Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita
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En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.
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»Mi estado evolucionaba conforme a las leyes naturales, aunque no tanto que pudiera llamar la atención hasta poco antes de cumplirse el tiempo del alumbramiento. Entonces vi que debía dejar Venecia. El doctor Pimpom escribió a varios médicos de Roma a quienes conocía y a quienes rogaba me atendieran. También me proporcionó algún dinero, aunque no tanto que me permitiera sufragar los gastos del parto y mi manutención en las semanas previas y posteriores a aquél. Por esta razón recurrí a usted de nuevo. Fui a verle a su habitación dispuesta a revelarle los móviles de mi conducta; se lo habría contado todo si usted hubiera estado dispuesto a escucharme y en condiciones de hacerlo, pero no era éste el caso. De todos modos, me dio el dinero que yo necesitaba y por este motivo le estaré eternamente reconocida. Con él me fui a Roma y allí acudí a todas las direcciones a las que había escrito el doctor Pimpom. El resultado de estas visitas fue siempre idéntico: unos, amparándose en la proverbial ineficacia del servicio de correos, aseguraban no haber recibido ninguna carta; otros admitían haberla recibido, pero decían desconocer al remitente; otros, por último, se limitaban a decir que no podían hacer nada por mí. Alguno, apiadado de mi condición, hizo amago de ofrecerme un dinero que rehusé; los más se limitaron a regalarme muestras gratuitas de medicamentos que les habían enviado los laboratorios farmacéuticos. De resultas de todo esto me encontré en una situación de desamparo absoluto, a la que se sumaban las molestias propias de mi estado. Caí en un gran torpor; dormía la mayor parte del tiempo y lloraba el resto. No sabía qué hacer.
»Por estirar al máximo el dinero de que disponía, me había alojado en una pensión modesta, en un barrio poco céntrico. En aquella pensión se hospedaba también una muchacha menuda y jovial, de aspecto avispado, no mayor de veinte o veintidós años ni exenta de atractivos, de quien los demás huéspedes solían murmurar. Ella no hacía nada que diera pábulo a las murmuraciones, pero tampoco salía al paso de éstas con su conducta: en la pensión se comportaba siempre con el máximo comedimiento, pero sus horarios eran por demás irregulares y, aunque vestía de un modo discreto y recatado, todos sabíamos que usaba ropa interior de fantasía, pues la lavaba en su cuarto y la oreaba en su ventana. De todo lo cual deduje que aquella muchacha no desempeñaba una profesión deshonesta, pero que probablemente se valía de medios deshonestos para desempeñar una profesión honesta en forma exitosa. Esto, como es de suponer, me traía sin cuidado, y si he traído este personaje a colación ha sido porque fue, desde mi llegada a Roma, el único ser humano que me prodigó algunas atenciones y me dio muestras de afecto.
»Cuando comprendí que el embarazo tocaba a su fin, tuve miedo. Por inconsciencia o cobardía, nunca me había puesto a calibrar las consecuencias de todo aquello: ni los riesgos físicos que llevaba aparejado el parto ni los problemas que había de acarrearme la criatura que yo estaba a punto de traer al mundo. Quizá por esta razón el miedo inconcreto que ahora sentía era más asfixiante. Dormida me asaltaban pesadillas y despierta era presa de un nerviosismo rayano en la histeria. Ningún médico se ocupaba de mí y solventaba todos los desarreglos anímicos y corporales con la ayuda de un farmacéutico que me recetaba remedios y medicinas. No sé cómo logré sobrevivir. Finalmente decidí incumplir lo que me había prometido a mí misma, prescindir del orgullo y pedir ayuda a la persona que me había puesto en semejante situación. Por supuesto, no podía ir a verle con aquella facha, así que hube de confiar en alguien. Elegí hacerlo en la muchacha de la pensión de que le hablé hace un momento. A la primera ocasión propicia la llevé aparte y le referí el caso. Ella escuchó el relato en silencio y concluido aquél se limitó a mascullar: «Todos son iguales.» Le hice jurar que me ayudaría y ella trató de hacerlo, pero los días pasaban y sus gestiones no daban ningún fruto. «Hoy no he podido ir», me contestaba cuando yo, al verla entrar en la pensión, la asediaba con mis preguntas. O bien: «Hoy he ido, pero había mucha cola y no me he podido quedar.» Y así sucesivamente. Hasta que una tarde, tres semanas antes de lo que el doctor Pimpom y yo habíamos calculado, tuve los primeros avisos de que el momento decisivo estaba próximo. Alertados por mí los dueños de la pensión, y después de un breve conciliábulo, alguien llamó al hospital más próximo y pidió que enviaran una ambulancia sin demora a recogerme. Le respondieron que el personal hospitalario estaba en huelga y los servicios, interrumpidos sine die ; que el retén que atendía los casos más graves no daba abasto a todos ellos; que dejáramos nuestro nombre y dirección y que tuviéramos la bondad de aguardar un día o dos. En vista de esto, la dueña de la pensión se mostró partidaria de llamar a la policía. «Si pasa algo, tendremos lío», dijo en tono agorero; a lo que replicó su marido diciendo que él nunca había tenido tratos con la policía ni los pensaba tener; y se echó a la calle en busca de su madre, una mujer octogenaria que en su juventud había ejercido ocasionalmente de comadrona.
»Así dieron comienzo aquellas horas terribles, interminables. Aunque estaba avanzado el otoño, la temperatura era alta y, como mi habitación carecía de ventana, pronto el calor se hizo agobiante y la atmósfera, irrespirable. Me llevaron a otra habitación que disponía de una ventana alta y estrecha por la que ahora entraba la luz del atardecer. El cielo estaba dorado y melancólico y de la calle llegaba el murmullo de la circulación rodada y el trajín de los platos en un restaurante próximo. Tampoco el farmacéutico pudo ser localizado: al término de la jornada había cerrado la farmacia y se había ido a su casa, cuya dirección nadie conocía. Para calmar el dolor de las contracciones, cada vez más intenso, me dieron lo que tenían: aspirinas y grappa . Con esta mezcla quedé medio atontada. Los dolores iban y venían y perdí la noción del tiempo. En un momento dado vi la luna enmarcada en la ventana; en otro, la cara apergaminada de la comadrona, que llevaba rato atendiéndome sin que yo me hubiera percatado de ello. Tenía mucha sed y me dieron agua. La muchacha en quien había confiado entró a verme. Venía de la calle y exhalaba un perfume cálido que me revolvió las tripas. Pedí que nos dejaran a solas un instante y, cuando lo hubieron hecho, le dije: «Es posible que no salga de ésta.» Ella me interrumpió diciendo que no dijera tonterías. Lo que me pasaba era una cosa molesta, pero sencilla. «Constantemente están naciendo miles y miles de niños, sobre todo en Asia», agregó. Yo le interrumpí a mi vez para decirle: «Escucha: la criatura que va a nacer sólo me tiene a mí, y si a mí me pasara algo, se quedaría sola en el mundo. Tienes que ir a verle, intentarlo una vez más y esta vez abrirte paso hasta él como sea; dile que venga; explícale las cosas como son. Anda, ve.» Ella me respondió que haría lo que yo le pedía, pero en sus ojos leí la indecisión y la duda. Salió la muchacha de la habitación y yo debí de perder el conocimiento. Me despertó un gemido lastimero; tardé un rato en darme cuenta de que yo misma lo había proferido. La luna ya no estaba en la ventana: ahora era noche cerrada, sin nubes y sin estrellas. Poco a poco fui recobrando la cordura y haciéndome cargo de dónde estaba y qué ocurría. Recordé los dolores inhumanos que había estado padeciendo y pensé que no sería capaz de soportarlos nuevamente, pero transcurrieron varios minutos y los dolores no volvieron. Al verme despierta acudió la vieja comadrona. «Nena, ¿cómo estás?», oí que me preguntaba. «Bien», le respondí esperanzada. «¿Ya pasó todo?» «Falta muy poco», dijo ella. «¿Te duele algo?» «No, pero tengo mucha sed; déme agua, por favor.» «No debes beber nada», respondió la vieja comadrona; «ningún líquido». «¿Quién lo ha dicho?», quise saber, y ella miró de reojo hacia el otro extremo de la habitación. Seguí su mirada y vi dos hombres muy altos que parecían hermanos. Uno iba vestido enteramente de blanco y el otro, enteramente de negro. Miraban lo que había en una mesita sobre la que una lámpara cubierta por una pantalla grande, hecha de trozos de cartón doblado, proyectaba una luz intensa, mientras dejaba en penumbra el resto de la habitación. Miraban lo que había en aquella mesita y cuchicheaban animadamente. Al advertir que me había despertado, acudieron a la cabecera del lecho. La vieja comadrona se retiró y ellos se situaron a ambos lados de aquél. «¿Cómo se encuentra, señora?», me preguntaron los dos a la vez. Les dije que me encontraba bien, que los dolores habían cesado. El hombre de blanco hablaba con acento francés y el de negro, con acento alemán. Cuando hablaban entre sí, el que tenía acento francés se dirigía al otro en alemán, y el que tenía acento alemán le respondía en francés. Esto me hizo pensar absurdamente que debían de ser suizos: dos hermanos suizos que había adoptado aquella solución equitativa a los problemas prácticos de su bilingüismo. Estas cosas las pensaba porque la cabeza no me regía bien. Mientras el hombre de negro me tomaba el pulso y me auscultaba, el hombre de blanco fue a la mesita iluminada y regresó con una jeringa. Me hicieron ladear el cuerpo y sentí un pinchazo en la espalda. El hombre de negro volvió a auscultarme, murmuró: «Todavía no», y anotó algo en su cuaderno. Los dos hombres volvieron a situarse junto a la mesita y a hablar entre sí con gran animación. Lo que me habían inyectado me sumió en un estado de gran bienestar físico. Ahora todo estaba bien, todo era como debía ser; en fin de cuentas, él tenía razón: sólo la entrega puede salvarnos del caos; la felicidad es un estado de gracia que sólo se confiere al que sabe renunciar y aceptar, me dije. Pensando estas cosas no me enteraba de lo que ocurría a mi alrededor. En cambio, registraba con nitidez todos los sonidos que llegaban de la calle. Cuando abrí de nuevo los ojos, la ventana estaba cerrada y por los cristales entraba la luz del día. Delante de mí estaban la comadrona y el hombre vestido de blanco; ambos me miraban fijamente a los ojos con el ceño fruncido y el semblante grave, como si estuvieran recabando mi atención para reprenderme. Sin apartar su mirada de la mía, el hombre vestido de blanco hizo una seña y acudió el hombre vestido de negro. Vi que llevaba las manos cubiertas por unos guantes de goma y comprendí que había llegado el momento decisivo. De mi ánimo desapareció toda la paz de que había estado gozando y me invadió un terror irreprimible. En aquel momento pensé que aquellos dos hombres habían sido enviados allí para impedir que el suceso que estaba a punto de producirse trascendiera las paredes de aquella miserable habitación. Imaginé haber sido vigilada continuamente desde que puse el pie en Roma e interpreté bajo un nuevo prisma la actitud arisca de los médicos a quienes había acudido en un principio y las tentativas supuestamente infructuosas de mi amiga de llegar hasta él. Ahora todos aquellos hechos formaban parte en mi imaginación de una conjura destinada a eliminarme a mí y a hacer desaparecer a la criatura que en aquel instante pugnaba por salir al mundo. Quise saltar de la cama, pero me lo impidieron. «Valor, ya casi está», oí murmurar a la comadrona. El hombre de negro, con su peculiar acento, me gritó: «Poussez, madame, poussez! », y yo comprendí que quería vivir por encima de cualquier otra consideración. En aquel momento resonó en la pensión un grito terrible, como si acabara de irrumpir en ella un animal ávido y feroz, y sentí pánico, pero no por mí, sino por mi hijo; entonces comprendí que no estaba dispuesta a consentir que nadie me lo arrebatara. Al grito siguió un breve silencio, durante el cual comprendí que había sido yo quien lo había proferido. Luego oí un llanto tenue y extrañamente próximo y me pregunté cuál de los dos hombres estaría llorando y por qué. La comadrona se inclinó sobre la cama para decirme algo, pero yo no podía oír sus palabras, porque sólo tenía oídos para aquel llanto, ni podía distinguir la expresión de sus facciones, porque tenía los ojos inundados de lágrimas. Finalmente entendí que sólo quería decirme lo que yo ya sabía: que todo había ido bien. «Es un niño muy hermoso», añadió. Y yo le dije: «No deje que nadie se lo lleve.»
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