Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita

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En una Venecia insólita, a la vez cotidiana e irreal, el prófugo viajero se sustrae a las férreas y sórdidas leyes de su rutina barcelonesa para ingresar en un paréntesis que de provisional parece llamado a convertirse en indefinido: una vida regida quizá por otra lógica secreta, hecha de encuentros casuales, de sucesos imprevistos, de relatos y leyendas de tradición oral y mitos lacustres.
En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.

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Don Modesto era el menor de diez hermanos. Cuando tenía siete u ocho años de edad, su padre, apremiado por la necesidad, decidió emigrar a América llevándose consigo a su mujer y su prole. De toda la familia, don Modesto fue el único que no llegó a pisar tierra americana. Durante la travesía del océano contrajo una enfermedad que le impidió bajar del barco, donde las autoridades sanitarias norteamericanas lo tuvieron confinado hasta que, debiendo el barco hacerse de nuevo a la mar y no habiendo remitido para entonces los síntomas de su mal, zarpó aquél otra vez rumbo a Italia llevándose a don Modesto a bordo.

– Estuve muy malo; tanto, que nadie creyó que llegase a puerto -dijo.

Una tarde, creyéndole inconsciente o dormido, el médico y el capitán del barco se pusieron a debatir en su presencia las disposiciones que debían tomarse cuando se produjera el desenlace que todos esperaban. Al capitán le preocupaba el hecho de que el interfecto fuera menor de edad, pero el médico, más curtido en estas lides, le dijo que, dada la imposibilidad de ponerse en contacto con la familia, lo mejor sería proceder en la forma habitual y deshacerse del cuerpo arrojándolo al mar.

– Yo, que lo había oído todo, pensé que iban a arrojarme por la borda para que fuera pasto de los tiburones, cuyas aletas había visto seguir la estela del barco con siniestra paciencia, como si presintieran que tarde o temprano su constancia no había de quedar sin recompensa -dijo don Modesto-. Naturalmente, a esa edad yo no podía concebir siquiera la idea de mi propia muerte.

Don Modesto era hombre culto y, enamorado de Venecia, gustaba de contar a quien quisiera escucharle las vicisitudes de su historia.

– No ha habido en el mundo gente más lista que los venecianos -solía decir-. ¿Quiere que le cuente cómo se enriquecieron originariamente los venecianos? Ahora verá usted. Antiguamente el dinero no tenía ni para las personas ni para las gobiernos el valor que nosotros le damos hoy. Los antiguos consideraban que el dinero sólo servía para ser gastado. Entonces llegaron los venecianos, que eran más listos que los demás, y decidieron que el dinero también servía para ser ahorrado y manipulado. Como esta idea aún no era compartida por el resto del mundo, a los venecianos no les costó nada hacerse con el dinero ajeno: así se enriqueció Venecia.

– De esta forma -dijo otro día, retomando el hilo de la narración en el punto en que lo había dejado- los mercaderes se erigieron aquí en clase dominante. Era inevitable que las cosas ocurrieran de este modo. La clase que tiene a su cargo el orden práctico de la comunidad acaba imponiendo también el orden moral. En otros lugares sucedió con los soldados y aquí, como le digo, con los comerciantes. Lo malo fue que, una vez encumbrados, dieron en pensar que un sistema que a ellos les había dado buenos resultados no era sólo un buen sistema, sino el único sistema posible. De esta forma pasaron a pensar que lo que les convenía y agradaba era por fuerza aquello que tenía que ser. Como es lógico, esta actitud concitó el odio y el resentimiento del resto de la población. Entonces la Signoria estableció en la república un régimen de terror y opresión. La policía secreta lo controlaba todo y los ciudadanos, para escapar a su vigilancia, dieron en llevar máscaras todos los días del año.

Mientras el anciano librero hablaba, Fábregas iba llenando su bolsa de películas. Don Modesto se enfurecía viendo el consumo inmoderado que aquél hacía de éstas.

– ¿No ve usted que con toda esta bazofia que se lleva no le va a quedar tiempo para hacer otras cosas? -le advertía. Y como Fábregas le respondía que tampoco habría tenido nada que hacer en ese tiempo, aunque hubiera dispuesto de él, añadía con amargura-: Por lo visto la juventud de hoy día ha desertado del mundo. El que no se droga, se embrutece por otros medios. ¡Qué desolación!

En su juventud había militado en las filas del fascismo. Ahora lamentaba la guerra en que había desembocado todo aquello, pero no se retractaba de haber profesado una ideología que consideraba preferible al descreimiento y la indolencia.

– Entonces, cuando menos, teníamos un ideal -decía.

VII

A finales de septiembre Fábregas conoció a madame Gestring.

No por sociabilidad, sino por dar un descanso a sus ojos y sus músculos, fatigados de muchas horas de vídeo y gimnasia, había bajado al bar del hotel, donde le sorprendió encontrar un grupo de caballeros vestidos de etiqueta, que mariposeaban alrededor de una dama, a la que hacían objeto sin cesar de sus agasajos y melindres. Intrigado, preguntó al camarero quiénes eran aquellos petimetres, a lo que respondió el camarero recitando una lista de nombres.

– Gente ilustre y acaudalada -añadió acto seguido, advirtiendo que aquella nómina no impresionaba a su interlocutor-, gente de talento también.

– ¿Y por eso van de frac? -preguntó Fábregas.

– Oh, no, señor -dijo el camarero-. Es que hoy ha habido función de gala en la Fenice.

– Ah, ya comprendo. ¿Y la señora?

– Pero, ¡bueno!, ¿es posible que el señor no conozca a madame Gestring? -exclamó el camarero.

Fábregas apuró la copa de coñac, pidió otra y mientras la sorbía pausadamente acodado en la barra, se dedicó al examen detenido de aquella dama singular. Sí, se dijo, no hay duda de que resulta turbadora, pero, ¿por qué? ¿Es hermosa? Sin duda. ¿Distinguida? También. Verdaderamente, dos cualidades raras, y más raro aún el encontrarse juntas en una misma persona. ¿Qué edad tendrá? ¿La mía?, quizá más, no sé: esta ropa ceremoniosa y estas joyas hacen que una mujer parezca mayor de lo que es a veces. Desde luego, sus ademanes no son juveniles, pero esta forma de reírse, a veces, sí lo es. ¿Cuál será su estado? Soltera no, por supuesto: las mujeres así nunca llegan solteras a esa edad. Entonces, ¿qué?, ¿viuda?, ¿divorciada? ¿Qué más da? Y estos mequetrefes que van con ella, ¿qué buscarán? Siendo tantos, ¿qué esperan de ella? Quizá nada, pensó.

– Y, dígame -volvió a preguntar al camarero interrumpiendo momentáneamente su examen-, esa señora, ¿se hospeda en el hotel?

– Ah, eso ya no se lo puedo decir de fijo. Pero es probable que sí: todos los años, por estas fechas, madame Gestring nos honra con su visita. Espero que este año no nos haya sido infiel -dijo el camarero.

Fábregas iba a preguntar más, pero un murmullo creciente puso fin momentáneamente al diálogo y les hizo dirigir de nuevo la atención al grupo. Ahora los caballeros imploraban de la dama un favor que ella se resistía a conceder.

– Por favor, no nos deje así: tóquenos algo -oyó que le decían.

– ¿Pero es que no han tenido bastante ya por hoy? -protestó ella.

Ellos porfiaron hasta vencer su resistencia. Con gestos de resignación exagerados se quitó los guantes de raso, que dejó sobre el respaldo de un sillón, y fue a sentarse al piano de media cola que había al fondo del bar.

– ¿Qué quieren que les toque? -preguntó desde allí a los caballeros sin volver hacia ellos la cabeza, que tenía inclinada sobre el teclado.

Los caballeros expresaron sus preferencias. Unos decían que Chopin, otros, que Schubert o Brahms. Finalmente, todos convinieron en dejar a ella la elección. Entonces la dama, sin perder un instante, se puso a tocar una pieza que Fábregas no había oído nunca antes, cosa nada extraña, pues no era melómano.

La ejecución de madame Gestring fue celebrada con una salva de aplausos. Ella hizo ademán de levantarse, pero los caballeros le rogaron que siguiera tocando. Ella tocó otra pieza y luego, accediendo a los ruegos de los caballeros, una tercera, finalizada la cual abandonó el piano, se reintegró al grupo y rogó a su vez a los caballeros que la dejaran sola, porque estaba fatigada y deseaba retirarse a descansar. Los caballeros le fueron besando la mano por riguroso turno y luego abandonaron todos juntos el local. Pero ella, cuando se encontró finalmente a solas, en lugar de retirarse, como había anunciado, se dirigió a la barra con paso resuelto y pidió una cerveza. Cuando el camarero se la hubo servido, bebió un trago largo y luego se dirigió a Fábregas, que la observaba abiertamente.

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