Otra vez quedó en silencio. El cigarrillo se le había quemado entre los dedos, y la ceniza le caía en la falda. La sacudió y volvió a levantarse. Quedó un momento como si vacilase. Y entonces yo hice algo que no había pensado, que no tenía nada que ver con las palabras dichas, que no sé cómo lo hice ni por qué. Me levanté, me acerqué a ella y le dije: «¿Quieres soltarte el cabello?» Y ella, quizá asombrada, con esa mirada del que se halla ante lo incomprensible y lo absurdo, se llevó las manos al moño y lo soltó. Le cayó sobre los hombros una cabellera larga y fina. Y yo se la acaricié. No sé si, entonces, ella lo mismo que yo, comprendimos que había alguna razón para lo que yo había hecho, aunque no estuviese muy clara (todavía no lo está hoy para mí). Pero mis manos acariciándola parecían la justificación, o quizá una respuesta de quien no comprende claramente, pero necesita mostrar una adhesión. Un beso hubiera significado lo mismo, pero era más ambiguo. Sí. Hice bien en no besarla. Terminé la caricia dejando que mis manos quedasen sobre sus hombros. «Lo que siento es tan nuevo que no sé cómo decirlo.» Ella me sonrió con dulzura. Volví a sentarme.
«Mi hermana me sirvió de espejo para entenderme a mí misma en la medida en que eso era posible. Dejamos de vivir juntas, pero durante mucho tiempo nos veíamos, hablábamos de nosotras, siempre de nosotras. Yo era lo único que conservaba Ethel de su pasado, lo único que amaba, porque mi padre había roto con ella cuando se juntó con un hombre sin casarse. Venía a verme, me contaba sus cosas, jamás las de que fuese o no feliz con su amigo, sino sus aventuras, riesgos, hazañas. No era evidentemente la única muchacha revolucionaria que conocía: en aquel tiempo abundaban en la universidad y fuera de ella, y eso fue lo que me permitió compararlas con mi hermana. A ellas, el afán de lucha, el ansia de justicia o, simplemente, el deseo de vengar al camarada muerto, les salían de las entrañas; a mi hermana, en cambio, le salían de la cabeza. Y cuando mataron a su amigo, su dolor y su furor eran mentales. Entonces, no antes, comprendí que había un modo femenino de vivir, un modo que lo abarcaba todo, no sólo el amor y las otras pasiones, y de eso era de lo que nos habían privado. Después, mi propia experiencia me permitió completar aquellas convicciones. Tuve amores, pero nunca supe entregarme con esa totalidad con que se entregan otras, ese modo que compromete a toda la persona; y los hombres con quienes fui sincera se apartaron de mí. Uno de ellos me dijo algo que no olvidaré jamás: "Para ser una mujer completa te falta el instinto maternal. Hay un momento en todo amor en que la mujer tiene que ser un poco madre." Yo ya lo había leído en Freud, pero no es lo mismo lo que lees que lo que te dice un hombre que ya no volverá a tu lado.»
Alguna vez, no sé si muchas o pocas, las grandes decisiones, aquellas en que uno se juega a sí mismo a un solo albur, no son meditadas, sino que emergen, como un chorro de fuego que no se espera, de algún lugar (¿lugar?) de los oscuros, de los que escapan a nuestra voluntad deliberada. Aparecen súbitos, y sólo nos damos cuenta de su alcance. Entonces uno se asusta, o se alegra de no haberlo pensado antes, de no haberlo razonado. Algo así debió de ocurrirme a mí en aquel momento, cuando me levanté, me acerqué a Ursula y le dije sencillamente: «¿Por qué no te casas conmigo?» Me miró, no me respondió, pero cogió mi mano. Pude seguir hablando, aunque la mirada de ella continuase fija en la mía, una mirada en que a la sorpresa había sucedido la simpatía, o acaso la ternura: lo que me llegaba por la presión de su mano. «Soy un hombre libre y estoy solo en el mundo. Soy, pues, dueño de mí. Lo que te ofrezco es más que una respuesta sentimental o la manifestación de un deseo que tú ignoras. Te ofrezco un matrimonio serio, lo que se entiende por serio en este mundo en el que todavía vivimos, lo mismo tú que yo. Soy medianamente rico, tengo una casa en España y otra en Portugal, ambas hermosas, aunque muy diferentes. Estoy seguro de que te gustarían y de que te hallarías bien en ellas. ¡Lo que podrías hacer allí!… Podremos vivir en España o en Portugal, como tú quieras, en Villavieja, en las orillas del Miño, en Madrid o en Lisboa. Ya te dije antes que carezco de palabras para responderte, pero esto es un ofrecimiento que vale más que las palabras. Espero que serías feliz.» «¿Y tú?», dijo ella. «Yo, ¿quién lo duda? ¿Qué más puedo desear?»
No me soltó, y no dijo más palabras, pero acercó su mejilla y la tuvo pegada a mi mano no sé cuánto tiempo. ¿Quién sería capaz, en esas condiciones, de medirlo? ¿Es que acaso un tiempo así tiene medida? Pasó el que pasó, el que fuera. Entonces me pidió que me sentase. Lo hice. Ella dejó su sillón, se acercó al mío, no por el frente, por un costado, y allí quedó, no sé si arrodillada o sentada sobre las piernas. Le veía la cara y los hombros. Sus manos se movían, conforme me hablaba, casi a la altura de mis ojos, un poco alejadas de ellos.
«Yo sé que nunca me reprocharías mi esterilidad, por mucho que deseases un hijo, y sé también que estos pocos años que nos separan tardarían en ser un inconveniente: de eso me encargaría yo. Si las dificultades sólo fueran ésas, te diría que sí, te lo diría con entusiasmo, con esperanza. Pero ¿qué es lo que puede salir de mí? Alguna vez te hablé de mis terrores. De alguno de ellos me libraría en tu compañía. ¡Muchas cosas tendrían que pasar en el mundo para que fueran a perseguirme por judía en España o en Portugal! No. Es a mí misma a quien temo, porque no sé lo que puedo llegar a ser, lo que puedo querer, lo que puedo hacer. De ese mi cuerpo vacío puede salir lo más terrible porque, donde estaban mis entrañas, hay un demonio que escapa a mi voluntad y que a veces se manifiesta. Por mucho que te quiera hay cosas que no puedo prometerte sin engañarnos a los dos. ¿No sería peor construir una vida en común, confiar en ella, y ver cómo un día, inesperadamente, sin una razón válida, yo misma la destruía? No sé cómo explicarte… Piensa que estoy rota, que entre los pedazos que me constituyen hay abismos cuyo fondo desconozco, pero que me dan miedo. Si un día emerge su maldad y me domina, ¿de qué seré capaz? El día en que eso suceda, no quiero que nadie de mi amor esté a mi lado y lo padezca. Y tú eres mi pequeño amor.» Tal vez se escondió entonces para que no le viera una lágrima o para ocultar un sollozo. Dejé de ver su cara y sus manos, pero sentía su cabello en una de las mías, que colgaba fuera de la butaca. «Hace dos años -continuó- tuve una de esas crisis, aunque no terrible. Sencillamente hallé que el mundo carecía de sentido, y yo con él. Entiéndeme bien: no fue una de esas experiencias que suceden a una lectura que te dice eso mismo, y tú después lo sientes, sino algo espontáneo, sin razón aparente; algo que supongo que le habrá sucedido a mucha gente: una tarde cualquiera, un anochecer, bajo unos árboles, por un paseo, o en medio de una fiesta, salta esa pregunta desde el fondo de uno mismo. "¿Por qué y para qué?" Por lo general son momentos transitorios: se olvidan, son sensaciones que se van lo mismo que vinieron, y uno sigue viviendo. Pero por esa causa que me mueve sin que yo lo quiera, por ese vacío, insistí en las preguntas, porque insistía en no sentirme necesaria, ni siquiera justificada, y no te sorprenda esta palabra que para nosotros los protestantes es más grave que para los católicos, es una clave de vida, aunque ya no creamos en Dios. ¡Hay que justificarse! ¿Cómo? ¿Por qué? Un ser sin sentido carece de justificación, y es estúpido buscarla. Sólo con mi hermana podía hablar, y hablamos. Mi hermana tiene la misma solución para todo: "Únete a nosotros, lucha con nosotros." Entre la gente con la que se mueve mi hermana hay algunos, quizá muchos, que saben por qué y para qué luchan, tienen muy claros unos propósitos y unos fines, pero no creo que mi hermana sea como ellos. Ethel lucha por la lucha misma, en la lucha se resume el porqué y el para qué. Y eso no basta pensarlo, ni siquiera hay que pensarlo, basta sentirlo. Yo no lo sentía y por eso no me uní a ella. Oí una vez hablar de ciertas excelencias de un monasterio católico, un monasterio de monjas y fui a él. Tampoco sé por qué, acaso una esperanza. Yo soy presbiteriana calvinista. No se lo oculté a las monjas, pero aun así me admitieron en su compañía como una más, aunque sin compromiso. Desaparecí enteramente del mundo, entré en aquel de mujeres solas, hice lo que hacían: al parecer una rutina muy bien reglamentada que incluía ciertas satisfacciones estéticas, pero no lo era, y ése fue mi primer descubrimiento, no lo era porque, para ellas, los ritos, los rezos, el trabajo, el descanso, tenían un sentido que lo abarcaba todo y lo excedía, que iba más allá de lo presente y lo visible, no sabía, en un principio, hacia dónde. Bueno, llegué a saberlo: hacia Dios. Casi todas las semanas venía un monje a hablar con nosotras, y digo a hablar, porque no eran sermones, sino conversaciones. No me cuesta trabajo reconocer que era un hombre extraordinario, era él quien las había sacado de la vulgaridad, de la trivialidad, y creado el alma de aquella comunidad. Entiende lo que te digo: no actuaba como varón entre hembras, sino como poseedor de una palabra que comunicaba y engendraba santidad. Lo que hacía con su palabra era construir y sostener una especie de escala entre el corazón de cada una de aquellas mujeres, o del corazón unánime de todas, y Dios. Pero, en mi caso, en esa escala faltaban algunos peldaños, y mi corazón quedaba fuera. Para mí, la santidad no quería decir nada, o era, al menos, un estado inaccesible. Entiéndeme bien: nada me llamaba desde fuera, ni siquiera las urgencias del sexo. Hubiera sido capaz de mantenerme casta por un tiempo indefinido, de renunciar al mundo, a condición de sentir lo que ellas sentían, el amor, una clase de amor cuya naturaleza vivían, entendiéndolo o no, pero que a mí me faltaba. Cuando decidí marcharme, pedí a aquel monje una entrevista privada. Hablamos mucho tiempo, lo supo todo de mí, creo que me entendió y me compadeció. El único remedio que se le alcanzaba era lo que yo había visto y vivido, y que desgraciadamente, infundirme el amor que me faltaba no estaba en sus manos. Terminó prometiéndome rezar por mí. Y lo curioso fue que cuando se lo referí a mi hermana, me respondió: "Todo eso es pura imaginación, pura irrealidad. Si tuvieras que mantener un hogar y carecieras de lo necesario, te darías cuenta de lo que es importante y de lo que es frívolo." Mi hermana no se da cuenta de que su entrega a la redención del proletariado, por lo que quizá dé la vida, tiene la misma raíz que mis congojas. Ella es también una burguesita descontenta, más o menos intelectual, que no puede parir.»
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