anthon-. Miro al cielo y me ejercito en no hacer nada.

– ¡Mierda haces, eso haces! -gritó Sofie enfadada y lanzó un palo hacia arriba, en dirección al árbol y a Pierre Anthon. Pero aterrizó en el seto lejos de él.

Pierre Anthon se rió y chilló tan fuerte que se le pudo oír desde la escuela.

– Si valiera la pena enfadarse por algo, también existiría algo por lo que alegrarse. Si mereciera la pena alegrarse por algo, existiría algo que importara. ¡Y no es así!

Todavía levantó la voz un tono más y aulló: -Dentro de pocos años, todos muertos y olvidados; os convertiréis en nada, así que también vosotros deberíais ya empezar a practicar.

Fue entonces cuando tuvimos claro que debíamos conseguir que Fierre Anthon bajara del ciruelo.

III

UN CIRUELO TIENE MUCHAS RAMAS.

MUCHAS Y LARGAS.

DEMASIADAS Y DEMASIADO LARGAS

La escuela Taering era grande y cuadrada, de cemento gris y de dos pisos. Realmente fea, pero a la mayoría de nosotros no nos sobraba tiempo para pensar en ello, y mucho menos ahora que todo nuestro tiempo se iba en procurar no pensar en lo que Fierre Anthon decía.

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