– Una vista certera y rápida, señora… ¿Puedo preguntarle por qué se ha decidido tan deprisa?
– ¿Puedo preguntarle yo por qué sabe que me he decidido?
– Tiene usted una mano derecha demasiado expresiva: no induce a confusión.
Yo sonreí para corresponder a su sonrisa.
– Me decidió el color. Es exactamente el de la flor de la achicoria silvestre.
– Nunca he visto una clienta como usted. Ni el color del vestido ni su rapidez al elegirlo son nada frecuentes… Ojalá le esté bien. Hablo de las medidas. Al color de su piel le va, por descontado.
– También lo espero yo… Es un color que me llena la cabeza de recuerdos y me trae buena suerte.
– ¿Lo probamos entonces?
Era un tejido de seda espesa. Su caída y los pliegues que formaban no requerían ningún adorno; más bien lo rechazaban. No tenía mangas. Sólo un enorme escote de barco. Pensé si no sería para mi cuerpo, del que de pronto me avergonzaba, demasiado barco. Me volví hacia Nadia y le pregunté en español con voz desalentada:
– ¿Me ves tú a mí con estas escaseces superiores?
– Pues claro que te veo y te veré más todavía. -Se rió la muy sinvergüenza-. Cuando una mujer tiene tu experiencia y tu olfato, no se equivoca nunca al elegir. Cuando además tiene tu cuerpo.
La dueña, que dijo llamarse Claudia Aldobrandi, me acompañó a un pequeño probador, cuya puertecita, también cubierta de espejo, estaba entre la desembocadura de la escalera y el ropero. Me ayudó, sin un gesto de más, a desvestirme. Yo llevaba un traje de chaqueta gris en todos los sentidos. Ella, con una acostumbrada soltura, recogió el elegante y sucinto vestido achicoria, y lo pasó, sin rozarme el pelo, por mi cabeza.
– Cierre ahora los ojos, hágame el favor. -Durante unos instantes, muy pocos, colocó, alisó, plegó, prendió algo en la cintura-. Ábralos ya.
Yo habría dicho que aquello que tenía delante de mis narices no era un espejo que me reflejaba, sino un cuadro en que un pintor de Corte había retratado a una dama desconocida para mí y suntuosa. Que conste que no me gusta nada presumir, y no lo hago. El milagro se reducía a la tela: a la calidad, al corte y al color de la tela. Ya un pequeño pliegue, a la izquierda de la cintura, que se abría al caer y acababa descansando en el suelo. Los brazos y los hombros al aire y el pecho entero a punto de estarlo no desentonaban del majestuoso conjunto. Estaba abstraída, pero oí a la dueña:
– Tiene usted y lo sabe, señora, una percha perfecta… Yo no me atrevería, después de verla, a ofrecerle otra robe.
Acaricié, emocionada por el contraste con un pasado del que no hablaría, la seda que brillaba sutilmente, con la misma exquisita timidez de la flor cuyo matiz llevaba. Comprendí que, como algunas otras cosas, aquel traje me había estado esperando. Sólo pensé por qué no lo habría encontrado mucho antes. Quizá no me lo merecía. Giré despacio.
– Este vestido, permítame que la llame amiga mía, nadie se lo ha probado antes que usted. Es usted quien lo estrena. Rigurosamente. Más aún, es usted la primera señora que se ha fijado en él.
– Le juro que la creo -murmuré en voz muy baja.
Salimos al salón donde aguardaba Nadia, de espaldas, inspeccionando otras maravillas, segura yo de que ninguna se parecía a la que llevaba yo ya puesta. Avancé por el espacio blanco y vacío que los enormes espejos ampliaban. Y me acerqué muy despacio a ella, que se había vuelto ya… Vi cómo se llevaba una mano a la boca; vi sus ojos sorprendidos y luego, al mover la cabeza, su admiración. Abrió los brazos con los dedos de las dos manos juntos, a la italiana, en un gesto que todo lo decía. Después, sorprendentemente, rompió a aplaudir. Yo saludé lo mismo que una diva. Me eché a reír:
– Qué tonta eres.
Veía en el espejo a la dueña con los brazos cruzados, aprobar satisfecha.
– Quizá sea pasarme de mis atribuciones: no tengo ninguna y es usted la que ordena… Pero para este vestido, llevado por usted, no puedo recomendarle nada que lo enmascare ni lo oculte; sólo algo que lo subraye al descubrirlo… Tengo una estola violeta, ligeramente bordada en plata, muy, muy, muy larga… Y zapatos y bolso de noche plateados… Pruébeselos… ¿Tiene usted un sencillo broche, también de plata, para el pelo?
– No tengo nada. No venía a Venecia para lucirme sino para llorar.
Claudia Aldobrandi no pudo evitar un gesto demasiado cortés y quizá incrédulo.
– Su forma de llorar es la más hermosa que haya visto en mi vida. Lo que voy a decir no le va a parecer muy veneciano… La señorita que vino a anunciar su visita me advirtió quién era usted. Me alegro de tenerla en mi menuda tienda, y le ofrezco un simple broche mío de plata con dos amatistas. Es un peine también mínimo, como todo lo mío. Apenas tiene valor, sólo el sentimental: por eso se lo ofrezco.
– Pero me iré de la ciudad después, casi inmediatamente después, de una cena en el Lido. No podré devolvérselo…
– Si te gustase -intervino Nadia, muy en secretaria-, sí. Podría dejárselo en la conserjería del Danieli. A su nombre, señora Aldobrandi.
– De acuerdo, muchas gracias. Mientras usted elige lo que sea de su gusto -hablaba con Nadia-, buscaré la estola de la señora Alarcón… Deyanira, ¿no es eso? Y el resto de su vestuario. -Miró mis zapatos. Me avergoncé de ellos-. Espero acertar con el número de sus sandalias de plata.
– Me hace usted sentir la Cenerentola.
– En el Danieli usted será recibida como una Dogaresa morena.
Cuando salió, yo, que reconozco no ser muy femenina en estas lides, me dirigí muy seria y muy directa a Nadia:
– ¿Te gusta de verdad?
– Te lo juro por Bianca.
Le di un beso, cosa a la que ella ni yo parecemos propensas, pero lo somos.
– ¿Has elegido algo?
– Esperaba que tú me aconsejases. Ahora, después de verte, sé que he hecho lo mejor.
Me dirigí al ropero. Eché una ojeada a la parte ya abierta. Descorrí la otra mitad. Fui pasando uno a uno los vestidos de noche. Buscaba algo concreto para Nadia: algo que la alegrara.
– Mira éste -dije, y señalé uno-: es verde Lido. Adamascado. Puede resultar muy oportuno como homenaje al sitio. En el caso de que te siente bien…
Lo descolgué. Tenía un vago aire de feria de Sevilla aristocrática: escote en pico, dos escuetos volantes en cada manga y otros dos en el bajo de la falda. Llevado con garbo, quedaría muy joven, muy gracioso. No le cubriría del todo los tobillos,al contrario del mío, que arrastraba un poco. «Era la secretaria, al fin y al cabo.» La ayudé a ponérselo en el probador. Noté que le gustaba. Ya mí, también.
– Nunca he conocido a dos mujeres menos latosas y más rápidas. -Era Carla Aldobrandi, que subía con los accesorios.
– ¿Pero acertadas? -Pregunté yo.
– Por completo. Les doy mi palabra. La señorita está tan seductora con ese traje… Nada de abrigo para él. Creo poder recomendarle lo perfecto: una capa con capucha muy grande de terciopelo verde botella. El mismo color de los zapatos y del bolso.
Yo, contenta sin saber bien por qué, dije:
– Así seremos Cappuccetto y Cenerentola . -Claudia no reprimió una risa-. Una noche de cuento… Caperucita y Cenicienta.
– ¿Tiene usted ya su príncipe, y usted tiene su lobo?
– Más o menos. -Reí-. Si ella no encuentra al lobo, por lo menos tendrá asegurada su abuelita: soy yo.
Las tres nos reímos de todo corazón.
Nadia y yo habíamos olvidado, de momento, que, como dijo Aldo, los acontecimientos se desencadenaban. Sin embargo, yo estaba tan gozosa de mi traje de color de achicoria, que me dije mientras lo acariciaba: «Ya era hora, joder.»
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