Era un hombre bien portado, de los imponentes que saben disimular por cortesía, o quizá por hábito: sabía hacerlo, y no humillaba, a mí al menos, aunque piense que en sus deferencias conmigo habría influido no ya la devoción de su padre por mi abuela, sino el hecho de ser yo cliente de su banco. No es ésta una condición que se lleve impresa en las tarjetas de visita, pero su comprobación no dejó de abrirme algunas puertas y sacarme de algunos apuros.
Me llevó a un restorán de campanillas, donde le conocía todo el mundo; donde, al encargar el almuerzo, el maitre se limitó a indicar: «Los vinos, los de siempre, ¿verdad, señor?», cosa que Simón Pereira confirmó después de haberme (inútilmente) consultado. Por los vinos comenzó la conversación. Ante la evidencia de mi impericia, Simón Pereira se extendió largamente sobre el tema, aunque enfocado en el sentido de que un caballero debe conocer de antemano cuáles y de qué clase corresponden a los menús bien concebidos, para lo cual conviene prevenir, no de manera superficial, sino más bien perita, las posibilidades reales de la ocasión y del país. Deduje de su exposición, que duró hasta los postres, que su sabiduría al respecto era inmensa, acaso tan grande como su habilidad financiera, y que en eso como en tantas cosas yo no alcanzaba siquiera el grado de aprendiz. Me prometió enviarme lo más rápidamente posible un par de libros en que podía iniciarme, y después de esto, de un salto, me preguntó: «Y, usted, ¿qué piensa hacer? ¿Cuáles son sus proyectos, o, al menos, sus aspiraciones?» Le respondí que no consideraba terminado mi aprendizaje mundano, y que si bien la temporada en Londres me había permitido no sólo perfeccionar el inglés, sino también iniciarme en el mundo de los negocios, en el literario y también en el de la calle, ahora me convendría alcanzar del francés un saber semejante. «¿París? ¿Le interesa París?» Le respondí que sí, y él quedó silencioso, como quien recuerda o medita. «En París está vacante una plaza de corresponsal suplente de tal diario. Que yo sepa, hay al menos dos aspirantes, gente con larga práctica periodística, pero, toda vez que ese periódico es propiedad de mi banco, no sería difícil conseguir ese puesto para usted, en el caso de que le interese. ¿Sabe escribir el portugués tan bien como lo habla?» Le respondí que sí. Un poco a la ligera, lo reconozco, sin pensar que podía meterme en un buen lío. «Pues hablaré de usted donde tenga que hablar. Espere unos días. Mi padre conoce su dirección, ¿verdad?» Yo vivía en un hotel de segunda en una calle céntrica. Se lo dije. «Me parece un buen lugar para usted. Los hoteles de lujo son para otra clase de caballeros», y sonrió. Después empezó a hablarme de política portuguesa. Las cosas se presentaban bien para los bancos. El nuevo régimen tenía muchos proyectos, necesitaba dinero. Había que modernizar el país. «Yo, en su caso -me dijo en un momento-, me quedaría. Tiene usted una gran finca en el norte que podría explotar…, pero también es cierto que puede usted esperar a que esto se asiente un poco más, se asiente definitivamente.» «Esto -le pregunté-, ¿es una dictadura?» «En cierto modo sí, una dictadura, pero con limitaciones.» No sé por qué, interpreté aquella respuesta en el sentido de que los dictadores harían lo que los bancos quisieran.
Las cosas salieron bien, aunque supongo que, al concederme la plaza de corresponsal suplente en París, se cometía una injusticia. Incluí en mi equipaje los volúmenes de crónicas de Eca de Queiroz, que yo había leído alguna vez con evidente entusiasmo. Durante el tiempo que duró mi dedicación al periodismo, los tuve como modelo, cuya perfección, evidentemente, nunca llegué a alcanzar.
Antes de irme a París tuve que pasar por Villavieja, donde había quedado pendiente la cuestión del servicio militar. Era una amenaza que pesaba sobre mí desde hacía algún tiempo y en que jamás había pensado. Hablé con mi abogado, y éste me lo solucionó en poco más de una semana: después de un reconocimiento más o menos formulario, se me declaró inútil por estrecho de pecho y propenso al asma. Todo era falso, pero suficiente como para que me expidieran un nuevo pasaporte sin dificultades y unos papeles en los que me declaraba libre de cualquier servicio. Tenía que pasar por Madrid; lo hice sin detenerme y sin ver a nadie, ni siquiera a Benito. Madrid estaba triste, como bajo una nube oscura. Tomé un tren de la noche. Habíamos convenido en que el corresponsal titular del periódico me esperaría en la estación. Por las señas, se trataba de un hombre corpulento y bigotudo el senhor Magalhaes. Lo reconocí fácilmente. Tendría como treinta y cinco años bien llevados, y su voz era tan poderosa como los bigotes. Hablaba un portugués del sur. Pronto me dijo que había nacido en el Alemtejo, pero que se había criado en Lisboa. No me recibió mal, aunque sí, desde el primer momento, desde el saludo, marcó su doble superioridad: la de sus años (de su experiencia) y la de su jerarquía profesional. No me costó trabajo quedar en el lugar que me señalaba; más aún, me resultaba cómodo.
Me había buscado alojamiento en un hotel modesto de la Rive Gauche, en el que podría vivir con cierta comodidad hasta que encontrásemos un departamento conveniente. No me sentí mal, de momento, en aquella habitación pequeña y bastante anticuada, pero alegre, con una ventana grande a la calle y un servicio para uso personal. «Esto es muy difícil de encontrar en París -me ponderó-. Aquí siguen en uso los retretes colectivos, uno por planta. Si es usted de los aficionados al agua, con la ducha le basta.» No dejé, sin embargo, de recordar las comodidades de la casa de mistress Radcliffe, casi olvidadas, y sus baños calientes. «La ventaja de este hotel es que está situado en la parte de París que a usted le interesa. Como puede comprender, lo más importante de la corresponsalía lo llevo yo. Esto quiere decir que los temas políticos y económicos me pertenecen, más exactamente, que yo tendré a mi cargo todo lo que no sea la vida cultural, que es lo que le corresponde a usted. Francia atraviesa un momento muy delicado, que sólo lo entendemos los expertos. ¿Le dice algo Daladier? ¿Está usted enterado de la cuestión del desarme? Son cosas para gente madura, hay que reconocerlo. La cultura es cuestión más fácil y de menos riesgo. Son gente que juegan a darse importancia en los cafés de moda. Locos en su mayor parte, pero esa clase de locura tiene público en París y en todo el mundo. La cultura de París se encierra entre cuatro calles, en uno límites bastante estrechos que pronto aprenderá. Claro que, de momento, se encontrará perdido entre tantos nombres y tantos grupos, pero ya le presentaré a alguien que le oriente y pueda introducirlo. Mientras tanto le recomiendo que se dé un paseo por ciertos cafés. Le Dôme, La Coupole, La Rotonde, que no están lejos de aquí, que más bien están cerca. Mire, voy a enseñarle el camino.» Sacó del vademécum un mapa de París y lo extendió sobre la cama. «Fíjese bien. Nosotros estamos aquí -y trazó una cruz-, y esos cafés están aquí -y me señaló dos lugares de una calle-. Sin más que consultar un mapa, puede usted escoger un itinerario entre los muchos posibles. Convendrá aprender cuanto antes a manejarse con el metro y los autobuses. ¿Trae dinero? Al menos para hacer frente a los gastos de un mes. Las pagas suelen llegar hacia el diez…
»Los restaurantes baratos están por esta zona, y por ésta. Le recomiendo tales para almorzar y tales para cenar. Si pasea de noche y alguien intenta detenerle, no le haga caso y siga su camino. En París no hay serenos, como en Madrid; le abrirán la puerta del hotel si toca el timbre y dice su nombre. Cuidado con las putas. Nunca lleve demasiado dinero encima. ¿Tiene experiencia de gran ciudad? No me refiero a Madrid o a Lisboa.»
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