Bajando la escalinata que conducía al hall, se sintió satisfecho, casi jubiloso. Llevaba un traje de lino azul cobalto que le gustaba especialmente y que por esta razón reservaba para ocasiones muy particulares. La verdad es que, para ser tan poco hablador, no he estado nada mal, pensaba ahora recordando su reciente disertación. Hasta ese momento siempre había despreciado la elocuencia y cualquier forma de gracia en el hablar, que consideraba un adorno provinciano al alcance de quien se propusiera obtenerlo. Deliberadamente procuraba expresarse con palabras ordinarias y con frases cortas y sencillas, separadas entre sí por pausas y carraspeos. Consideraba elegante trabucarse y tartamudear. Esta forma de hablar infundía respeto en los medios mercantiles en los que siempre se había movido y donde la facilidad de palabra podía hacer que las transacciones derivaran hacia un histrionismo contagioso que a la larga reportara únicamente beneficios al más desenfadado.
Al pasar ante la puerta del comedor, vio en una de las mesas al hombre obeso, el cual, suponiendo que a Fábregas le resultaría poco grato recordar lo sucedido la noche anterior, fingió no haber advertido su presencia. Fábregas, sin embargo, se dirigió a él y le expresó su agradecimiento por lo que el otro había hecho de un modo tan desinteresado.
– Hoy por ti y mañana por mí, como suele decirse -respondió el hombre obeso para quitarle importancia al asunto-. ¿No se sienta? ¿Ha desayunado ya?
– No voy a desayunar -dijo Fábregas-, pero si está usted solo y no le perturba mi compañía, me sentaré cinco minutos.
El hombre obeso le aseguró que no esperaba a nadie y que le complacía mucho contar con la compañía de Fábregas, porque no tenía nada que hacer hasta el mediodía ni ganas de callejear con aquel calor y aquella inestabilidad atmosférica.
– En efecto, el chaparrón de esta mañana ha sido muy aparatoso, pero no ha hecho bajar la temperatura y, en cambio, ha hecho subir todavía más la humedad -dijo Fábregas.
– Lleva usted toda la razón -asintió el hombre obeso-. Y ni siquiera es seguro que no vuelva a caer la intemerata. Por suerte, en el hotel se está fresquito y bien.
Un camarero acudió a preguntar a Fábregas si deseaba té o café en el desayuno, a lo que éste respondió que sólo deseaba tomar una taza de café. El camarero le advirtió que a esa hora sólo se servían desayunos completos en el restaurante y le sugirió ir al bar si quería tomar únicamente un café, pero Fábregas, recordando la actitud viril del doctor Pimpom en una circunstancia similar, dijo que estaba charlando con el hombre obeso e insistió en que el camarero le trajera exactamente lo que él había pedido. El camarero se retiró sin replicar, pero al cabo de muy poco regresó trayendo en una bandeja un desayuno completo que depositó en la mesa con aire desafiante.
– Vaya -dijo Fábregas cuando se hubo ido el camarero-, será el tercer desayuno que abono y no pruebo en lo que va de día.
– Muy frugal le veo -dijo el hombre obeso-. Yo, en cambio, me levanto siempre con un hambre atroz. Creo que podría comerme una ballena entera. Además -agregó sin percibir la sonrisa con que su interlocutor había acogido aquella expresión-, en vista de lo que cuesta la habitación y ya que el desayuno está comprendido en el precio, sería un crimen dejar una sola miga en el plato.
– De lo que acaba de decir, deduzco que viaja usted por cuenta propia -dijo Fábregas empujando la bandeja hacia el hombre obeso, quien, entendiendo el ofrecimiento de que era objeto, se anudó al cuello la servilleta que aún tenía sobre las rodillas y atacó las viandas con verdadera fogosidad.
– En parte sí y en parte no -aclaró sin dejar de masticar-. En realidad, viajo por cuenta de una empresa de la que soy socio único.
– Bueno; así y todo, podrá deducir los gastos de este viaje.
Al oír esto, el hombre obeso emitió un suspiro prolongado.
– Ay, amigo mío, por desgracia no es la partida de gastos la que sufre de desnutrición, sino la de ingresos -exclamó.
Acto seguido, el hombre obeso explicó a Fábregas que era productor cinematográfico y que se encontraba en Venecia con motivo del festival de cine que se celebraba todos los años en aquella ciudad. En realidad, su propósito era conseguir por los medios que fuera que los organizadores del festival seleccionaran una película en la que había invertido una fuerte suma y cuyos resultados comerciales, francamente decepcionantes hasta la fecha, amenazaban conducirlo a la ruina. La publicidad que se derivaría de la eventual selección de la película sin duda haría que ésta remontara el vuelo, pero por el momento la respuesta de los organizadores a sus insinuaciones había sido poco entusiasta, cuando no fría.
– La verdad -confesó el hombre obeso tras una pausa- es que la película es un petardo.
– ¿Y qué hará si al final se confirman sus temores? -preguntó Fábregas-. Quiero decir si la película acaba no yendo al festival.
– ¿Que qué haré? Pues ¿qué he de hacer? -respondió el productor-: ¡Volver a empezar, como he hecho tantas veces!
– Ah, luego éste no sería su primer fracaso -dijo Fábregas.
– ¿Mi primer fracaso? -repitió con sorna el hombre obeso-. ¡Quite allá! Todas mis películas han sido descalabros tremebundos. Hoy en día casi todas las películas lo son. Mire: estos días la ciudad está invadida de productores en situación idéntica a la mía. En las habitaciones de los hoteles se amontonan millares de películas a la espera de ser seleccionadas. Sólo unas pocas lo serán y de éstas, una nada más obtendrá el León de Oro. ¡Y ni eso siquiera garantiza que luego vaya a salir a flote! El cine es una industria sin futuro. Está llamado a desaparecer, pero la inercia que lleva es grande, hay todavía mucho dinero metido en el asunto y por eso le cuesta terminar su ciclo… -se llevó pensativamente la cuchara vacía a la boca y la estuvo chupando un rato. Luego señaló con la cuchara en dirección al hall del hotel-. ¿No ha reparado usted en que a ciertas horas el hall de este hotel se llena de jovencitas que pululan sin saber qué hacer ni a dónde ir? Son aspirantes a estrellas. A lo sumo, alguna ha asistido a un cursillo de interpretación; las más bizquean y hacen carantoñas cuando se ponen ante una cámara y no saben pronunciar su propio nombre en forma inteligible. Todas tienen un físico apetecible y la cabeza llena de ilusiones. Por una promesa inconcreta, cualquiera de ellas estaría dispuesta a echarse en brazos de un tipo ordinario y arruinado como yo, ¿y para qué? Para acabar haciendo una o dos películas y quedar luego relegadas al olvido más patético. Esto es lo que mantiene aún viva la industria cinematográfica: la fantasía irreductible de la gente. ¡Ojo! No seré yo quien les reproche nada a esas pobres chicas. Todos hemos compartido su ilusión en mayor o menor grado. La única diferencia estriba en que nosotros fuimos más lúcidos o más escépticos o más cobardes. Después de todo, y a la vista de lo que nos acaba deparando la vida, ¿no es mejor hacer un poco el indio y perseguir quimeras?
Las reflexiones desencantadas del hombre obeso llevaron a Fábregas a pensar de nuevo en María Clara. Sí, cuánto mejor no sería para ella arrojar por la borda todo vestigio de cautela y seguir sus impulsos sin ambages, se dijo.
– Ya entiendo lo que me quiere decir -dijo en voz alta dirigiéndose al hombre obeso-. Lo que no veo es por qué sigue usted metido en un mundo en el que ha dejado de creer y del que, para postre, no obtiene ninguna ganancia.
– ¡Qué pregunta! -rió el productor con un deje de amargura-. Sigo metido en este negocio asqueroso porque estoy arruinado y cuando uno está arruinado, la única forma de evitar el colapso definitivo es seguir arruinándose. Es una ley económica extraña, pero irrebatible: nadie conoce los límites de la ruina, salvo los que se detienen por miedo o por cansancio. Por la ruina, como por el cosmos, se puede ir viajando sin llegar nunca al final. Lo sé porque una vez produje una película de ciencia-ficción que trataba de este tema. Se llamaba Viaje a los límites del cosmos o algo parecido. No finja recordar el título ni haberla visto: nadie la vio, a juzgar por la taquilla. Con lo que costaron los efectos especiales se habría podido resolver el problema del hambre en Etiopía. Luego la crítica la despachó con dos frases sarcásticas y tuvimos que meternos la película en salva sea la parte. Para enjugar las deudas tuve que pedir un crédito descomunal, que los bancos no me habrían concedido si no les hubiera dicho que iba destinado a una superproducción mucho más cara que la anterior. Y así llevo producidas cuarenta y seis películas, a cual más mala.
Читать дальше