Sus razonamientos sólo le habían proporcionado una tranquilidad relativa. Ahora creía ver en el fondo de los espejos del salón unos hombres muy gordos y risueños, vestidos con telas de color escarlata, que le hacían señas, como si le saludaran y luego, convencidos de haber atraído su atención, juntaban las manos, adoptaban una expresión de recogimiento y oraban o simulaban orar. ¿Qué querrán decirme?, se preguntaba; tal vez que me una a sus rezos, pero ¿cómo? Yo nunca he rezado; a lo sumo, de niño, repetía unas letanías aprendidas de memoria, sin tener idea de su significado, pero eso no era rezar… o quizá sí, se dijo. Cerró los ojos y se pasó las manos por la cara. Quizá soy yo, se dijo, quizá algo no anda bien en mi cabeza. Cuando abrió los ojos de nuevo, las apariciones se habían disipado. He de salir de esta casa cuanto antes, se dijo. Ah, ¿cuántas puertas tendrá este maldito salón? ¿Siete?, ¿seis?, ¿nueve? Imposible saberlo. Eran los espejos intercalados lo que le impedía llevar a cabo un recuento satisfactorio. Finalmente decidió abrir una puerta cualquiera. Al hacerlo le asaltó el temor de estar abriendo de nuevo por distracción la que llevaba a las escaleras que el aparecido para entonces sin duda habría terminado de bajar, pero tuvo suerte y no sucedió tal cosa. Ahora se encontraba en una sala contigua al salón y tan desnuda de muebles como éste, salvo por una mesa de altar tapizada de damasco rojo, alumbrada por varios cirios gruesos y coronada por una hornacina recubierta de flores de papel. En la hornacina vio la imagen de una mujer muy joven, de belleza grave y transida, revestida de una túnica blanca y de un manto azul ceñido a la frente por una cinta. Este manto bajaba luego por los costados de la imagen, dejando al descubierto únicamente su rostro, sus manos y la punta de los pies. Un aro de alambre colocado sobre su cabeza sostenía doce estrellas de hojalata en círculo. Ante la imagen Fábregas se sintió invadido del desfallecimiento. Todos los acontecimientos extraños que habían precedido este encuentro no habían logrado prepararle para esta última visión. Clavó los ojos en el rostro de la imagen y ésta respondió a su mirada con una ligera inclinación de cabeza. Luego recobró la inmovilidad.
– ¿Piensa permanecer así eternamente? -dijo Fábregas, que había recuperado el habla después de un largo silencio.
– ¿No queda nadie? -preguntó ella.
– Sólo yo.
– Entonces ayúdeme a bajar de la hornacina. No quisiera echar a perder las flores.
Él le tendió la mano; las de ella estaban frías como el mármol y tenía las mejillas, la frente y el mentón tiznados por el humo de los cirios. Aquellos tizones resaltaban su palidez.
– Al verla la creí… -empezó a decir él.
– No lo diga… -atajó ella.
– Transformada en algo inmaterial, inaccesible a todos nosotros, quise decir -dijo él-. ¿Qué hacía subida a este aparato? ¿Cuánto tiempo lleva aquí, inmóvil, fingiendo ser una estatua? ¿Y por qué esta representación?
– ¡Y yo qué sé! -exclamó ella malhumorada, golpeando el suelo con el pie descalzo-. ¿Cree que todavía tengo ganas de interrogatorios?
Pero al instante, antes de que él pudiera replicar, cambió de tono y continuó diciendo:
– Acompáñeme a dar un paseo, por favor: tengo el cuerpo entumecido y el frío metido en los huesos.
– ¿No debería abrigarse?
– Primero haré un poco de ejercicio para restablecer la circulación sanguínea y luego me daré un baño, si hay agua caliente en este caserón dejado de la mano de Dios -dijo; luego, como avergonzada de sus palabras, añadió-: No sé por qué digo estas cosas. A mi edad ya debería haber encontrado la forma de mejorar la situación de mi familia o, si eso no, al menos la de independizarme de ella. Pero aquí sigo, ni rebelde ni dócil, sólo inútil y quejumbrosa.
– No empiece a atormentarse y cuénteme lo que hacía en la hornacina -atajó él.
– Nada, lo de siempre: mantener viva una vieja tradición que agoniza -dijo ella colgándose de su brazo y obligándole a concertar sus pasos. Luego, mientras caminaban por el salón, al que habían accedido, empezó a referirle la siguiente historia-: Desde hace muchísimos siglos era costumbre en Venecia celebrar la fiesta de la Inmaculada con una procesión. Por supuesto, el dogma de la Inmaculada Concepción no fue proclamado hasta mediados del siglo pasado, pero la creencia siempre fue consustancial al cristianismo. El asunto, en realidad, siempre fue honrar a la Virgen, para lo cual, al inicio de la primavera, pues la festividad todavía no había sido trasladada al 8 de diciembre, una joven virtuosa y bella era revestida de túnica y manto, coronada de estrellas y paseada a hombros por las calles en una andas adornadas de lirios, ramas de olivo y gavillas de trigo, que simbolizaban respectivamente la pureza, la sabiduría y la fecundidad. Iba descalza y en los pies llevaba dos rosas. Más tarde, sin embargo, y con el pretexto falaz de que las mujeres no podían intervenir en ningún tipo de ceremonia religiosa, el clero prohibió que una doncella personificara a la Madre de Dios e hizo que fuera reemplazada por un sacerdote joven o un diácono. No hace falta que le cuente en qué acabó la cosa. Para entonces Venecia se había convertido en una república de tiranos obsesionada únicamente por su propia seguridad; la policía secreta y las denuncias continuas habían creado un estado de opresión insoportable. Por esta causa, cualquier circunstancia que permitiera un alivio pasajero a tanta tensión y tanta disciplina era aprovechada no ya con alacridad, sino con desafuero. La procesión degeneró pronto en un espectáculo del peor gusto. Los hombres se vestían de mujeres, se cubrían el rostro de afeites y deambulaban por la ciudad profiriendo obscenidades, adoptando los modos más soeces y fingiendo con mucha convicción los dolores y avatares del parto. Las mujeres se vestían de hombre, ostentaban barbas y bigotes postizos, bebían aguardiente sin tasa, juraban y blasfemaban con voz bronca, fingían actitudes achuladas, al menor pretexto echaban mano a la espada, y agredían de palabra y de obra a las mujeres honestas que no se habían sumado al aquelarre. Clérigos viejos disfrazados de paloma bailaban fandango con novicios a quienes habían obligado a vestirse de querubines. En las plazas se corrían y mataban toros, cerdos y perros del modo más salvaje y sanguinario. Naturalmente, no toda la población participaba en estas algaradas. Los más se retiraron a sus casas y allí, agrupadas varias familias por razón de parentesco o clase, continuaron honrando a la Inmaculada a la manera antigua. Luego, cuando la Iglesia y el Estado de consuno intervinieron para poner coto por la violencia a los desmanes del populacho, la tradición continuó inalterable tras los muros de los palacios. Luego la festividad fue movida a la fecha de hoy y se convirtió en el inicio tácito de la temporada navideña. Por riguroso turno, incumbe a una familia del viejo círculo aristocrático, progresivamente venido a menos, organizar la velada a la que usted acaba de asistir. Es costumbre ineludible que una joven de la familia organizadora se vista como ahora me ve, salvo en la eventualidad, muy rara, de que no haya persona de la edad o el sexo adecuado o de que, habiéndola, ésta no reúna las condiciones necesarias para desempeñar el papel, bien por su aspecto físico, bien por otros motivos, en cuyo caso se admitiría que ocupara su lugar algún miembro del servicio doméstico o incluso una persona contratada para la ocasión. También es costumbre que los convidados, aparentando entregar un donativo a la imagen de la Virgen, aporten sumas modestas de dinero que, acumuladas, ayuden a la familia de turno a salir de apuros ese año. No es costumbre, en cambio, que la familia de turno obsequie a sus convidados con unas tartaletas tan baratas y rancias como las que mi padre andaba ofreciendo hace un rato. Venga; ya he caminado bastante y el estar tantas horas de pie me ha fatigado: sentémonos.
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