Y ahora tengo que hablar de Ursula. No digo que recordarla, porque su nombre y su persona han estado desde entonces presentes en mi memoria, como los de Belinha, ¡y cuidado que han transcurrido años! Fue una de aquellas mañanas, entre la muerte del mayor y mi almuerzo con su hermano. Me llamaron del despacho de mister Moore; estaba él con otro alto empleado del banco no muy visto por mí, y una señorita rubia. El alto empleado me fue presentado como mister Brenan, y la señorita, como Ursula Braun. Aparentemente, los dos ingleses, por su porte y actitud, parecían iguales en categoría, pero, fijándose bien, y yo me fijé, determinados matices de la conducta de mister Moore revelaban una posición inferior, aunque quizá no demasiado. Por ejemplo, cuando mister Moore hablaba, su mirada buscaba en la de mister Brenan aprobación o conformidad. Me informaron de que Ursula Braun pertenecía a una importante firma hamburguesa, muy bien relacionada con mi banco, y estaba allí, en Londres, para hacer un estudio, algo así como una tesis doctoral, sobre la organización bancaria inglesa, y de cómo había evolucionado desde sus lejanos orígenes, allá por los años en que la reina Isabel todavía no era reina. O quizá un poco antes. Ya había investigado en otros bancos: ahora le tocaba al nuestro. Mi misión consistía en acompañar a la señorita Braun cuando lo requiriese, para facilitarle las entrevistas necesarias, los accesos al archivo, y todo lo que considerase indispensable y estuviese en mi mano. Era obvio que mientras la presencia de la señorita Braun lo exigiese, quedaba exento de mi trabajo diario, etc. Hasta aquí, todo bien. Se despidieron de ella y nos dejaron solos. La primera pregunta de Ursula Braun fue si podíamos empezar a trabajar. Le respondí que estaba a sus órdenes. «A mis órdenes, no. Yo no ordeno. Ni puedo ni me gusta hacerlo. Confío en que nuestras relaciones, más que de colaboración, sean de amistad.» Le di las gracias. El trabajo empezó allí mismo, ella provista de un cuaderno y una estilográfica que sacó del bolso, yo sentado frente a ella. Me explicó que si yo era el objeto de su primer interrogatorio, se debía a que de mí podía recibir la «impresión» (la palabra que usó sólo puede traducirse así) de cómo estaba organizado el banco desde el punto de vista de un empleado de no elevado rango. Me eché a temblar, porque jamás me había preocupado de cómo se ordenaban allí las cosas, las daba por bien hechas; pero ella fue tan hábil, que mis conocimientos y mi experiencia resultaron mayores de lo que yo esperaba y no tan despreciables como temía. Mi situación frente a ella (un poco más bajo yo, sentado en una butaca; ella en una silla) me permitió observarla sin impertinencia, aprovechando los movimientos y cambios de postura facilitados por mi obligación de responder. Su estatura debía de ser como la mía, centímetro más o menos. Era rubia, de un rubio casi blanco: llevaba un peinado muy simple y muy pegado a la cabeza, con moño, de modo que le quedaban al descubierto las orejas. Tenía los pómulos anchos, más que la frente; el esquema de su rostro se aproximaba a un pentágono, cuyas líneas fuesen ligeramente curvas. Los ojos, muy azules, y tan ingenuos (en apariencia al menos) que desbarataban el aire felino que su rostro causaba a la primera mirada. Si gata, lo sería de las de uñas pulidas. Lo demás de su cuerpo era satisfactorio, al menos para mí, no demasiado ducho ni demasiado exigente. Como a todos los hombres de mi generación, mi ideal femenino me había llegado a través de actrices de cine: Greta Garbo principalmente, también Marlene Dietrich y algunas posteriores, que habían ido conformando en nosotros una figura a la que yo, sin embargo, no había sido del todo fiel, sino más bien lo contrario. No coincidía con Belinha, por supuesto, ¡se hallaba en el otro extremo!, ni tampoco con Florita, tan castiza en sus hechuras, pero el ideal permanecía, aunque sólo fuera en el ensueño. No puedo decir que Ursula se pareciese a ninguno de los dos arquetipos; le faltaba eso que ya entonces definía a la «mujer fatal», pero estaba más cerca de ellos que otras mujeres que me habían deslumbrado o simplemente gustado. Tenía, eso sí, atractivo, aunque pareciera no darse cuenta: no era de las que mueven las caderas o hacen ondular el cuerpo como una sierpe o una sílfide. Pero no carecían de gracia sus movimientos, una gracia menos insinuante. No obstante lo cual me sedujo progresivamente, conforme la iba descubriendo, conforme calibraba sus evidentes encantos. Entre los cuales sobresalía su voz, muy suave, armoniosa, una voz de contralto hábilmente modulada. Hablaba un inglés mejor que el mío, gramaticalmente, pero esto era lo de menos, pues, la verdad, no me dediqué a comprobar especialmente, o al menos únicamente, el buen uso que hacía de las preposiciones.
Nos cogió a la mitad del trabajo el aviso de la hora del lunch. Le expliqué la razón de aquellos timbrazos, miró la hora, y yo aproveché el momento para invitarla, con el pretexto de la proximidad del restaurante y si no tenía otro proyecto. Lo dudó apenas. «Bueno», me respondió; se puso un impermeable por encima del traje y esperó a que yo fuera en busca del mío, colgado en la percha de mi oficina entre un hongo y un sombrero flexible. Salimos, pues, juntos, y, de entrada, se agarró de mi brazo con toda naturalidad. Me dijo: «Tenemos tres cuartos de hora para hablar de otras cosas, ¿no le parece? No hay por qué prolongar el trabajo fuera de horas.» Me pareció de perlas, aunque no vislumbrase qué tema de conversación podría tener con aquella desconocida que ya me tenía subyugado. Le ofrecí un buen vino, y lo aceptó. La verdad es que en el restaurante, entre empleados de bancos y de otros negocios de la City, se distinguía, no por nada especial, sino por el solo hecho de ser distinta. Yo le buscaba explicación, y no me fue fácil hallarla, porque Ursula, ni por su apellido ni por su aire, parecía una aristócrata, al menos según lo que yo entendía por tal; quizá fuera su modo de vestir, tan sencillo y, sin embargo, tan elegante y tan moderno. Llevaba la falda corta (que había renacido después de la falda larga que siguió, como una consecuencia más, al crack de 1929), y dejaba al descubierto unas lindas piernas que, sin embargo los clientes del restaurante no podían ver, porque se las tapaba el mantel. Habíamos elegido una mesa de dos plazas, cosa extraña en aquel lugar tan frecuentado, y no teníamos testigos próximos. Me hizo algunas preguntas triviales: «¡Ah! ¿Es usted español? Me dijeron que era portugués.» Tuve que aclarar la razón del equívoco. «Pero usted conoce Portugal, ¿verdad? Hábleme de él.» Lo hice con ese entusiasmo que la nostalgia favorece. Me escuchó con atención, no me preguntó por España.
Este primer día marcó la pauta de los que lo siguieron, al menos de los inmediatos: la ayudaba en lo que había menester, almorzábamos juntos, regresábamos al banco y, al terminar, cada cual marchaba por su camino, a su vida. La mía empezó a llenarla Ursula, de momento sólo como persona en quien pensar, más bien imaginar. O bien, tenerla presente en el recuerdo de las menudencias de cada día, o un mero estar en mi conciencia como figura inmóvil, una especie de icono allí instalado, que yo veía con sólo cerrar los ojos. Fuimos, poco a poco, aproximándonos. El segundo día de trabajo en común propuso que volviésemos al mismo restaurante, pero que cada cual pagaría el gasto alternativamente. Al cuarto o quinto me propuso que nos llamásemos por el nombre de pila y fue entonces cuando se enteró del mío, después de haber gastado unos minutos en enseñarle a pronunciar mi apellido. «Filomelo. ¡Qué bonito! En griego quiere decir amigo de la música.» Le advertí que no era Filomelo, sino Filomeno. «¿Qué más da? Es igualmente bonito.» ¡Dios mío! Era la primera vez que alguien decía semejante cosa de mi nombre, aquella losa que tanto me pesaba; como que desde entonces me reconcilié con él y decidí enterrar el de Ademar con el pasado. Bueno, no lo olvidaría del todo, porque, en mis recuerdos de Belinha, seguía siendo Ademar. «¡Meu meninho, meu pequeno Ademar!» Aquella frase que me pertenecía como mis huesos, que estaría allí para siempre, como las piedras en los cimientos… Pero, igual que los cimientos, podía permanecer oculta. Ursula pronunciaba muy bien lo de Filomeno, lo pronunció desde el primer momento. No le buscó diminutivo ni nada de eso. Filomeno, nada más. Y eso me permitió sentirme más seguro, como el que regresa de un apoyo vacilante a tierra firme. ¡Filomeno, por fin, para alguien que lo decía sin guasa, como un nombre cualquiera! Porque, en el banco, aunque no lo hiciesen notar, yo era el heredero de Margarida Tavora de Alemcastre, una dama portuguesa de reconocida alcurnia, y estaba allí por ser su nieto y por tener en el banco los intereses que había heredado de ella. Con Ursula me sentía desligado de aquel cúmulo de menudencias que tanto me habían hecho sufrir: burlas de Sotero, admiraciones de Benito. No me había referido a este pasado, o lo traté someramente, cuando conté a Ursula mi vida, y lo hice no porque ella me lo preguntase, sino porque me había contado la suya, al menos lo que se puede contar a un amigo reciente: «Soy hija de un comerciante de Hamburgo, estudié arte antes que economía, tengo veintiocho años, estoy soltera.» No sé por qué, quizá porque viniese rodado, o porque nuestro desconocimiento recíproco careciese de otro terreno común, nuestras primeras conversaciones largas trataron de finanzas. Pronto advertí que ella sabía más que yo, sobre todo cuando me dijo: «Todo lo que conoces está al alcance de cualquiera, de un profesional o de un curioso. Pero la economía del mundo es mucho más compleja. Existe esa zona inferior, la de las huelgas y de los obreros parados, a la que cualquier profesional da una explicación generalmente falsa; porque no es cierto, como se dice, que de la situación actual tenga la culpa sólo la torpeza yanqui. Eso es un factor, pero la causa está en el sistema mismo. Eso lo saben perfectamente los de arriba, los que están en esa zona oscura, impenetrable, salvo para ellos, los que la habitan, los que la poseen, los que la gobiernan, y sólo desde ella puede verse la verdadera realidad, que debe ser fascinante y terrible, porque es más que el juego de las riquezas y abarca el porvenir del mundo. Lo que ahí se trama no podemos adivinarlo. No es sólo que manden, como tú piensas, sino el modo como mandan, y lo que proyectan, o lo que se les viene encima, porque, a veces, la realidad se les escapa de las manos. Si continúas en esto, verás cómo renacen las industrias de guerra, única solución del paro, y las industrias de guerra conducen a la guerra.» «¿Entre quiénes?», le pregunté ingenuamente. «¿Quién lo sabe? Pero es casi seguro que mi país sea uno de los contendientes. En mi país, con el pretexto de ciertos errores, crece y se impone un movimiento que me da miedo; más que miedo, espanto. ¿Qué será de nosotros si triunfa? Lo peor que puede suceder es que el demonio tenga parte de razón, y ellos tienen esa pequeña parte.» Yo no había concedido nunca importancia a los movimientos políticos a que Ursula se refería, no pasaban para mí de un folklore más o menos militar, y la terribilidad que ella les atribuía no me cabía en la cabeza. «Pero ¿por qué los temes?» Por primera vez en nuestras relaciones me cogió la mano, mi izquierda con su derecha, y advertí que temblaba. «¿Te dice algo el apellido Stein?» «No. Bueno, creo recordar que alguien de ese nombre tuvo que ver con Goethe, o cosa así.» «Stein es un apellido judío, y mi abuela materna se llama Stein, ¿entiendes ahora?» Comprendió, por mi mirada, que no lo entendía. «En el mundo que ésos proyectan fundar, el que llaman el Gran Reich, no tienen cabida los judíos.» «Pero tú sólo lo eres en parte. ¿Qué sería de nosotros, los españoles? Lejos o cerca, todos tenemos una abuela judía. El apellido Acevedo, que lo es, figura entre los míos, no recuerdo ahora en qué lugar.» Ursula me soltó la mano. «Nadie sabe, nadie puede sospechar, porque nadie lo cree, lo que pasa en mi país. Mi abuela ha emigrado a Dinamarca, mi madre quizá lo haga también. No son judías de religión, sino sólo de raza, pero eso basta. Y en la empresa para la que trabajo hay dinero judío… ¿Entiendes ahora?»
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