«QUERIDO SOTERO: Yo también tengo cosas que contarte, semejantes a las tuyas, o al menos así me lo parece, pero no iguales. Por lo pronto, todavía no he hablado con ningún profesor, ni creo que llegue a hacerlo. Somos mucha gente en el curso, y aunque hay algunos compañeros que se les acercan, como están mal mirados por los demás, yo no quiero ser uno de ellos, ni tampoco me importa. ¿De qué les voy a hablar? Asisto a las clases regularmente. El profesor de lógica me parece el mejor: es un señor muy agradable y muy inteligente, que nos obliga a estrujarnos el cerebro, aunque cortésmente, y, como dice un compañero, nos enseña a pensar. El de historia, ni fu ni fa. En cuanto al de literatura, nos repite lo que viene en el libro, casi de pe a pa, sin comentarnos nada. Y aunque a mí es lo que más me interesa, me falta una explicación a fondo, que sería lo importante, y no esta serie de datos y de fechas con que nos abruma. En fin, que voy sabiendo un poco de aquí y de allá, pero no lo suficiente. No sé si me servirá de mucho. Suelo ir al Ateneo, del que me hice socio: esto me permite leer libros que no se encuentran en las librerías o que resultan caros, y también escuchar por todas partes conversaciones de política, donde se dice lo mismo con pequeñas variantes. Se susurra que lo va a cerrar la policía. Vivir en esta ciudad, por supuesto, no se parece en nada a lo que hacíamos en Villavieja, pero tampoco creas que es de entusiasmarse: vas por las calles solo, no conoces a nadie y si te distraes un poco en un escaparate te dan un empujón. A los gallegos nos tienen, en general, de menos, y por una nadería pronto te dicen: "Calla, gallego." Pero, a pesar de todo, no estoy descontento de haber venido.
»En cuanto a lo que me cuentas de tu visita a un prostíbulo, no sé qué decirte. Yo, desde luego, no he pasado de un café cantante, que me aburrió. Pero aquí la gente habla mucho de esas cosas, aunque en tono científico. Se cita a un tal Freud, un señor de Viena de mucha fama al que he empezado ya a leer. Todo lo que se refiere a esas cuestiones, se dice siempre con citas de sus libros, o según sus teorías, que nadie discute, sino que alaban, y de las que yo no tengo más que una idea muy ligera. Supongo que por ahí sucederá más o menos lo mismo. Ahora bien: sin haber ido a un prostíbulo, también pasé por tus mismos aprietos y tus mismas incomprensiones, aunque me hayan durado poco. Por lo pronto, no tuve que pagar el duro. Dormí una noche con una mujer: al principio, sorprendido y bastante confuso; a la mañana siguiente, un poco más dueño de mí. Yo creo también que eso del cuerpo de las mujeres sorprende, y hasta espanta; tampoco sabría decirte por qué, hasta que se conoce a fondo. No es que yo haya llegado a tanto, pero un poco del camino lo tengo recorrido. Lo cierto es que poco más puedo decirte, salvo que no me preocupa tanto como a ti llegar a conclusiones definitivas, las cuales, por otra parte, no sé si son o no importantes. Tengo un amigo, hombre mayor y un tanto disparatado, pero de mucha experiencia, con el que espero charlar un día de éstos sobre el particular. No es que crea a pies juntillas lo que me dice, pero, en cualquier caso, me interesa y me explica las cosas: en este caso, espero que algo me aclare. Tengo la impresión de que, sin darnos cuenta, nos hemos metido, cada uno a su modo, en un problema de los que llaman importantes y que habremos de resolver, también cada cual a su modo. Debo decirte, sin embargo, que hay una diferencia: yo estuve enamorado, a lo mejor lo estoy aún, y eso cambia las cosas, porque amar a una mujer implica desearla, y yo deseo a la mía. Desde luego, la mujer a la que quiero no es esa con la que me acosté. Tengo la impresión de haber catado, por un lado, la comida, y por otro, la sal. Lo que me dijo una vez ese señor que te miento es que la sal debe tomarse con la comida. Entiéndelo si puedes.»Un abrazo.
Filomeno»
A BENITO NO LE CONTÉ NADA, y a don Justo, el director del hotel, no le di explicaciones ni se las pedí. Había unas cuantas dudas que resolver, pero no me acuciaban. Flora me había dicho que ya me llamaría por teléfono, y lo hizo, a la semana justa. Me citó en un lugar a una hora. Acudimos puntuales. Me preguntó si la llevaba a cenar. Le dije que no sabía si llegaría el dinero. «¿Cuánto tienes?» Lo conté: sumaba doce pesetas. «Con eso podemos cenar muy bien en una tabernita que conozco.» Me llevó a ella, y, en efecto, cenamos bien y aun me sobró dinero. Después dimos un paseo, hablando de nimiedades, pero cogidos del brazo. Un par de veces, interrumpiendo la conversación, me cogió de la barbilla y me llamó guapo, de una manera bastante impulsiva. «¡Hum, guapo!» Y el beso. Después, por fin, fuimos a su casa. No sé si estaba o no Manuela, no sé si estaba o no sola. Yo no la vi. Todo lo demás se pareció bastante a lo de la vez anterior, salvo que la desnudé con más destreza. A la mañana siguiente no fui a clase. Pedí un baño, me fui al Ateneo, hice que leía, pero estaba preocupado. Cuando regresé al hotel, don Justo me vio y me guiñó un ojo. «¿De manera que el señorito esta noche se fue de picos pardos?» Le pregunté si había hecho mal. «No. Pero no vaya a pensar que es ésa su única ocupación en el mundo.» Me atreví a preguntarle: «¿Quién paga a esa mujer?» Se echó a reír. «Yo, por supuesto, con el dinero de usted. Por eso le recomiendo que no menudee las visitas: unos cientos de pesetas son fáciles de justificar, pero mucho más, no.» «Justificar, ¿a quién?» «A su padre.» Aquella tarde me decidí a confesarme con don Romualdo. Le dije, al terminar la clase de francés, que tenía que hablarle y que me esperase en el Ateneo a la hora que él quisiera. Me citó a las siete. Escogimos un rincón, y le conté lo sucedido, sin ocultar nada. Se quedó pensativo. «Ya le dije a usted una vez que ese director del hotel es un golfo, pero no sabía que fuese también corruptor de menores.» «¿Qué quiere decir?» «Algo que usted no entiende todavía.» «Yo quería que usted me aconsejase y que me aclarase la situación.» «La única cuestión real es que usted se ha metido en un camino en pendiente, del cual aún le es fácil regresar, si es capaz; en caso contrario, nadie puede predecir adónde puede llevarle.» «Pero tengo entendido que, más pronto o más tarde, esas cosas suceden. Un amigo de Santiago, un muchacho verdaderamente listo, no un mediocre como yo, estuvo ya en un prostíbulo.» «Es otra manera de empezar, peligrosa igualmente, o más, aunque de un modo distinto. Usted es una bicoca, y esa señorita Flora no querrá que se le escape de las manos.» «¿Qué quiere decir?» «Que usted tiene dinero y es joven. La señorita Flora le puede arruinar física y económicamente. Eso lo sabe el director del hotel, por eso le aconsejó que no menudee las visitas más de lo indispensable; pero seguramente la señorita Flora tendrá otro punto de vista, y, créame, el cuerpo de una mujer tiene mucho más poder que la experiencia y que la misma conveniencia.» «Yo esperaba que usted relacionase esto que le conté con el amor. Recuerdo lo que nos dijo el otro día a Benito y a mí.» «¿Estuvo alguna vez enamorado?» «Creo que sí.» Le conté la historia entera de mis relaciones con Belinha. Se echó a reír y me palmoteó la espalda. «Eso, ya ve, es mucho más humano, y mucho más hermoso. Bien contado podría ser conmovedor. ¡Lo que daría un freudiano por esa historia!… Claro que es también una situación sin salida, porque unas relaciones amorosas entre esa Belinha y usted estarían necesariamente abocadas a la catástrofe. Le ha sucedido lo mejor que podía sucederle, créame, aunque haya sufrido. Pero esto de la señorita Flora es otro cantar. Mucho más peligroso y bastante más vulgar. No le hace a usted más hombre, aunque le proporcione una experiencia de la que todos necesitamos.» Disimuló un silencio con la operación de liar un pitillo y de encenderlo. No me ofreció de su picadura apestosa. Yo saqué uno de los míos. «No sé, no sé -dijo luego-. El consejo ya lo tiene. Cómo llevarlo a la práctica es cosa suya.» Y como yo no le respondiese, se me quedó mirando: «¿Piensa algo?» «Sí, don Romualdo. Pienso que esperaba de usted otras palabras.» «Ni puedo decirle más ni nadie se lo diría, salvo un cura, que apelaría al pecado y a la condenación eterna. Pero ésta es precisamente la ocasión en que muchos jóvenes creyentes renuncian a sus creencias para que el miedo al pecado no les estorbe en lo que ellos creen que consiste la hombría. No lo es, sino sólo una parte, pero la humanidad viene negándose a creerlo desde que el sexo entró en conflicto con la moral. Yo no voy a repetirle la cantinela. Lo único que debo añadirle es que puede usted destruir para siempre una de las realidades más delicadas y hermosas del hombre. Me refiero a la capacidad de amar.»
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