Debía gritárselo: los inofensivos roedores de la tierra están siempre bajo los ojos ávidos de las aves de presa. Las naciones y las razas humildes y pacíficas, desprotegidas y sin armas de ataque, sin más aliado que sus necesidades, son como ovejas que van al matadero en silencio, acompañadas sólo por su resignación. O que se embarcan en pateras, que les cuestan todas las ganancias de su vida, y a las que el mar destroza antes de que lleguen a otras tierras donde, si llegan, sólo encuentran un futuro de humillación para ellos y los suyos.
Debía decirles que siento la tentación de volver a escribir. Empezando por una cuestión: la de descubrir mi incompetencia y mi incapacidad de dar testimonio de lo que veía y de lo que había visto, para escandalizar hasta a las piedras, para estremecer hasta a los muertos. Porque, con lo que hay alrededor en este mundo, es suficiente para saciar a cualquier niño hambriento, pero un tercio de ellos se mueren de hambre. Y los países deudores dejan de cultivar los alimentos suyos para cultivar lo que les da dinero, coca incluida, y contentar a los bancos de este puto mundo y pagar las deudas a los matones poderosos, que a tiros o a machetazos protegen a los desarrollados… ¿Es ése el desarrollo? ¿En qué nos hemos convertido? ¿Qué excusa lo que hacemos? Poner la gente por debajo de los beneficios, la moral por debajo del dinero, la decencia bajo los dividendos, la justicia bajo los fanatismos, la agonía de los pobres bajo nuestras estúpidas comodidades… La culpa es lo único que compartimos aquí, la perversión de los valores, un orden falso y nauseabundo… ¿Y qué esperamos? ¿Que llegue la revolución proletaria para que fracase de nuevo? ¿O el juicio final, en el Valle de Josafat, que a nadie le importa en dónde leche está? No, no, no. Ahora. Tiene que hacerse, lo que hay que hacer, ahora. Sobre las pocas leyes justas que hay. Contra una avalancha de egoísmos inmensa que se está perpetuando. Desde esta misma noche. Ahora, ahora. ¡Ya!
Debía decírselo. A eso había ido hasta allí, porque ahora sí que vivo de verdad. Vivo para algo y alguien. Y estoy lista para pisotear a quienes pisotean, a todo ese rebaño de canallas que dicen, para excusarse de mentirijillas, eso de que a los hambrientos es mejor enseñarles a pescar que darles peces; para que después nadie les enseñe ni les dé un chanquete siquiera. Por eso siento ahora, con esta compañía de Jesús delante, vergüenza por vivir holgadamente. Y por llevar este traje, aunque sea del color de la flor de achicoria… Y como estoy prácticamente borracha, en lugar de seguir parloteando y haciendo la payasa, lo que debo hacer, lo que debería hacer, era irme antes de tirarle la copa a la cara de ardilla de este cura. O apretar los dientes para impedirme decir al cejijunto, que sé que me odia tanto como yo a él, que adivino que es él quien ha matado toda su vida hasta a su propia gente: quienes fueron a secuestrar a Bianca, por ejemplo. Y puede que me acuerde y acabe, por decirle dónde se están pudriendo sus cadáveres… Para que así escarmienten todos los padrinos y los capos y las familias y los ahijados, que ya no defienden a nadie ni sustituyen los vacíos del gobierno, sino que le sacan las castañas del fuego y, sin más ni más, sin apagar las llamas, se llevan tranquilamente las castañas.
Con decir algo de eso, sin levantar tanto la voz y una vez sólo, habría sido suficiente. Pero no.
Me estoy despidiendo, junto a Nadia que me toma con ligereza del codo izquierdo. Y tiendo mi mano derecha para que hagan el gesto de besarla llevándosela casi hasta los labios. Y rozo mis mejillas con las de las señoras. Y me dan sus pendientes de brillantes un golpe en mis orejas desarmadas… Qué ganas de ensuciar…
Pero mi venganza será sonada. Mañana saldrá la reseña de este hermoso y solidario acto, y sus fotografías, en todos los diarios y en los programas de televisión, tan dada a esta idiotez de suscitar envidias, y en las revistas del corazón, que inventarán un romance, al que maldita la falta que le hace ya ser inventado, y hasta el argumento de la inexistente próxima novela… Yo me cago en sus muertos… «La mejor escritora española de novelas de amor, agasajada por la Venecia invernal y neblinosa, más romántica que nunca.» Y así servirá de publicidad para el turismo de la primavera y del verano. Una ciudad tan intelectual, tan madre de todas las madres y tan antigua como la inteligencia humana. Una ciudad que es obra de esa inteligencia más que de la naturaleza. Hecha por el hombre para el hombre. Y para la mujer naturalmente: más que nada, para la mujer. Donde la mafia gobierna sin hacerse visible por buen gusto. Vía de comunicación entre Occidente y Oriente, pero no para el tráfico de divisas, ni de drogas, ni siquiera de reliquias en otra época: sólo para la comunicación y el intercambio del arte y de las letras… Todos los topicazos reunidos… Todos los mandamases reunidos… Todos los buitres carroñeros.
Como las mafias. Reunidas todas aquí, en un campo neutral, donde hacer que desaparezcan los cadáveres es la tarea más sencilla y la más agradable. Descontada naturalmente la de atiborrarse de euros los bolsillos per vías non rectas , como diría el cura, si tuviese vergüenza, con la mano en el alzacuello o en el culo… ¡Hasta mañana!
Aunque quizá suceda que, sin alguien que le apriete las clavijas, nadie cuente nada de la verdad y nadie publique los documentos de Aldo. Ojalá me equivoque y nosotros, no demasiado lejos, podamos escuchar no ya la campanada, el cañonazo de dejar con la popa al viento a la troupe de este circo del robo a mano armada y desarmada… ¿Y luego? Por desgracia, aunque se remuevan ahora, se aquietarán las aguas y las conciencias, y aquí no habrá pasado nada una vez más. Un fénix muere y, de sus cenizas, renacerá otro fénix, siempre el mismo. Y volverá a morir. Y, entre todos los ladrones que me han invitado a cenar, tramarán de nuevo sus negocios mientras la gente, indefensa e ignorante de todo, va de iglesia en iglesia, de pintor en pintor, de puente en puente, de bienal en bienal…
O puede que todo esto se haya sabido siempre y no le importe a nadie en esta Italia tan desentendida, porque se siente por encima de cuanto pueda sucederles a sus ciudadanos. Ya ella misma también.
¿Es que no servirá nada de lo que se haga, ni aquí ni en ningún sitio?
Se me ha pasado un poco la irritación que tenía. Hemos charlado Nadia y yo un ratito. Entre las dos -en el fondo, qué femeninas somos, qué idénticas a todas las demás- hay una tácita complicidad: la de no quitarnos los trajes todavía. Y así quedar como dos grandes damas de prestado ante nuestros amantes. Que estarán ya al caer. O eso deseo, aunque un pavor que crece a cada instante me agarrota todo el cuerpo.
A alguien se lo tengo que contar. Me alegra la humillación de reconocer que para algo servían estas libretillas escolares, estos cuadernos de agua. El ser humano es demasiado humano. Cuánta razón tenía ése loco de Nietzsche…
Por fin oigo llamar.
Abrió Nadia la puerta. Primero pasó Bianca, guapa y sin maquillar salvo los cardenales. Se llevó las manos a la cabeza, casi sobrecogida y encantada. Hizo girar a Nadia y quitarse la capa con capucha. Y luego ella giró en torno de su amante… Daba pequeños gritos, que yo oía desde dentro de la suite. No deseaba ninguna competencia para mi presentación de prima, donna. Necesitaba mi aria. Me había colocado como, en el más irrealizable de sus sueños, hubiese soñado la pequeña Asun Moreno, en Alhaurín el Grande: ante los cortinajes crudos de los dos balcones, en pie, con un extremo de la estola bordada en plata, arrastrando sobre el parqué, y el otro descansando en mi antebrazo; descubiertos los hombros y el pecho casi entero, con una expresión ausente y bien fingida por la falsa sorpresa de recibir visitas a esa hora…
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