Permanecí en Lisboa el tiempo indispensable para recoger mis pertenencias y enviarlas al norte. Dejé para más tarde la respuesta a las insinuaciones del señor Pereira, de quien comprendí que, tras la aparente modestia de su despacho, enmascaraba una verdadera y, para mí, inexplicable potencia. Me enteró de sus relaciones con la banca más rica de Portugal, pero eso apenas me decía nada. Lo entendí en cambio cuando me declaró: «Puedo hacer mucho por usted, y lo haré en cuanto me lo pida.» ¿Era el recuerdo de mi abuela Margarida lo que inclinaba hacia mí el corazón de aquel viejo? Me bastó suponerlo. Le respondí que necesitaba algún tiempo de soledad y meditación antes de decidirme, y marché a casa.
Ya no pude evitar entonces el reencuentro con aquellos ámbitos en que habían transcurrido tantas horas de mi vida, que estaban dentro de mí con todo mi pasado, pero a los que ahora me acercaba sin nostalgia, acaso sin recuerdos. Fue el primer índice de mi cambio. Ya no me hablaban desde ellos mis abuelos, ni siquiera podía recuperar, en el silencio, las voces de la abuela Margarida. El recuerdo de Belinha, inevitable, pasaba sin conmoverme, aunque no me sintiese indiferente a él. Mi actitud era, ¿cómo lo diríamos?, más estética. Ursula me había enseñado a sentir los espacios, como formas significativas en sí mismas, y eso era lo que hacía en mis largos recorridos, sentirlos como espacio: estancias, salones, crujías, pasadizos. No me sentía ajeno a ellos, pero los descubría como una realidad nueva, por la que había transitado sin percibirla, o, al menos, sin percibir más que su apariencia. La misma biblioteca me resultaba nueva, aunque no distinta; más rica, eso sí, en matices de color, en formas del aire y de la luz. Pasé unos cuantos días entretenido en buscar sitio a los libros, en ordenarlos, y como algunos de ellos no los hubiera leído aún, les dediqué las mañanas. También renuncié a mi habitación de niño, y elegí otra, una alcoba de pomposo lecho con una salita, de los que apenas sí necesitaba salir. Había en la salita una hermosa chimenea de piedra, muy historiada. Me la encendían todas las mañanas. Si el día estaba bueno, me iba a leer a algún rincón de los jardines; si no, quedaba en la salita, junto a la chimenea. Almorzábamos en común, se hablaba del tiempo, de las cosechas, de cómo se había vendido el vino. Mi maestro solía buscarme cuando yo estaba solo, para hablar de política internacional. Le preocupaba la situación de Europa. Por lo que pude advertir, estaba mejor informado que yo, y, gracias a él, pude mejorar mi idea de cómo marchaban las cosas. Lo de Alemania le obsesionaba especialmente; no podía suponer que le acompañaba en aquella preocupación, aunque la mía se limitase a un nombre de mujer, a la que acaso la Historia hubiese apresado, mientras yo me empeñaba en permanecer al margen de la Historia; como siempre, desde mi nacimiento. En cuanto a la miss, me preguntó una vez si entraba en sus propósitos casarme, que ya me iba llegando la edad, y que en lugares vecinos había señoritas hermosas y bien dotadas en las que quizá me conviniera pensar. Como yo no fuera muy explícito en las respuestas, me preguntó una vez si había dejado algún amor en Inglaterra. Le respondí resueltamente que no. Y, así, en estas naderías, pasaron los primeros tiempos. No recibí más noticias de Ursula.
La novedad de aquella vida me distrajo de mí mismo. Me sentía tranquilo, aunque por debajo de mi tranquilidad sintiese algo así como el presagio de un vendaval. Llegué incluso a entretenerme en averiguaciones inútiles en las que jamás había pensado y que no me habían preocupado, según mi recuerdo, desde los años de mi adolescencia. La contemplación del retrato de mi bisabuelo Ademar, aquel que Margarida me había impuesto por modelo y al que había sido infiel, fue el arranque de unos días de búsqueda y recuerdos. Era un buen retrato anónimo en el que aparecía un hombre de buena facha, aunque algo rebuscado en el vestir. Atuendos como aquel los había visto en Inglaterra, cuadros de museos locales o de casas nobles de esas que se visitan los fines de semana: reminiscencia indudable del dandismo, más duradero en Portugal que en la misma Inglaterra, quizá por más tardío. Ademar había sido un dandi, y su atildamiento me resultaba anticuado, aunque no antipático; no le faltaba gracia. Me hubiera desentendido de él si no fuera porque, hurgando en las gavetas de algún mueble, hallé montones de cartas suyas, desordenadas, algunas incompletas, como si fuesen adrede mutiladas. Muchas eran de negocios, generalmente malos; otras, bastantes, de amor. Me permitieron reconstruir una parte de la historia de aquel mozo frívolo, y lo hice sin emoción, por pura curiosidad. Nunca hasta entonces me había interesado por el destino de las cartas amorosas, que, por su naturaleza, y según mi manera de pensar, deberían destruirse; que si alguien las había legado como herencia al primer lector incierto, era por pura vanidad. Mi abuelo Ademar no había quemado aquellos testimonios de su ocupación más deleitosa para que alguien imprevisible los conociese y aumentar así en la estimación de lectores imprevisibles. Me pregunté si su hija Margarida habría llegado a conocerlas, y si en su corazón aprobaba los deslices de su padre. ¿Serían ellos la causa de la admiración que le había tenido? Al proponérmelo como modelo, ¿había deseado yo que llegase a ser un Periquito entre ellas? No podía, lógicamente, hallar respuesta; pero, puesto en el lugar de mi abuela, y con el mismo derecho que ella, juzgué a Ademar como hombre ligero, al fin y al cabo de su tiempo, quién sabe si bailarín de cancán, para quien la fama de conquistador afortunado valía tanto como la flor que se ponía en el ojal. Hoy comprendo que fui demasiado severo con el dandi Ademar; pero por aquellos días me hallaba dominado por mi pasión hacia Ursula, y no admitía que las relaciones con una mujer pudiesen tomarse a la ligera. La mayor parte de aquellas cartas eran quejas. El bisabuelo Ademar había sido infiel a sus amantes, pienso que organizaba al mismo tiempo la conquista y la infidelidad, como si fuesen la misma operación. Pero también es posible que ellas no merecieran otra cosa. No deja de ser curioso que por aquellos días me tropezase con Amor de perdición, la primera novela que había leído en mi vida, la que probablemente había configurado mis esperanzas amorosas de adolescente. ¡Qué distinta, aquella pasión, de la frivolidad de mi abuelo! Claro está que, irrazonablemente, comparaba lo que había sido real con lo meramente literario. Pero yo, aun entonces, me sentía más cerca de la literatura, y a juzgar por mí mismo, creía en la realidad de aquellos modos extremados del amor.
La tempestad presentida se insinuó cautamente, como si la estorbase un sistema defensivo del que yo era consciente: de súbito me encontré metido en ella, y no a disgusto. Consistió en la reaparición tumultuosa de mis recuerdos, de los de Ursula quiero decir, y no tanto de lo más aparente y continuado, nuestra vida en común, lo que relaté, sino de lo que la había acompañado acaso como accidente o cosa de poca monta, escondido en los repliegues de la memoria. Muchos de estos recuerdos eran de pequeñeces transitorias que, recordadas, me causaban placer o sorpresa, nunca disgusto. Los otros eran detalles de la vida corriente que había dejado pasar, por no hallarles relación con el amor que vivía, pero que ahora, acumulados y patentes, muchos de ellos, la mayor parte, me dejaban perplejo. ¿Cómo había pensado, cómo había sentido, aquello que, sin embargo estaba allí, sentido por mí y pensado, es decir, vivido? No se trataba sólo de las enseñanzas de Ursula, ante las que alguna vez he sonreído (injustamente), sino de respuestas personales e insospechadas, a mi situación junto a ella, en la sociedad, en el mundo. Supongo que todos podemos sacarnos del saco del alma recuerdos como aquéllos, importantes o triviales, qué más da, porque resultan de la experiencia. Lo que por aquellos días sucedió fue que tuve conciencia de la mía. Me sentaba ante las llamas, dejaba la memoria discurrir, y así, horas y horas. Hasta que una de aquellas noches me levanté y me puse a escribir; no deliberadamente, sino como una consecuencia necesaria de tantas reviviscencias. Un acto, sin embargo, no enteramente personal, porque algo exterior me empujó y me dictó las palabras que iba escribiendo; poseído, aunque no arrebatado. No sé cuánto tiempo, de aquella noche, empleé en escribir mis primeros poemas, cuya forma no había sido prevista ni estudiada, cuyo ritmo me salía de la sangre. Dejé de escribir y me fui a dormir como un sonámbulo que recupera el lecho: era muy tarde.
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