Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita

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En una Venecia insólita, a la vez cotidiana e irreal, el prófugo viajero se sustrae a las férreas y sórdidas leyes de su rutina barcelonesa para ingresar en un paréntesis que de provisional parece llamado a convertirse en indefinido: una vida regida quizá por otra lógica secreta, hecha de encuentros casuales, de sucesos imprevistos, de relatos y leyendas de tradición oral y mitos lacustres.
En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.

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– No -respondió Fábregas-. A decir verdad, hace siglos que no sé nada de esa familia. Pero usted sí se dirige allá, y con grandes prisas. ¿Es que ocurre algo malo?

– Oh, no, ¿qué quiere que ocurra? -rezongó el médico torciendo el gesto, como si el poner en tela de juicio la buena salud de sus pacientes comprometiera al mismo tiempo su propia reputación-. Bien se ve -añadió luego sin desarrugar el ceño- que no ha reparado usted en el día que es hoy. Bueno, ¿que más da? Suba a la lancha y vayamos juntos.

Zigzagueando por los canales, llegaron al cabo de un rato ante el embarcadero situado en la fachada posterior del palacio, cuya puerta sombría custodiaban dos colosos de piedra. Ahora había varias embarcaciones atracadas frente al embarcadero diminuto.

– ¡Mecachis! -masculló el doctor Pimpom a la vista de las embarcaciones-. Ya debe de estar aquí todo el mundo. Si algo aborrezco es significarme llegando con retraso a las citas. Y en especial con esta gente…

– Pues ¿de quién se trata, doctor? ¿Qué estamos haciendo aquí? -preguntó Fábregas.

– Vamos, vamos, ¿cree que tenemos tiempo que perder en explicaciones? -le instó el otro saltando de la lancha a los peldaños que conducían al embarcadero y acompañando sus palabras de gestos bruscos de reprobación, como si la única razón de su retraso fuera la pregunta que acababa de hacerle Fábregas, el cual, en vista de ello, se abstuvo de insistir y siguió al médico sumisamente, alcanzándole en el momento en que aquél, sin haberse detenido a golpear el aldabón, empujaba la puerta y se introducía en el lóbrego vestíbulo. De allí y sin aguardar a su acompañante, se adentró en los corredores que, según recordaba Fábregas de su primera y única visita al palacio, conducían a la parte habitada de éste, la cual, no obstante, el doctor Pimpom cruzó decididamente, sin aminorar siquiera la marcha. Fábregas le venía pisando los talones, porque recordaba la ocasión en que se había extraviado en aquel laberinto y la humillación que se había seguido de aquel percance. Finalmente la persecución quedó interrumpida ante una puerta de doble hoja, que el doctor abrió de par en par.

XI

Cruzado el umbral se encontraron en una pieza que Fábregas reconoció al punto: era aquella pieza octogonal en la que meses atrás, a solas con Charlie, había tenido que oír de labios de éste el relato de su vida, y a la que el propio Charlie había denominado entonces pomposamente la sala de recepciones, un título que en aquella ocasión él había juzgado ridículo, pero que ahora parecía confirmar un número considerable de parejas de edad que caminaban por ella pausadamente, cogidas del brazo, describiendo círculos concéntricos, como si en realidad deambularan por un foyer . ¿Dónde cuernos he caído?, pensó. Un examen más atento de aquella concurrencia inesperada le permitió advertir que lo que había tomado en un principio por un vagar ocioso destinado a colmar un intervalo era en realidad un rito gobernado por un antiguo protocolo y que, por consiguiente, aquellos zascandiles vestidos de gala estaban allí en cumplimiento de algo importante y solemne. Una vez más hubo de rectificar su juicio: ahora el murmullo de aquellas conversaciones comedidas y la luz de los candelabros que se reflejaba en la lúgubre oquedad de los espejos sin azogue para lanzar luego destellos mortecinos en los vestidos opulentos y alhajas de las damas, en las encomiendas y medallas que ostentaban los caballeros en sus chaqués, los entorchados y alamares de los uniformes, los abanicos de nácar y encaje, los penachos de bicornios y morriones, y acabar posándose en el terciopelo polvoriento y gastado de los almohadones y en el damasco astroso de la tapicería, parecían infundir a la sala una vida prestada, avara y fugaz, pero no exenta de dignidad, de una punzante melancolía.

– Caramba, caramba, qué alegría tenerle de nuevo con nosotros -dijo una voz sacándole de la perplejidad en que le había sumido esta constatación.

– Charlie… -murmuró Fábregas al darse la vuelta y ver el rostro risueño de aquél, en cuyos ojos se leía un afecto genuino. Ahora Charlie vestía un traje oscuro y llevaba colgada al cuello una cinta de seda de la que pendía una cruz de oro y esmalte rojo, que Fábregas no supo identificar.

– Se hace usted caro de ver, amigo mío, se hace usted caro de ver… Oh, no -dijo el dueño de la casa atajando con un ademán la excusa que el otro a todas luces se aprestaba a ofrecerle-, no tiene que decirme nada. Me hago perfecto cargo de que sus ocupaciones… ¿no es así? Mi esposa y yo le recordamos con cariño: esto es todo lo que quise decir. Mi esposa estaría encantada de volver a verle, si se encontrase aquí, me consta. Por desgracia, como es habitual en ella, se ha sentido indispuesta de buena mañana. Ya sabe lo delicado de su salud. Me. pidió que hiciese los honores de la casa y que dijera a todos que más tarde, si las fuerzas se lo permitían, haría acto de presencia. A decir verdad, yo creo que lo hará sin tardanza, habiendo llegado ya el doctor Pimpom -agregó Charlie esbozando una mueca sarcástica-. Pero hablemos de usted: ¿Cómo está?, ¿qué tal van sus negocios?

– Todo bien, Charlie, todo bien -respondió el interpelado-, pero, dígame, toda esta gente tan peripuesta ¿quién es y qué está haciendo?

– Ah -exclamó Charlie abriendo mucho los ojos y la boca, pero sin levantar la voz-, veo que desconoce una de las tradiciones más consustanciales a nuestra ciudad… Venga conmigo, yo le pondré en antecedentes y, si lo desea, le presentaré a estas personas, las más distinguidas de la sociedad veneciana, nuestra auténtica aristocracia.

– Yo tenía entendido que Venecia era una república de comerciantes -dijo Fábregas con sorna.

– Sí -respondió Charlie sin inmutarse-, y también de grandes militares, artistas y sabios. ¿Ve usted aquel individuo de barba blanca y gafas de concha, con aspecto magistral? Pues es por derecho propio un príncipe dálmata, habiendo estado Dalmacia durante siglos, como usted bien sabe, agregada a Venecia, al igual que Croacia y buena parte del Imperio Bizantino, a cuyo servicio ganaron muchos venecianos títulos nobiliarios de legítimo fundamento, sin que debamos olvidar los merecidos en las sucesivas cruzadas en que intervinimos. Y mire, mire aquel señor alto, al que acompaña una mujer menuda, vestida de verde, ¿no advierte la insignia que lleva al pecho? Comendador de la orden del Santo Sepulcro, ¿qué le parece? Pues ¿y aquel que se contonea al andar y lleva bisoñé pajizo?, ¿quién diría al verle que desciende por línea directa de San Luis, rey de Francia? ¿Y qué decir de aquella mujer de talle esbelto, cuello de alabastro y escote generoso, por cuyas venas corre aún la sangre de los Paleólogos? ¡Ay, amigo mío, cuánto honor!, ¡cuánto honor!

– No se lo discuto, Charlie, pero ¿qué diablos están haciendo aquí estas antiguallas?

– Mantener viva una costumbre ancestral… -dijo Charlie, y agregó de repente, cambiando el tono-: ¡Ah vaya, ya está aquí mi mujer! ¿Qué le había dicho? Seguro que alguien habrá corrido a decirle que había llegado ese pavero -concluyó señalando con el pulgar al doctor Pimpom, que se hallaba en el mismo salón, algo alejado.

Ocupada en saludar prolijamente a toda la concurrencia, la enferma, que llevaba un vestido de seda y organdí tan aparatoso como anticuado, tardó un rato largo en dirigirse a Fábregas.

– Gracias por haber venido -le dijo entonces estrechándole las dos manos al mismo tiempo.

– ¿Le puedo decir que su aspecto es inmejorable y que este vestido le sienta la mar de bien? -replicó Fábregas.

– ¿Ha visto el salón?, ¿no parece otro? -dijo la enferma aceptando el cumplido de su huésped con un mohín y aludiendo a lo dicho por ella con motivo de la visita de aquél al palacio, meses atrás-. ¡Ay, si hubiera podido verlo hace años, en vida de mi pobre padre, que en gloria esté! En aquella época feliz todo era siempre así, como hoy… Todos los días este mismo esplendor, este bullicio… Recuerdo que aquí, en esta parte, donde estamos ahora, había un piano: un piano de cola que había pertenecido a la familia desde tiempo inmemorial. Mi abuela, de joven, fue retratada junto al piano. Y, sin embargo, de la noche a la mañana desapareció. Yo aún no me explico cómo pudo suceder tal cosa, porque un piano de cola no desaparece tan fácilmente, ni siquiera en un caserón como éste; pero el hecho es que de la noche a la mañana, como le venía diciendo, desapareció, y por más que lo hemos buscado, nunca ha vuelto a aparecer. ¿No es así, Charlie?

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