Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita
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En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.
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– Tal como tú lo cuentas, vida mía -corroboró Charlie con aire distraído, pero con mucha vehemencia en la voz.
– Fue una pérdida irreparable -siguió diciendo la enferma con un ligero temblor en los labios-, no tanto por su valor material, aun siendo alto, como por su valor sentimental… ¡Cuántas manos sensibles no lo habían tocado!, ¡qué de emociones no habían hecho vibrar sus cuerdas!
– Monina -intercaló Charlie aprovechando una pausa en el relato conmovido de la enferma-, ¿no deberíamos ofrecer un pequeño refrigerio a nuestros invitados? Yo no sé a ellos, pero a mí me ruge el mondongo que da miedo oírlo.
– Charlie, ¡qué cosas tienes! ¿Cómo quieres que me ocupe de nada en mi estado? -replicó ella con impaciencia-. La verdad, no sé en qué pensará este hombre. A bueno no hay quien le gane, pero en todo lo demás, un verdadero pedrusco, como me dijo mi padre, con muy buen tino, el primer día que lo traje a casa.
– Yo tenía entendido que cuando usted y Charlie se conocieron, su padre había fallecido ya -dijo Fábregas, que recordaba lo que le había contado el doctor Pimpom al respecto.
– Es posible que me confunda de persona -dijo de inmediato la enferma sin acusar la insidia de su huésped-. En aquellos tiempos tuve tantos pretendientes… -añadió con un guiño de picardía-. ¿Le he contado que en la curia vaticana hay más de dos y más de tres que en su día me hicieron la corte… y a alguno de los cuales, debo confesar con rubor, no fui del todo indiferente…? Pero, no -agregó tras una pausa consagrada aparentemente al recuerdo-, esto sería largo de contar. ¿Qué le venía diciendo? Ah, sí, ¡aquellos tiempos! Entonces la casa estaba siempre llena de invitados, con quienes papito aliviaba la soledad. Personajes de renombre. Varias veces tuve que ayudarle a meter en la cama a Ernest Hemingway en estado de embriaguez; Cari Jung y Vasili Kandinsky tuvieron aquí largas disputas, y aún ahora me basta con cerrar los ojos para volver a ver a Artur Rubinstein paseando por esta misma sala, con su batín de tafetán y sus babuchas de tafilete de oro. Yo era muy niña y solía tocar el piano. Huelga decir que mis conocimientos eran muy rudimentarios. Mi padre se había empeñado en que adquiriese cierta formación musical, como correspondía a nuestra posición, y yo no hacía más que cumplir lo dispuesto por él. Entonces Rubinstein, que me oía esbozar una escala o tratar de arrancarle al teclado alguna melodía sencilla, depositaba en una repisa con sumo cuidado la copa de champaña y la boquilla que siempre llevaba en las manos y me decía sonriente: C'est pas comme ça, ma fille, c'est pas comme ça , y colocándome sobre sus rodillas y apartando mi osito de felpa y mi poupée de chiffon , corregía mis movimientos defectuosos o mi postura. ¡Ay, entonces los pulmones se me inundaban de música y la música me corría por las venas, aligerando la sangre! Luego Rubinstein y papá se pelearon por un asunto de faldas, a los que ambos eran proclives, y no volvimos a verle nunca más. Ahora Hemingway, Jung, Kandinsky, Rubinstein y papá nos han dejado, el piano ha desaparecido, incluso este palacio mismo se desmorona inexorablemente y sólo quedo yo, vieja y enferma, para guardar memoria de aquella maravilla. Bien sé que esto que digo son cosas absurdas, propias de una mujer de poco mundo. Por supuesto, la música es un arte pasajero; está en su esencia misma ser volátil. Pero es esta noción misma de creación y olvido constante lo que me aterra: la noción de nuestra propia futilidad. Entonces, cuando caigo en estas reflexiones sombrías, suelo preguntarme…
Lo que la enferma se disponía a decir acto seguido quedó cortado por la llegada de Charlie, que acababa de cruzar el salón trastabillando entre la gente y poniendo en peligro constante el contenido de la bandeja de cartón que llevaba en las manos.
– ¿No quiere probar una tartaleta de queso? ¡Están buenísimas! -dijo mostrando la bandeja con orgullo, como si él mismo hubiese confeccionado aquellas masas grasientas.
– Charlie siempre ha sido un compendio de discreción y tacto -dijo la enferma.
XII
Lentamente las parejas se iban despidiendo de los dueños de la casa con prosopopeya. Los caballeros doblaban la espalda hasta formar ángulo recto con el cuerpo; las mujeres hincaban la rodilla en el suelo marrano del salón; al hacerlo, tintineaban los torces de oro y las cuentas de perlas y los escotes boqueaban revelando mamelones que exhalaban un olor cálido y empalagoso, como de almizcle. Todos tenían para los anfitriones palabras de elogio y agradecimiento.
– Una merienda deliciosa.
– Una disposición de muy buen gusto.
Para no entorpecer estas formalidades con su presencia, Fábregas se había retirado a un rincón, donde se le unió a poco el doctor Pimpom.
– Cada año la misma pompa -le oyó mascullar-, pero cada año las tetas más descolgadas.
Este comentario le hizo caer en la cuenta de que a la recepción, fuera cual fuese su carácter, no había asistido ninguna persona joven. Otra tradición que se extingue, pensó: la eterna cantinela. Toda su vida había estado viendo los últimos estertores de tradiciones que declinaban y se perdían: era evidente que le había tocado vivir una época de transición. Ahora, sin embargo, se preguntaba si esta transición no sería un estado permanente de las cosas y si lo que por inercia todos llamaban tradición no sería algo habitual y anodino que, llegado el término de su utilidad, empezaba a descomponerse de acuerdo con su propia naturaleza, siendo entonces esta descomposición parte de su propia razón de ser, una manifestación más de su propia utilidad. Ahora contemplaba aquellas tarascas reflejadas en los espejos turbios del salón, saludando y alejándose por aquel infinito ficticio y sin azogue y no podía menos que decirse: así ha de ser.
En estas reflexiones perdió la noción del tiempo y sólo la recobró cuando el último de los invitados a la ceremonia se retiraba del salón, en el que ahora reinaba un silencio sólo roto por la respiración sibilante de la enferma.
– Ánimo, pichón, ya acabó todo -musitó Charlie al oído de su esposa.
– Sujétame, Charlie -respondió ésta a su confortación-: me falta el aire, los huesos no me tienen y la vista se me nubla.
– Ya sabía yo que acabaríamos así -rezongó el doctor Pimpom colocándose con ligereza frente a la enferma y abrazándole el talle en el momento en que ella, como si una mano invisible hubiera cortado de repente los cables que la mantenían suspendida de lo alto, se venía al suelo.
– ¡Charlie, no se quede ahí pasmado y ayúdeme! -dijo el médico-. ¿No ve que las fuerzas no me dan? Eso es, cójala de los tobillos. Así no, hombre, con delicadeza. ¿Cuándo dejará de ser un cow-boy ?
– Yo no soy un cow-boy -replicó Charlie encolerizado-. Yo no había visto una vaca en mi vida hasta que llegué a Italia. Yo nací en un suburbio industrial y hasta la carne que comíamos venía enlatada.
– Está bien, Charlie -respondió el médico con condescendencia-. Ya hablaremos de esto en otra ocasión. Ahora, si no le parece mal, ayúdeme a llevar a su esposa a la cama. Sí, Charlie, usted delante. Vamos.
Tambaleándose bajo el peso de la enferma, los dos hombres abandonaron el salón y en él a Fábregas, quien, temeroso de agravar la situación si se sumaba al cortejo, optó por permanecer donde estaba, sin ofrecer su ayuda, pero sin hacer de sí un impedimento. Ahora, sin embargo, al verse una vez más a solas en aquella estancia, se arrepentía de su circunspección. Parece que el destino ha resuelto que yo venga a perderme en esta casa, se dijo. Decidido a salir de allí a toda costa, cruzó la puerta que Charlie y el médico habían dejado abierta al salir y de este modo ganó un pasillo oscuro del que arrancaba una escalera, en cuyo extremo superior se veía una claridad azulada, como la que difunde una lámpara cubierta por una pantalla de tul. Se disponía a subir por aquella escalera cuando detuvo sus pasos un sonido procedente del lugar al que se encaminaba. Este sonido se fue haciendo cada vez más nítido, aunque sin aumentar el volumen. Ahora Fábregas, inmovilizado al pie de la escalera, percibía una voz humana, débil y quejumbrosa, que parecía repetir una palabra incomprensible, quizás en un idioma extranjero. Hola, ¿qué es esto?, se preguntó con cierto sobrecogimiento, porque sin saber la razón, tenía constancia de estar asistiendo a un fenómeno sobrenatural o, cuando menos, inexplicable. Así permaneció varios segundos; luego, de repente, enmudeció la voz y en lo alto de la escalera apareció un hombre cubierto de un batín de tafetán, que llevaba en las manos una copa de champaña y una boquilla larga, de metal plateado. Aquella figura era indudablemente una visión: desde donde estaba, Fábregas podía seguir viendo los peldaños de la escalera a través de ella no bien hubo ésta iniciado el descenso. Fue la transparencia de la figura, sin embargo, lo que le tranquilizó. No hay motivo alguno para pensar que se trate de un fantasma, se dijo, antes bien, de una superchería. Los fantasmas no son transparentes; ahora los creemos transparentes porque el cine siempre los ha representado así, pero en realidad sólo es un truco mecánico de superposición de imágenes, un simple efecto especial. No obstante, decidió regresar al salón y, habiéndolo hecho, cerró a sus espaldas la puerta que conducía a la escalera.
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