Encendió otro cigarrillo, lo chupó, y, después de dudarlo (al parecer) se levantó. «Les ruego que me perdonen. Con la charla había olvidado algo muy importante que he de hacer sin excusa. Ya voy retrasado. Pero me gustaría que volviésemos a hablar de esos temas. ¡La poesía, el amor, tan próximos a veces que parecen ser lo mismo! Aunque repugne a mi condición de intelectual, un misterio, juntos o separados, da lo mismo.» Se fue, nos dejó perplejos, no volvió la cabeza. Benito me preguntó qué opinaba. Yo no supe decírselo. «¡Hay tíos de éstos…», empezó, pero no continuó.
Fue por aquellos días cuando el director del hotel me dejó recado, a la hora del almuerzo, de que no me comprometiese para la tarde, que íbamos a ir al teatro. La hora del encuentro, un poco antes de las siete. Cambié de traje y de camisa, escogí una corbata nueva, que había comprado recientemente, y me senté a esperarle. Apareció puntual, muy peripuesto también, con sombrero hongo, bastón y un abrigo ligero. «Andando.» Me llevó a un teatro muy alejado del hotel, en cuya puerta nos detuvimos, pues había más invitados. De uno de los coches que iban llegando se apeó una pareja de señoritas, una mayor que otra, la mayor algo más gruesa, bien vestidas (a mi juicio) con alhajas y algo de pintura en los rostros, sobre todo la mayor. Me las presentó como las señoritas de Arellano, Manuela y Flora. Entramos y nos llevaron a un palco. Yo me senté delante, con Flora, y el director detrás, con Manuela. Flora sacó del bolso unos prismáticos pequeños con mucho oro y mucho nácar, que me dejó curiosear. Le sirvieron para fisgar quién conocido había entre el público, o iba entrando, y cuchichear con su hermana volviendo la cabeza. «Ahí está Fulano con Fulana», o «Ahí está la bruja de Menganita. Qué raro que venga sola, ¿verdad?» En una de estas veces, el director las reprochó por lo criticonas que eran, y ellas se echaron a reír. Cuando atacó la orquesta, dejé de prestarles atención, y cuando las luces iluminaron el telón, me abstraje por completo.
La diferencia con lo que había visto unos días antes era notable: aquí las mujeres iban casi desnudas, pero con muchas plumas; cambiaban constantemente de ropa, y a veces cantaban, solas o a coro. En las partes habladas, intervenía, junto a varios caballeros muy bien trajeados, aunque de manera rara, una especie de mamarracho que debía de decir cosas de mucha gracia, por lo que la gente se reía, y que con la mayor desvergüenza tiraba viajes a las nalgas de las mujeres con la mano muy abierta, casi siempre en compañía de un ronquido formidable, que también hacía reír. Flora, a mi lado, se desternillaba, entendía todos los chistes, y con la risa y los movimientos, dejaba caer la mano en mi brazo o en mi muslo, y allí quedaba hasta otra carcajada. Tenía la pantorrilla arrimada a la mía, y no la apartó durante toda la función. Yo pensé que aquello sería la costumbre y dejé quieta la mía. Al terminar la función, el director nos llevó a cenar a un restaurante muy vistoso, con mucha gente, donde debía de ser muy conocido, por la familiaridad con que trataba a los camareros e incluso a la señora que nos recogió los gabanes. Él mismo escogió el menú, compuesto de manjares que yo nunca había oído nombrar, aunque, una vez probados, lograra reconocer algunos. También bebimos mucho. Durante la comida, las señoritas de Arellano, turnándose más o menos, me informaron de que pertenecían a una familia distinguida, de que su padre había sido no sé qué de la monarquía, anterior a «estos de ahora», y de que a su muerte habían quedado en situación difícil, pues un hermano perdis que tenían casi las había arruinado. «Pues aquí el caballerete, nadie puede decir de él que esté por puertas», rió una vez el director, todo picarón, y entonces ellas mostraron curiosidad por conocer mis riquezas. No sé por qué, recordé el consejo del propio director, y fui parco en enumeraciones, y acabé declarando que todo lo que tenía eran propiedades rurales sin valor. «Bueno, ¿y ese castillo en Portugal?» Les expliqué que no era un castillo, sino un pazo, y lo que es un pazo, y en qué se diferencia de un castillo, y todo lo demás. No sé por qué tuve cuidado en añadirles que, aunque todo fuese mío, no podría gobernarlo libremente hasta cumplir veintiún años. «Eso es lógico -dijo Manuela-. Un chico de tu edad, dueño de tanto dinero, sería un peligro por ahí suelto.» «Un poco peligroso ya lo es», corrigió la pequeña, y me arrimó de nuevo la pantorrilla. A la hora del café, nos propuso Manuela que fuésemos a su casa, que ellas nos invitaban al café y a la copa. El director mandó pedir un coche, en el que se sentó al lado de Manuela y me dejó a mí el puesto junto a Flora. No sé en qué calle vivían, o, más bien, no lo recuerdo, ya que después aprendí el camino, pero sí que estaba situada en el Madrid antiguo. En un barrio: estrecha, con farolas de gas, una calle con aire de clase media. Lo tenía la casa, no muy grande, según me pareció, pero bien amueblada, y con retratos y fotografías en las paredes, y encima de las consolas y de las mesillas. Tenía un aspecto, la casa, que no me era desconocido: un poco más de lujo y un poco más de vejez y hubiera podido ser una de las de mi madre; pero después comprobé que la apariencia mentía, y que los muebles eran pura pacotilla. El suelo era de ladrillos colorados, sin alfombras. Manuela me explicó, sin que yo se lo hubiera preguntado, que, al llegar el verano, las retiraban, y que este año se habían retrasado en reponerlas. «Pero habrá que hacerlo antes de que se eche encima el frío.» Esto no quiere decir que, allí dentro, hiciera calor.
Nos metieron en una salita un poco más moderna que el resto de la casa, de una modernidad falsa, ahora lo comprendo, pero entonces yo no discernía de algunos matices; en todo caso, se me antojó del peor gusto. Había almohadones en los asientos y, no recuerdo en qué lugar, una especie de muñeco vestido de arlequín y que debía de estar relleno de lana, o algo así de inconsistente, por cómo estaba caído. Muñecos como aquél los viera en alguna película, y nunca me habían gustado: no sé por qué, me parecían tristes e innecesarios. Además, tampoco me hizo gracia el tapete á crochet de la mesa, porque le habían ensartado, a través de los dibujos, unas cintas azules que se cruzaban con otras, color de rosa, haciendo cuadraditos. Sobre aquel tapetillo pusieron el mantel. Fue Flora la que lo hizo, así como la disposición de las tazas y de las copas. Su hermana, en la cocina, preparaba el café. Y todo siguió normal durante un rato. El director hablaba con Manuela, y Flora parecía muy interesada en que le describiera los jardines de mi pazo y que le contase historias, insistía en parecer culta, y, sin venir a cuento, dijo que le gustaba el teatro de Benavente, que era como la vida misma. «¿Tú no lo has visto nunca, a Benavente? Tenemos que ir una tarde, ya verás.» A veces comentaba suspirando la delicia que sería vivir en un palacio en el campo, y que ellas, las dos hermanas, también solían veranear en una finca, en Zarauz, cuando su padre vivía y los reyes hacían su jornada por el norte. Flora había visto una vez a la reina muy de cerca, casi le había tocado el traje. Yo creo que fue en este momento de la conversación cuando me di cuenta de que el director del hotel y Manuela habían salido. El palique entre Flora y yo duró todavía un rato, hasta que ella se levantó de repente, se acercó a mí, me cogió la cabeza con las manos y me besó en la boca. «Anda, vamos», y me agarró de la mano. Fuimos a una habitación bien puesta, donde había una cama grande, con colcha roja; quedó de espaldas a mí. «Anda, desnúdame.» Aquella noche, mis manos torpes aumentaron su escasa sabiduría. «Así, no. Cuidado, que me pellizcas. No, no me quites las medias. ¡Lo que tengo que enseñarte!» Me quedé estupefacto ante su cuerpo desnudo. Pasó por mí el recuerdo de Belinha, pero rápidamente. Fue como si un viento leve soplase un fantasma de niebla.
Читать дальше