Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita

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En una Venecia insólita, a la vez cotidiana e irreal, el prófugo viajero se sustrae a las férreas y sórdidas leyes de su rutina barcelonesa para ingresar en un paréntesis que de provisional parece llamado a convertirse en indefinido: una vida regida quizá por otra lógica secreta, hecha de encuentros casuales, de sucesos imprevistos, de relatos y leyendas de tradición oral y mitos lacustres.
En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.

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– ¿Qué le ha parecido el recital? -le preguntó mientras con la mirada iba examinándolo sin disimulo pero sin osadía.

– Oh, por supuesto… extraordinario, verdaderamente extraordinario -balbuceó él en forma patosa, vencido de una súbita timidez que le dificultaba incluso la respiración. Debe de ser el perfume, pensó, o el brillo de las piedras preciosas del collar. De cerca parecía más joven y su expresión, que antes se le había antojado autoritaria, había cobrado de repente una viveza contagiosa. Su atractivo es envolvente, pensó; verdaderamente, una mujer seductora. Pero hay algo en especial que me trastorna. ¿Qué será?, se preguntaba-. ¿Es usted profesional? -agregó al cabo de un rato.

Ella vaciló antes de contestar. Luego le dijo que lo había sido, pero que había optado por renunciar al piano a poco de casarse. Ahora practicaba a diario para su propia satisfacción y tocaba ocasionalmente para los amigos, como lo había hecho aquella noche.

Fábregas, que había ido recobrando el dominio de sí paulatinamente, la felicitó por su ejecución y se felicitó a sí mismo por haber asistido casualmente a aquel acontecimiento.

– ¿Y no se ha arrepentido luego de su decisión? -le preguntó.

Ella respondió que a veces sentía la nostalgia de la bohemia, pero nunca de los escenarios, que siempre había pisado a costa de un esfuerzo de voluntad arduo y fatigoso en extremo. También se alegraba, dijo, de haber acabado con la vida trashumante.

– Ya estaba harta de hoteles y de aeropuertos -dijo-. Y usted ¿a qué se dedica?

Fábregas se rascó la cabeza un rato antes de responder.

– Se lo diré, pero no me va a creer -dijo finalmente-. Hace un tiempo tenía una empresa en Barcelona, pero un buen día me sucedió lo mismo que a usted, sólo que a la inversa: me harté de la vida sedentaria. Ahora ya no sé qué habrá sido de la empresa. Ya no me ocupo de ella. Debe de seguir en pie, porque recibo dinero con regularidad.

– No lo diga con este aire compungido -dijo ella cuando él hubo acabado de exponer su caso-. Yo tampoco hago nada productivo y nunca he experimentado el menor remordimiento por ello.

Acabó de beber la cerveza y se enjugó los labios con una servilleta de papel. Fábregas no pudo dejar de decir lo que estaba pensando en aquel momento.

– Hasta los gestos más ordinarios resultan encantadores cuando los hace usted, madame Gestring.

Ella le explicó acto seguido que su marido pertenecía al Alto Estado Mayor Conjunto de la OTAN. En aquellos momentos estaba en Washington, participando en una reunión en la que tal vez se decidiera el futuro de Europa. De resultas de aquellas reuniones de desplazaban por el mapamundi divisiones acorazadas y buques de guerra. Ella había aprovechado la ocasión para hacer una escapada.

– Me chifla Venecia. ¿Lleva usted aquí muchos días?

– Varios meses -respondió él-. He perdido la cuenta.

– Para ser una persona que aborrece la vida sedentaria, no está mal. ¿Y a qué dedica su tiempo, señor…?

– Fábregas.

– ¿A qué dedica su tiempo, señor Fábregas?

– A ver vídeos.

– ¿Cómo ha dicho?

– Ha oído bien: permanezco encerrado en la habitación del hotel viendo vídeos sin parar.

– ¿Solo?

– Sí.

– ¿Haría una excepción conmigo? -preguntó ella de improviso-. ¿Me invitaría a su habitación a ver un vídeo?

– Por supuesto, será un privilegio -respondió Fábregas sorprendido.

Apenas entraron en la habitación, ella le instó vivamente a que cerrara la puerta con llave y diera órdenes terminantes a la recepción del hotel: no debía permitírsele a nadie que subiera allí ni había de serle pasada ninguna llamada telefónica. Aunque la reunión en la que participaba su marido todavía debía prolongarse varios días, aclaró cuando Fábregas hubo atendido a sus instancias, no cabía descartar la posibilidad de que aquél la abandonase con cualquier pretexto y se personase en Venecia de improviso. Hasta el momento jamás había hecho una cosa semejante, pero no estaba de más tomar precauciones, dijo. Sus palabras o, cuando menos, el tono en que fueron dichas, no dejaban traslucir la menor inquietud: aquellos consejos parecían provenir de su sentido práctico. No quiero dramas, parecían querer decir. Todos sus gestos revelaban un gran aplomo, que Fábregas atribuyó a la costumbre. Probablemente aquellas correrías eran algo usual en su vida, se dijo. Sin embargo cuando le tocó el brazo advirtió que tenía la piel perlada de sudor frío.

– ¿Quiere que cierre los postigos? -le preguntó.

Ella dijo que no con un deje de alarma en la voz, como si de la realización de aquella propuesta pudiera seguirse la asfixia de ambos.

– ¿No habíamos venido a ver vídeos? -dijo ella recobrando la naturalidad o, cuando menos, el desenfado.

– Perdone. ¿Qué le gustaría ver? -dijo él señalando las cajas apiladas en la mesa de gavetas sobre la que descansaban también el televisor y sus adminículos.

– Cualquier cosa que no ofenda la dignidad de una señora -dijo ella-. ¿Para que sirve este trasto tan largo y tan imponente?

– Para hacer levantamiento de pesas. No trate de levantarlo: se podría lastimar.

– No tema: soporto bien los pesos -replicó ella- y se lo demostraré si me ayuda a quitarme este maldito vestido de noche que me viene agarrotando desde hace varias horas.

Él le ayudó a desprender los corchetes que sujetaban por la parte posterior el vestido, el cual, una vez finalizada esta operación, ella hizo resbalar con una sacudida del cuerpo hasta la alfombra, donde quedó formando ruedo en torno sus pies. Ella abandonó aquel ruedo dando un paso atrás con extrema precaución, como si temiera dañar la tela del vestido con el tacón de los zapatos que aún conservaba o como si al abandonar aquella indumentaria fastuosa e incómoda depusiera al mismo tiempo con cierta solemnidad una actitud de fingimiento. Ahora llevaba únicamente una enagua corta y un justillo carmesí de seda y blondas que ponía de manifiesto su contorno.

– Apague la luz -ordenó asiendo la barra de metal con ambas manos y tirando de ella con todas sus fuerzas mientras él pulsaba el interruptor general y dejaba en penumbra la habitación.

Con gran esfuerzo logró izar las pesas a la altura de las clavículas, descansó un rato y luego, afirmando los dos pies en la alfombra, arqueando ligeramente el cuerpo hacia delante y apretando los dientes, dio un tirón brusco y tensó ambos brazos sobre la cabeza. Al hacerlo el busto rebasó los bordes del justillo, en cuya seda reverberaba ahora el resplandor tornasolado del televisor.

– No suelte ahora las pesas o se partirá el cráneo -gritó Fábregas advirtiendo el peligro que corría y colocándose a sus espaldas-. Flexione poco a poco la pierna derecha… así. Yo sujetaré las pesas… ¿ve? Ya está. Puede soltar. Retírese. ¡Uf!

Aunando fuerzas habían conseguido finalmente depositar las pesas en el suelo con relativa suavidad. Ella temblaba visiblemente, pero consiguió pese a ello esbozar una sonrisa desafiante.

– Ya ha demostrado que podía hacerlo, madame Gestring, pero no lo vuelva a intentar -le reprendió Fábregas.

– ¿Que habría pasado si no hubieras estado tú aquí para ayudarme? -preguntó ella.

– Nada. Si yo no hubiera estado aquí tú no habrías hecho el ridículo tratando de levantar las pesas -dijo él advirtiendo el tuteo que ella usaba ahora y advirtiendo también el hecho de que aquel cambio en el tratamiento no revelaba intimidad por su parte; antes bien, camaradería deportiva.

– No me regañes, cariño -dijo ella acariciándole la mejilla con la palma de la mano. Aquella caricia condescendiente parodiaba el gesto amanerado de una dama de alcurnia que cree premiar de este modo los servicios de un pillete. Él arrugó el entrecejo y ella se echó a reír-. Olvidemos este incidente absurdo -dijo alejándose con ligereza en dirección al cuarto de baño, en cuya puerta se detuvo para gritar-. Amor, mientras me ducho, di que nos suban una botella de champaña y un assiette de petits fours … ¡no!, mejor aún, que suban beluga… y lonchas de pavo frías con mayonesa y cornichon . ¡Estoy desfallecida!… y algo para ti también, lo que tú quieras… Aún no conozco tus gustos, pero te quiero vigoroso: esta noche debemos sacarle mucho rendimiento al cuerpo.

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