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Janne Teller: Nada

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Janne Teller Nada

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Pierre Antón deja el colegio el día que descubre que la vida no tiene sentido. Se sube a un ciruelo y declama a gritos las razones por las que nada importa en la vida. Tanto desmoraliza a sus compañeros que deciden apilar objetos esenciales para ellos con el fin de demostrarle que hay cosas que dan sentido a quiénes somos. En su búsqueda arriesgarán parte de sí mismos y descubrirán que sólo al perder algo se aprecia su valor. Pero entonces puede ser demasiado tarde.

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A la hora del recreo le dimos una, dos o cinco coronas a Jan-Johan, que corrió hasta la ferretería, compró, pagó y volvió también corriendo y con un flamante candado con código.

Tuvimos una discusión acerca del código a escoger, porque todos y cada uno de nosotros pensábamos que nuestra fecha de nacimiento era el mejor. Pero al final nos pusimos de acuerdo en el cinco de febrero porque era el día en que Pierre Anthon había nacido. Cinco-cero-dos fueron los números que nos esforzamos en memorizar, tanto que nos olvidamos de los ejercicios y de escuchar en clase, hasta que el profesor Eskildsen abrigó sospechas y preguntó si la cocorota se nos había llenado de pájaros o era sólo que acabábamos de perder la poca sustancia gris que albergaba.

No le contestamos. Ni uno solo de nosotros. ¡ Cinco-cero-dos!

Teníamos la serrería, teníamos el candado y sabíamos qué hacer. De todas formas era más difícil déio que habíamos imaginado. Pierre Anthon llevaba un poco de razón en eso de que no importaba nada, y no era nada fácil juntar cosas que sí importaran.

De nuevo fue Sofie quien nos salvó.

– Finjamos sólo -dijo, y poco a poco dimos todos con algunas triquiñuelas que nos sirvieron de ayuda.

Elise recordó que una vez lloró; tenía seis años, y un perro schafer mordió la cabeza de su muñeca, así que rebuscó a la vieja muñeca y su cabeza descuajada en las cajas del sótano y trajo las dos partes a la serrería en desuso. El piadoso Kai trajo un viejo salterio al que le faltaban las tapas y no pocos salmos, pero que a pesar de esto, de la página 27 a la 389, estaba entero y sin más pérdidas. Rikke-Ursula entregó un peine nacarado al que sólo le faltaban dos púas, y Jan-Johan contribuyó con un cásete de los Beatles que había perdido el sonido, pero que nunca había sido capaz de tirar.

Otros fuimos de casa en casa preguntando a sus dueños si nos podían dar una u otra cosa que significara algo para ellos. Nos dieron con una o dos puertas en las narices, pero conseguimos las cosas más extrañas y nunca vistas. Los ancianos fueron los mejores. Nos dieron perros de porcelana que podían cabecear y que sólo tenían alguna pequeña resquebrajadura, fotografías de padres que ya hacía tiempo que habían fallecido o juguetes de los hijos que habían crecido hacía mucho. También nos dieron algunas prendas viejas de ropa, queridas aunque andrajosas, incluso una rosa de un ramo de novia de hacía treinta y seis años.

A nosotras, las chicas, la rosa nos impresionó, porque era algo que importaba, ese sueño de convertirse en una novia de blanco con un bonito ramo en la mano y que besa al hombre que será suyo para toda la vida. Pero entonces Laura, que era la que lo había recogido, dijo que la señora se había divorciado cinco años después de casarse. Y ya que muchos de nuestros padres estaban divorciados, si es que alguna vez habían estado casados, el sueño podía muy bien irse al traste.

El montón de significado crecía y crecía.

En pocos días alcanzó la estatura de la pequeña In-grid. Sin embargo era de significado endeble. Sabíamos todos muy bien que todo lo que habíamos juntado, en realidad, significaba muy poco para nosotros; siendo así, ¿cómo persuadiríamos a Pierre Anthon de la importancia de aquello?

No, nos desenmascararía de inmediato.

Nada de nada. En absoluto. Nada.

Una vez más Jan-Johan nos convocó a todos. De modo que tuvimos que reconocer que realmente existían cosas que nos importaban, aunque, por supuesto, no eran muchas ni muy importantes. Pero vale, era mejor que lo que hasta ahora teníamos.

Dennis fue el primero. Llegó con una pila de libros de la serie Dungeons & Dragons leídos y releídos, casi se los sabía de memoria. Y Ole descubrió enseguida que faltaban cuatro volúmenes de la serie y Dennis tuvo que apechugar y soltarlos también.

Primero vociferó y dijo que Ole podía ocuparse de sus asuntos, porque no tenía intención de entregar la totalidad de la colección, que nosotros sabíamos que no era parte del plan, y que éramos repugnantes, todos nosotros. Pero, por supuesto, cuanto más chillaba Dennis más le decíamos nosotros que él mismo podía ver lo mucho que significaban esos libros para él. ¿Y acaso no habíamos acordado precisamente que lo que más nos importara iría a parar al montón para que éste hiciera bajar a Pierre Anthon del ciruelo?

Cuando Denis entregó los cuatro últimos libros de la serie Dungeons & Dragons fue como si se abriera una brecha en el significado. Porque Dennis sabía que Sebastian estaba prendado de su caña de pescar. Y Sebastian sabía que Richard adoraba su balón negro de fútbol. Y Richard había notado que Laura siempre iba con sus pendientes de cacatúas africanas.

Deberíamos habernos detenido antes de ir más lejos. De un modo u otro, era demasiado tarde, aunque yo hice todo lo que pude.

– No, a éstas no les tengo especial apego -dije.

– ¡Ja! -se rió con sorna Gerda y señaló mis sandalias verdes con plataforma; me había pasado todo el verano intentando convencer a mi madre para que me las comprara y sólo había accedido ahora que había rebajas y estaban a mitad de precio.

Lo sabía. Y para ser sincera, fue sin duda por eso que intenté pararlo todo. Que alguien señalara mis sandalias era sólo cuestión de tiempo. Pero que fuera acompañado de mofa, ¡oh, la tonta y maliciosa Gerda!, lo empeoró todo. Primero intenté hacer como si tal cosa, como si no me hubiera percatado de lo que Gerda señalaba, pero Laura no me dejó escapatoria.

– Las sandalias, Agnes -dijo, y ya no había nada que hacer.

Me puse en cuclillas e iba a desabrochármelas, pero no podía hacerlo y me levanté.

– No puedo -dije-. Mi madre me preguntará que dónde están, y entonces los mayores lo descubrirán todo.

Creí ser astuta. Pero no.

– ¿Te crees mejor que los demás? -chilló Sebastian-. ¿Crees que mi padre no se pregunta dónde está la caña de pescar? -Y como para dar fuerza a sus palabras agarró el hilo y el anzuelo que colgaba oscilando en mitad del montón.

– ¿Y el mío, dónde están mis libros?

– ¿Y el mío, dónde está mi balón de fútbol?

– ¿Y el mío, dónde están mis pendientes?

Había perdido y lo sabía; sólo pedí que se aplazara la entrega un par de días.

– Sólo hasta que se acabe el verano.

No hubo compasión alguna. Pero permitieron que Sofie me prestara un par de playeras para que no tuviera que volver descalza a casa.

Las playeras me iban pequeñas y me hacían daño en el dedo gordo, y el camino a casa desde la serrería se me hizo más largo de lo acostumbrado. Me eché a llorar al volver la esquina y enfilar sola el último tramo de calle hasta casa.

No entré, me senté en el cobertizo de las bicicletas donde nadie podía verme ni desde la calle ni desde la casa. Empujé las playeras y les di una patada que las clavó en un rincón. La imagen de mis dos sandalias verdes con plataforma en lo alto del montón no se esfumaba de mi mente.

Miré mis pies descalzos y me dije a mí misma que Gerda me las pagaría.

VI

Me costó tres días encontrar el punto débil de Cerda y durante esos tres días fui terriblemente amable con ella.

. Nunca me había preocupado de Gerda. Tenía esa forma de escupir cuando hablaba, y todavía más cuando se reía, y además lo hacía de continuo. Aparte, se pegaba siempre a Rikke-Ursula y no la dejaba en paz, y ella era mi mejor amiga y además era muy especial. Aparte de sus seis trenzas azules, vestía sólo de negro. Si mi madre no me hubiera saboteado todo el tiempo con compras de ropa coloreada, también yo me hubiera vestido sólo de negro. Tal y como estaban las cosas, tenía que conformarme con un par de pantalones negros, dos camisetas negras con chistes en inglés y un jersey de lana negro que daba demasiado calor a principios de septiembre.

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