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Janne Teller: Nada

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Janne Teller Nada

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Pierre Antón deja el colegio el día que descubre que la vida no tiene sentido. Se sube a un ciruelo y declama a gritos las razones por las que nada importa en la vida. Tanto desmoraliza a sus compañeros que deciden apilar objetos esenciales para ellos con el fin de demostrarle que hay cosas que dan sentido a quiénes somos. En su búsqueda arriesgarán parte de sí mismos y descubrirán que sólo al perder algo se aprecia su valor. Pero entonces puede ser demasiado tarde.

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Pero ese martes por la mañana, transcurridos ocho días desde el inicio del nuevo curso, fue como si la fealdad de la escuela nos golpeara en la cara igual que una de esas amargas ciruelas de Fierre Anthon.

Yo, acompañada de Jan-Johan y Sofie, crucé la puerta del patio. Rikke-Ursula y Gerda iban justo detrás. Al girar la esquina y aparecer el edificio ante nuestros ojos, nos quedamos mudos. No puedo explicar qué, pero fue como si Pierre Anthon nos hubiera revelado la existencia de algo. Como si la nada que él vociferaba desde el ciruelo se hubiera apoderado de nosotrosipor el camino y se materializara ahora.

La escuela era tan gris y fea y cuadrada que casi me impedía respirar, y de repente fue como si la escuela fuera la vida y la vida no debiera tener ese aspecto, pero, sin embargo, lo tenía. Sentí una incontinente necesidad de correr hasta el número 25 de la calle Taering y trepar al ciruelo y quedarme junto a Pierre Anthon mirando al cielo hasta convertirme en parte del exterior y de la nada, y no tener que pensar nunca más. Pero iba a convertirme en algo y también en alguien, así que no corrí a ningún sitio y en vez de ello hinqué las uñas en la palma de mi mano hasta hacerme daño y sentir dolor.

¡Puerta sonriente, ciérrate, ciérrate de una vez!

No era la única que sentía la llamada del exterior.

– Tenemos que hacer algo -susurró Jan-Johan, bien bajo, para que los de la otra clase de séptimo que iban a unos pasos delante no nos oyeran. Jan-Johan sabía tocar la guitarra y cantar las canciones de los Beatles sin que pudiera notarse ninguna diferencia entre él y los auténticos.

– Sí -susurró Rikke-Ursula, de quien yo sospechaba que estaba un poco encaprichada por él, y al instante Gerda soltó una risita apagada a la vez que lanzaba un codazo que rompió en el aire, pues Rikke-Ursula acababa de avanzar un paso despegándose de ella.

– ¿Pero, qué? -susurré yo y corrí porque ahora los de la otra clase de séptimo estaban sospechosamente cerca, y entre ellos estaban los chicos que al primer descuido hacían puntería con gomas y guisantes secos contra nosotras, y ese momento parecía que iba a llegar pronto.

Jan-Johan nos pasó un mensaje durante la clase de matemáticas y todos nos reunimos abajo, en la cancha de fútbol, al terminar el día. Todos a excepción de Henrik. Porque Henrik era el hijo del profesor de biología y no queríamos correr ningún riesgo con él.

Primero pareció que se iba mucho tiempo hablando de otras cosas y fingiendo que no pensábamos todos en una misma y sola cosa. Pero al fin Jan-Johan se irguió y casi solemnemente dijo que le escucháramos con atención.

– Esto no puede continuar así -empezó diciendo, y así fue también como concluyó, después de decir sucintamente lo que todos sabíamos, es decir, que no podíamos continuar haciendo como si hubiera cosas que importaban mientras Pierre Anthon siguiese sentado en el ciruelo gritándonos que todo carecía de significado.

Acabábamos de empezar séptimo curso y todos éramos tan modernos y experimentados en la vida como para saber muy bien que todo consistía más en cómo lucían las cosas que en cómo eran. Sea como fuere, lo más importante era convertirse en algo que tuviera apariencia de algo. Y aunque este algo fuera un tanto vago y confuso, no era, en todo caso, como para quedarse sentado en un ciruelo lanzando ciruelas a la calle.

Pierre Anthon no tenía por qué pensar que podría convencernos de cualquier otra cosa.

– Seguro que se bajará cuando llegue el invierno y no queden ciruelas -dijo la guapa Rosa.

No sirvió de mucho.

En primer lugar, el sol cubría el cielo prometiendo varios meses de buen tiempo antes de la llegada del invierno. Por otra parte, no había razón alguna para suponer que Pierre Anthon no se quedara sentado en el ciruelo cuando ya no quedaran ciruelas. Sólo tenía que abrigarse bien.

– Entonces tendréis que darle una paliza -dije mirando a los chicos, porque estaba claro que aunque las chicas pudiéramos contribuir con arañazos, eran ellos los que debían hacer el trabajo duro.

Los chicos se miraron unos a otros.

Y decidieron que no era una buena idea. Pierre Anthon era ancho y fuerte y con cantidad de pecas en la nariz que una vez, yendo a quinto, se rompió por darle un cabezazo a un chico que iba a noveno. Y a pesar de su nariz rota, ganó la pelea. Al chico que iba a noveno lo ingresaron en el hospital con conmoción cerebral.

– Es mala idea eso de pegarse -dijo Jan-Johan.

Los demás chicos asintieron y no se habló más del asunto, aunque en nosotras disminuyó el respeto que les teníamos.

– Debemos rezar a Nuestro Señor -dijo el piadoso Kai, cuyo padre pertenecía a La Misión y era alguien importante allí dentro y, por lo visto, también su madre.

– Cierra el pico -atronó Ole y le pegó tan fuerte que el piadoso Kai no pudo mantener el pico cerrado porque gritó como un pollo decapitado y los demás tuvimos que sujetar a Ole para que los chillidos no atrajeran al conserje.

– Podemos presentar una queja -propuso la pequeña Ingrid, tan pequeña que no siempre recordábamos que estaba con nosotros.

Pero hoy lo recordamos y respondimos a coro:

– ¿A quién?

– A Eskildsen.

La pequeña Ingrid se percató de la incredulidad en nuestras miradas. Eskildsen era nuestro tutor, llevaba gabardina negra, reloj de oro y no se inmutaba ante los problemas, fueran éstos pequeños o grandes.

– Al subdirector entonces -continuó diciendo.

– El subdirector. -gruñó Ole, y le hubiera pegado si Jan-Johan no se hubiera interpuesto rápidamente entre los dos.

– No podemos quejarnos ni a Eskildsen ni al subdirector ni a ningún adulto, porque si nos quejamos de Pierre Anthon subido al ciruelo, tendremos que explicar lo que dice. Y eso es imposible, porque los adultos no querrán oír que sabemos que en realidad nada tiene sentido y que todos simplemente fingimos.

Jan-Johan abrió los brazos y al momento nos imaginamos a todos los expertos, pedagogos y psicólogos que vendrían a analizarnos, a hablarnos y convencernos hasta que al fin desistiéramos y volviéramos a fingir que algunas cosas importaban. Tenía razón: era tiempo perdido, no nos llevaría a ninguna parte.

Durante un rato nadie dijo nada.

Miré hacia el sol frunciendo los ojos y después miré los palos de la portería sin red, y luego la arena de la pista de lanzamiento de pesos, las colchonetas para saltos de altura y la pista de los cien metros. Una leve brisa se arremolinó en los setos de haya que rodeaban el campo de fútbol, y de repente fue como si estuviera en la clase de gimnasia un día corriente, y casi olvido por qué debíamos conseguir que Fierre Anthon bajase del ciruelo. «Por mi parte puede quedarse allí sentado y chillando hasta que se pudra», pensé. Pero no lo dije. La certeza del pensamiento duró sólo el instante de ser formulado.

– Tirémosle piedras -propuso Ole, y entonces iniciamos una larga discusión acerca de dónde encontraríamos las piedras, lo grandes que debían ser y quién las tiraría, porque la idea era buena.

Buena, mejor, la mejor.

No teníamos otra.

IV

Una piedra, dos piedras, muchas piedras.

Estaban en la carretilla que el piadoso Kai usaba normalmente para repartir los periódicos locales cada martes por la tarde, además de la hoja parroquial el primer miércoles del mes. Las habíamos recogido abajo en el río donde eran grandes y redondas y la carretilla pesaba como un caballo muerto.

Estábamos todos a punto de vomitar.

– Como mínimo dos piedras para cada uno -ordenó Jan-Johan.

Ole se cuidaba de que nadie se escaqueara. Incluso al sagaz Henrik había sido convocado y había lanzado sus dos piedras sin que éstas alcanzaran, ni mucho menos, al ciruelo. Las de Maiken y Sofie cayeron un poco más cerca.

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