Janne Teller - Nada

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Pierre Antón deja el colegio el día que descubre que la vida no tiene sentido. Se sube a un ciruelo y declama a gritos las razones por las que nada importa en la vida. Tanto desmoraliza a sus compañeros que deciden apilar objetos esenciales para ellos con el fin de demostrarle que hay cosas que dan sentido a quiénes somos. En su búsqueda arriesgarán parte de sí mismos y descubrirán que sólo al perder algo se aprecia su valor. Pero entonces puede ser demasiado tarde.

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Pero ahora todo giraba en torno a Gerda.

Cambiaba la goma del pelo con la suya, le susurraba cosas de los chicos y le confesé que me gustaba mucho el gran Hans (lo cual no era ni mucho menos cierto, pero aunque no hay que mentir, esa mentira era lo que mi hermano mayor llamaba fuerza mayor, de cuyo significado no estaba del todo segura pero que en todo caso implicaba que precisamente en ese momento se tenía autorización para decirla).

Los primeros dos días no saqué mucho provecho del ardid. Gerda no parecía tener especial debilidad por nada. O quizás me había desenmascarado. Tenía unos cromos viejos que le había regalado su abuela, pero sabía que no había jugado con ellos desde que iba a quinto. Después me enseñó una fotografía de Tom Cruise, por el que estaba arrebatadamente loca y al que besaba cada noche antes de acostarse. También tenía una pila completa de revistas románticas con médicos que besaban a enfermeras y después vivían felices el resto de sus días. Tengo que reconocer que a veces hubiera deseado que me las prestara y seguramente Gerda habría derramado una o dos lágrimas si hubiera tenido que deshacerse de ellas, pero aun así eran fruslerías y en el fondo nada importante. No, no, fue el tercer día cuando di con ello.

Descubrí su punto débil cuando estábamos sentadas en la habitación de Gerda bebiendo té y escuchando una cinta que su padre acababa de regalarle. Los dos días anteriores habíamos estado en la habitación que Gerda tenía en casa de la madre, repleta de objetos típicos de chica y chucherías. Ahora estábamos en la habitación que Gerda tenía en casa del padre, con quien vivía a semanas alternas. Y lo que convertía la habitación de casa del padre en especial no era ni el equipo estereofónico ni el sillón de plástico hinchable ni las fotografías de ídolos que colgaban de la pared. No, porque todo eso también lo tenía en casa de la madre. Era que en la esquina había una jaula gigante con un diminuto hámster.

El hámster se llamaba Oscarito y Oscarito fue lo q je al día siguiente le dije a Gerda que debía aportar al montón de significado.

Gerda lloró y dijo que se chivaría de lo del gran Hans. ¡Ay, no, cómo me reí cuando le conté que era mentira y sólo fuerza mayor. Eso la hizo llorar todavía más, profiriendo a la vez que yo era la persona más infame que conocía. Y después de dos horas de llanto y todavía en un estado de total desconsolación, estuve al borde del arrepentimiento y pensé que quizá tuviera razón. Pero entonces miré mis sandalias verdes en lo alto del montón y no me rendí.

Rikke-Ursula y yo acompañamos a Gerda a recoger a Oscarito inmediatamente; no había que brindarle la posibilidad de escapar.

Su padre vivía en una de las nuevas casas adosadas de ladrillo y de color marrón grisáceo, especialmente en las partes con cemento, con grandes ventanas correderas en todas las habitaciones. Estaba situada en el otro extremo de Tasring, donde no hacía mucho había habido prados y corderos grises pastando. Que estuviera situada en el otro extremo de Taering hacía el trayecto largo y pesado, pero la dificultad más importante eran las grandes ventanas. El padre de Gerda estaba en casa, y tuvimos que sacar a Oscarito a escondidas. Es decir, Rikke-Ursula se quedó dentro en la habitación, mientras yo permanecía afuera, y ella me entregó a Oscarito y yo lo metí en la vieja jaula oxidada que habíamos encontrado para el caso. Gerda se quedó de pie sollozando en un rincón de la habitación sin querer ayudar en nada.

– ¡Cállate ya! -le dije al final, cuando ya no podía resistir sus sollozos-. ¡O será un Oscarito muerto el que vaya a parar al montón!

Esto no la hizo callar, pero al menos suavizó el lloriqueo hasta un punto soportable. Y salió de la casa sin que el padre albergara sospecha alguna.

Oscarito era blanco con manchas de color marrón, y, en realidad, bastante gracioso con sus bigotes temblorosos, y yo me sentí muy aliviada pensando que no sería necesario cargármelo. La jaula, como contrapartida, era pesada y de engorroso manejo y el trayecto hasta la serrería en desuso fue interminable. Deberíamos haberle pedido prestada la carretilla de los periódicos al piadoso Kai. Pero no lo hicimos, así que tuvimos que compartir la carga con Gerda también, no había ninguna razón para que ella no asumiera su parte del dolor de hombros igual que Rikke-Ursula y yo. Nos llevó mucho rato llegar al descampado y a la serrería con Oscarito chillando todo el trayecto como si creyera que yo iba a matarlo de verdad, pero al cabo de un buen rato llegamos y pudimos deshacernos de él y de la jaula en la penumbra, pasada la puerta.

Le dimos permiso a Gerda para que acolchara la jaula con serrín viejo, y tras darle a Oscarito una ración extra de pienso de hámster y colocarle un cuenco con agua fresca, trepé por la escalera y deposité la jaula en todo lo alto del montón.

Me bajé, aparté la escalera un poco y admiré el montículo con la jaula que parecía una estrella un poco torcida allí en todo lo alto. Y fue cuando me di cuenta del silencio que embargaba la serrería.

Silencio. Más silencio. Silencio absoluto.

Había tanto silencio que no pude evitar, de repente, advertir lo grande y vacío que era el edificio por dentro, la cantidad de hendiduras y grietas que podían adivinarse en el suelo de cemento debajo de una capa de sucio serrín, lo densas que eran las telarañas que colgaban de pilares y vigas, la cantidad de agujeros que había en el techo y los pocos cristales que quedaban enteros. Desplacé la mirada de una punta a la otra y finalmente miré a mis compañeros de clase.

Ellos continuaban en silencio y con la mirada fija en la jaula.

Era como si Oscarito provocara algo en el montón de significado que ni mis sandalias verdes, ni la caña de pescar de Sebastian ni el balón de Richard habían conseguido. Yo estaba orgullosa de mi ocurrencia, y por eso me molestaba que los demás no demostraran admiración.

Fue Ole el que me salvó.

– ¡Diantre, qué montón de significado! -dijo con énfasis mirando primero a Oscarito y después a mí.

– Me pregunto si Pierre Anthon podrá luchar contra todo esto -se unió el gran Hans, y nadie lo contradijo.

Tuve que morderme la lengua para no enrojecer de orgullo.

Eran las tantas y la mayoría de nosotros teníamos que irnos a casa a comer. Echamos una última mirada de admiración a nuestro atiborrado montón y acto seguido Sofie nos alumbró y cerró la puerta después de que saliéramos todos. Jan-Johan colocó el candado y nos apresuramos hacia casa dispersándonos en todas las direcciones.

Ahora le tocaba a Gerda.

VII

Gerda no era muy ingeniosa y sólo pidió que Maiken entregara su telescopio. Todos sabíamos que Maiken había tardado dos años y gastado todos sus ahorros en comprarlo y que lo usaba al caer la noche, los días que el cielo estaba despejado, porque ella quería ser astronomía, pero, aun así, realmente no le importaba tanto como para sentirlo de verdad.

Hubo más bufidos cuando le tocó escoger a Maiken.

Sin necesidad de pensárselo dos veces, miró a Frederik a la cara y dijo:

– La Dannebrog.

Frederik empequeñeció, menguó su estatura y su cara enrojeció a la vez que meneaba la cabeza impetuosamente diciendo que no y que no.

Frederik tenía el pelo castaño y los ojos marrones y siempre llevaba camisa blanca y pantalones azules con raya que los demás chicos hacían lo posible por cargarse. Y, como sus padres, que estaban casados y no divorciados y nunca lo estarían, Frederik creía en Dinamarca y la Casa Real y no tenía permiso para jugar con Hussain.

Dannebrog había caído del cielo en mil doscientos y algo, afirmó Frederik, para que el Rey danés pudiera vencer al enemigo en Latvia. Quién mandaba al Rey danés meterse con Latvia era una cuestión a la que Frederik no sabía responder, y tampoco le hubiera servido de nada si lo hubiera podido hacer.

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