Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita

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En una Venecia insólita, a la vez cotidiana e irreal, el prófugo viajero se sustrae a las férreas y sórdidas leyes de su rutina barcelonesa para ingresar en un paréntesis que de provisional parece llamado a convertirse en indefinido: una vida regida quizá por otra lógica secreta, hecha de encuentros casuales, de sucesos imprevistos, de relatos y leyendas de tradición oral y mitos lacustres.
En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.

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VIII

Se despertó repentinamente, como si alguien le hubiera arrancado el sueño de los ojos de un tirón. Buscó el cuerpo de madame Gestring junto al suyo, pero sólo encontró un revoltillo de prendas y los cornichons con que habían estado jugando. ¿Se habrá ido?, pensó con una mezcla de irritación y desahogo; pero no, pensó de inmediato, puesto que su ropa todavía está aquí. La habitación estaba invadida de una luz muy tenue en la cual el mobiliario mostraba una forma indecisa, pero de una pureza extraña, como si hubiera sido sorprendido en el acto de transformarse en materia. Entonces vio su silueta enmarcada en la ventana. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se va a resfriar, pensó. No quiso ir al armario por la bata para no romper el silencio que precedía el alba y acudió a su lado arrastrando la vánova, con la cual la envolvió sin que ella hiciera el menor gesto. Ahora era él quien corría el riesgo de contraer un resfrío, desnudo frente a la ventana.

– ¿Qué piensas? -susurró.

– No tenía que haber tocado aquellas variaciones de Schumann -dijo ella como si hablara para sus adentros.

– ¿Por esta razón no puedes dormir?

Ella se encogió de hombros y le dirigió una mirada enigmática. Él reconoció al punto el gesto y la mirada y se estremeció. Esto era lo que me atraía y me turbaba de ella, pensó: el mismo misterio, la misma distancia insalvable.

– Da miedo, ¿verdad? -dijo ella sin aclarar si aquel miedo a que hacía referencia era atribuible a alguna circunstancia concreta, a la índole de sus pensamientos, a la luz del amanecer o al agua tenebrosa que discurría a los pies de la ventana. Él creyó comprender que aquella pregunta no le iba dirigida o, cuando menos, que la única respuesta que podía darle era seguir callando, cosa que hizo, pese a que le castañeteaban los dientes.

– Mi padre, que era viudo y jefe de estación -dijo ella tras una pausa-, habiendo prestado oídos a quienes auguraban en mi infancia que andando el tiempo yo había de convertirme en una mujer hermosa, como al parecer había sido mi madre, de la que no guardo ningún recuerdo, pues murió a poco de nacer yo, decidió, cuando alcancé la edad escolar y sin parar mientes en los enormes sacrificios pecuniarios que había de acarrearle su decisión, enviarme a un internado de señoritas que tenían entonces las clarisas cerca de Karlsbad y donde, según él creía, había de serme impartida una educación esmerada, la cual, unida a mi belleza hipotética, habría de permitirme más adelante rebasar los límites sociales que la suerte me había marcado al nacer. Naturalmente, él no podía saber que aquel internado, que antaño había acogido a lo más granado de la sociedad alemana, se había desmoronado en los últimos años, pues la guerra había diezmado la comunidad religiosa que lo regentaba, sin que luego ésta, en los años terribles que siguieron a la derrota, pudiera cubrir las bajas con nuevas vocaciones, de resultas de lo cual, cuando ingresé en el internado, una docena escasa de octogenarias había de hacerse cargo de su gestión y todo andaba allí manga por hombro. Para colmo de males, en los últimos días de la guerra, aquellas ancianas habían sido violadas sin excepción por las tropas soviéticas. Este suceso atroz, sobrevenido a una edad provecta y consumado, para mayor inri, entre cirios, azucenas y bordados, había ocasionado un trauma indecible a las monjitas. Ahora ésta dejaba caer por la comisura de los labios una baba sempiterna, aquélla prorrumpía en aullidos infundados a cualquier hora del día o la noche, la de más allá había contraído tal horror a su propio cuerpo que desatendía las exigencias más inexcusables de la higiene, y así sucesivamente. Incapacitadas de asumir plenamente la docencia de sus pupilas por su escaso número, su edad y su condición psíquica, las pobres monjas se habían visto obligadas a contratar profesores laicos allí donde los habían encontrado. Estos profesores, en su mayoría desertores de la Wehrmacht, mutilados de guerra o simples delincuentes escapados de las cárceles al amparo de la caída del Reich, no obstante odiarse entre sí y pelearse de continuo los unos con los otros, habían aunado sus fuerzas para hacer del internado un verdadero lupanar a espaldas de las monjas. ¡Allí era el beber schnaps y el jugar a los dados y a los naipes, el forzar las párvulas y el entonar canciones blasfemas y licenciosas todas las noches…! Pero no era esto lo que quería contarte.

Le puso la palma de la mano en el pecho y le sonrió como si aquella sonrisa y aquel gesto pudieran disculpar de antemano el giro que se proponía imprimir a su relato o el mero hecho de prolongarlo a aquella hora y en aquel sitio inapropiado. Entonces advirtió que él tiritaba.

– Pero, ¿qué haces aquí desnudo? ¿Quieres acatarrarte? -exclamó como si hasta entonces no se hubiera percatado de las condiciones en que se hallaba él-. Anda, ven, cúbrete con la vánova… o, mejor aún, vuelve a la cama y tápate bien. Yo iré en seguida… en cuanto acabe de contarte lo que te quería contar antes, cuando me he ido por otros derroteros… ¡Por Dios que eres extraño! ¿Qué será que sólo doy con hombres extraños?… Verás, una vez, hace unos años, en un hotel de Lugano conocí un individuo… No, ya veo lo que estás pensando… No lo conocí como hoy te he conocido a ti. Verás. Yo estaba cenando una noche en el restaurante de aquel hotel, cuando vino a mi mesa un individuo de aspecto estrafalario, pero en modo alguno inquietante, el cual me saludó cortésmente y me dijo que él también se alojaba en el hotel desde hacía unos días y que me había visto llegar unas horas antes, sola, en un taxi. Yo le respondí la verdad: que estaba esperando a mi marido, que debía reunirse allí conmigo tan pronto se lo permitieran sus ocupaciones. Con esto nos despedimos. A la mañana siguiente en la recepción del hotel me entregaron un paquete acompañado de una nota. La nota era del individuo que me había abordado la noche anterior en el restaurante y que, según me informaron, acababa de partir. «Usted es la persona que andaba buscando para confiarle mi diario», decía la nota. «Léalo y dele el destino que estime conveniente.» Abrí el paquete y vi que contenía un libro bastante grueso, encuadernado en tela. En la primera página había una entrada que decía así: «Lunes, 7. Llueve a cántaros. No me atrevo a salir. Estoy muy nervioso.» El resto de las páginas estaba en blanco. ¿No te parece extraño?

– Sí, muy extraño -dijo él desde la cama-. Pero ¿qué era lo que ibas a contarme?

Ella desvió la mirada. Ahora parecía escrutar el horizonte. El cielo se había vuelto de color añil y un resplandor rosado parecía cubrir su rostro de rubor.

– Nada, insignificancias -dijo.

Dejó caer la vánova al suelo y corrió a ocultarse enteramente entre las cobijas. Al cabo de un rato se levantó, bebió un vaso de agua, volvió a la cama y continuó hablando.

– Al internado del que hablaba hace un rato venía todos los viernes un fraile benedictino con el propósito de instruirnos en materia de religión. Era un hombre joven, pero la guerra y sus secuelas habían hecho mella en él. Víctima de la consunción, no era raro que hubiera de interrumpir varias veces sus disertaciones para llevarse a los labios un pañuelo, que retiraba manchado de sangre. Este pobre fraile, del que muchas estábamos enamoradas, pero cuya escasa energía lo convertía en blanco fácil de nuestras diabluras, con el fin de mantener cierta disciplina entre las alumnas, solía relatarnos vidas de santos, sacadas de los escritos de San Jerónimo o de Eusebio de Cesárea y en las que, a su juicio, se combinaba lo edificante con lo ameno. Una de estas historias, que ha permanecido intacta en mi memoria más de treinta años, es lo que te quería contar.

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